Hasta donde alcanza mi memoria,
jamás he tenido esa especie de obligación de tener que pasarlo especialmente
bien en esa noche última de cada año. Parece como si hubiera un interés
especial en hacer que por ser justamente la última, tuviéramos que compensar
todas las desdichas que hubiéramos tenido durante el resto tiempo.
De todas las Nocheviejas de mi
vida, recuerdo tres con especial detalle.
La primera fue en mi adolescencia, en
un pueblo de la sierra de Madrid, no muy lejos de El Escorial. Los de la pandilla,
nos pusimos de acuerdo y decidimos que después de cenar en casa con la familia,
nos reuniríamos en el garaje de una amiga y allí pasaríamos toda la noche. Como
era de esperar, hacía un frío considerable, tratándose del mes de diciembre, de
la sierra y de un garaje, pero el problema quedó solventado con una estufa de
leña, que por lo menos, caldeaba el ambiente. Todo fue genial hasta las 3 de la
mañana. A esa hora, servidor, decidió acurrucarse al lado de la estufa, se puso
lo más cómodo que permitían las circunstancias y me decidí a esperar al Año
Nuevo, descansadito y en condiciones. Los demás, alucinaron y como que no
entendían que para una noche “loca” que teníamos la dedicara a dormir. Pero yo,
acostumbrado desde hacía mucho a tomar mis propias decisiones y afrontar la
responsabilidad de ser el impar, seguí durmiendo hasta la mañana siguiente en
la que me fueron a buscar.
La siguiente Nochevieja de la
que guardo un especial recuerdo, fue mucho tiempo después. Y lo de especial
recuerdo viene porque la fiesta era en casa de unos amigos, en Torrelodones.
Bueno por eso y porque el trayecto Madrid-Torrelodones, me costó 3 horas,
debido al atasco gigantesco que había en la A-6. Un dato fundamental este, que
ayudó, aún más si cabe, a abominar de la obligación de salir de casa y de tener
que pasarlo excepcionalmente bien, porque sí, porque es Nochevieja.
La última, fue algo parecido,
sólo que en esa ocasión, el atasco fue en la Plaza Elíptica, que de pronto se
convirtió en una trampa mortal para osos y de allí, ni entraba ni salía nadie,
por el monumental atasco de coches que se había organizado.
Todas esas experiencias, venían
a confirmarme que, efectivamente, donde hay que pasar la Nochevieja, es en
casa, calentito, con una