viernes, mayo 03, 2013

El cinéfilo y la histérica.



 Mi amigo Enrique se consideraba a sí mismo, cinéfilo. A mí, siempre me dio la impresión de que lo único que tenía de tal, eran las ganas.

El término, nos describe a un personaje culto, algo filósofo, un tanto progre y por lo tanto, mucho más atractivo que la realidad que veía en el espejo cada día, que no era otra que la de un hombre casado con una histérica, con un hijo único y por tanto malcriado, y con una empresa de fabricación de muebles (o eso decía) heredada del padre.

El cinéfilo hablaba a gritos. Al parecer, según la histérica, se debía a que en su fábrica, con el ruido que hacía, era la única manera de hacerse entender y claro, cuando estaba en su casa con amigos, no era capaz de cambiar el registro y darse cuenta de que no procedía, sobre todo, por comparación con el tono de los demás. Claro que, pensándolo mejor, tal vez debido al propio ruido de su fábrica, no sólo hablaba alto sino que se estaba volviendo sordo. Como el que pasa demasiado tiempo en la discoteca.

En función de la personalidad de los seres humanos, éstos conducen los vehículos de una forma u otra. Así podemos identificar al que va “pisando huevos”, cuya velocidad nunca excede de la que pudiera alcanzar un caballo que camina al paso. El normal y corriente, que se pasa la mitad de su vida esquivando a los que van pisando huevos. El deportivo, que además de tunear el buga, ponerle llantas de aleación, alerones traseros, faldones delanteros, cristales tintados, muchas rayas y colores, y un equipo de música revienta cristales, circula como si llevase un F1 y adelanta por arriba a los que pisan huevos y a los otros. Y luego está el suicida.

El suicida pertenece a ese tipo de conductores para el cual, las líneas continuas en el asfalto, son un mero ejercicio estético. Le podemos identificar en las largas caravanas de los puentes de vacaciones, adelantando de uno en uno a todos, jugándose la vida (la suya, la de los que le acompañan y la de los que están en la carretera sin meterse con nadie) dando grandes acelerones, enormes frenazos, castigando al coche y los nervios de quienes van con él. Pues Enrique, era de esos, era de los suicidas.

Uno no sabe bien lo que es sufrir una conducción así, hasta que no te metes en su coche, un Alfa 133 de la época (que se pasaba la mitad del tiempo en el taller, ajustándole lo que había destrozado el manitas de su dueño), y se te ocurre hacer una excursión de fin de semana Madrid-Santander-Madrid, visitando Laredo, Santoña y demás. Al poco de comprobar sus extrañas habilidades al volante, no me quedó más remedio que rezar lo que sabía y colocarme el DNI entre los dientes, por si después del accidente, resultaba difícil la identificación de los cuerpos calcinados. Eso sí, en la primera parada técnica que hicimos, me cambié al coche de los otros amigos con los que hacíamos la escapada de fin de semana y ya no volví.

Pero al margen de su permanente estado de crispación (porque a eso no se le puede llamar ni nerviosismo ni ansiedad) lo más llamativo del cinéfilo, era que los fines de semana, se pasaba por el video club de su barrio y se alquilaba unas 8 o 10 películas para verlas en casa.

Desde luego, nos sorprendió a los amigos cuando vimos aquello por primera vez, aquel paquete enorme de vídeos en sus cajas, justo al lado de la TV. Nos extrañó porque no había horas suficientes en un fin de semana para poder verlas todas, pero más aún, nos sorprendió comprobar, cómo con asombrosa persistencia, todos los fines de semana, entre las pelis que alquilaba, siempre había dos o tres del género porno. Hombre, no es que fuéramos ninguno unos puritanos ni nada de eso, pero la verdad es que una vez que has visto un ratito de una peli de esas, el resto te sobra; máxime, si todos los fines de semana te llevas dos o tres.

Nos causaba extrañeza y era algo hilarante, la verdad. Él, en un intento fútil de esbozar una excusa a modo de descargo, decía que “veía las pelis a alta velocidad” y así ahorraba tiempo. Era entonces cuando el cachondeo se hacía más patente y el despindole, general, porque nos imaginábamos en las escenas de sexo el tío a toda velocidad y nos acordábamos de las películas de Charlot, que siempre se ven como muy aceleradas.

Por aquel entonces, mediados de los ochenta, se puso muy de moda el Trivial Pursuit, un juego de mesa en el que podían participar varias personas, por equipos o no, y que por cada pregunta acertada, ibas ganando puntos y al final, ganaba el que más respuestas acertadas había hecho. Bueno pues recuerdo que en cierta ocasión, me tocó una pregunta sobre cine. Creo que la pregunta era “cuál era el nombre completo del director de cine Mankievitch” y yo, que nunca he sido un cinéfilo ni lo he pretendido, pero sí he tenido buena memoria, contesté Joseph Leo Mankievitch.

El cinéfilo, alucinó en colores. ¡Cómo era posible que yo, un advenedizo del séptimo arte, pudiera responder sin asomo de duda a semejante cuestión! Una pregunta que ni siquiera él, enorme conocedor de la temática planteada por Luís Buñuel y de un género minoritario, selecto, sólo para unos pocos escogidos, como era el de la pornografía y su estrella fulgurante por aquellos años Linda Lovelace famosa por su “Garganta Profunda”, alcanzaba a conocer. Y ello, sin alquilar películas porno los fines de semana!

Pretendió entonces, adjudicarme el honroso título que hasta entonces sólo él había sido digno de ostentar, el de cinéfilo del año, pero humildemente decliné el honor y le permití continuar usándolo mientras le viniera en gana hacerlo.

La histérica de su mujer, no terminaba de entender aquel fenómeno del que acababa de ser testigo: había una persona en este mundo que sabía cosas de cine que su propio señor, desconocía.

La histérica, que parece sacada de un personaje de Almodóvar, me llamó una vez toda alterada y al borde del famoso ataque de nervios. Le costaba trabajo respirar, hablaba a gritos a imitación de su amado señor, el cinéfilo, e incluso las palabras se le amontonaban en la boca. De haberse tratado de otra persona, tal vez me habría empezado a preocupar, pero era ella, ya la conocía. De hecho, la conocíamos todos. Y efectivamente, mi intuición no me engañó.

Su enorme preocupación consistía en que el colegio al que iba su criaturita, había cambiado el modelo del autocar de la ruta que le devolvía a casa y como consecuencia, el bus no podía pasar por debajo de no sé qué puente; lo cual, obligaba a que la dominicana de turno, que iba a esperarle a la parada para llevarle a casa, tenía que andar un poco más y recogerle un poco más lejos, y por lo tanto, iba a tardar más tiempo y le iba a tener que pagar una hora más. Que qué me parecía a mí, me preguntó.

Y entonces yo, respirando hondo e intentando resultar lo menos cáustico posible, le dí diversas alternativas.

La primera era algo drástica: volar el puente, pero tal vez, las autoridades no supieran entender la desazón de una madre. La segunda era cambiar al niño de colegio, a ver si en el nuevo, tenían autobuses más pequeños. Y la tercera, la tercera podría ser vender el chalet que se acababan de comprar por un pastón indecente, justo enfrente de las vías del tren y mudarse cerca del colegio de la criaturita para que pudiera ir andando sin tener que tomar autobuses que no pasan por sitios estrechos, como el cabezón del chiste.

Nadie es perfecto y todos tenemos nuestras manías. Las de unos pueden ser más llevaderas que las de otros, pero el que esté libre de pecado, ya sabe. En eso se basa la amistad, en el respeto tal y como eres.

Un día de hace 25 años, acudí a casa de aquellos a los que, hasta entonces, había considerado amigos, aunque sólo fuera por la cantidad de comidas, cenas, excursiones y cumpleaños que habíamos celebrado juntos. El último día que les vi, contraviniendo todas las normas de buena conducta y de respeto en las que se basa la amistad, me impusieron condiciones para entrar en su casa. Hasta entonces, había pasado por alto el feo gesto que tuvo cuando le encargué una librería para casa y de buenas a primeras, sin mediar palabra, ni aviso, ni nada de nada, al cabo de unos 6 u 8 meses desde que hablamos del asunto, se presenta en casa con la librería, con los obreros y con la factura. No me pareció un gesto adecuado para con un amigo y menos, transcurrido tanto tiempo y sin que durante ese lapso, hubiera hecho el más mínimo comentario ni alusión al asunto. Pero lo que ya me superó, fue esa especie de condición para que entrara en su casa. Hombre, si me hubiera acostado con su mujer, hubiera sido lo normal, pero no era el caso. Es más, afectaba en exclusiva a mi vida privada. Simple y llanamente.

La librería se la pagué en su día. Al contado. Después de la última visita, nunca volví a saber nada del cinéfilo ni la histérica de su mujer.



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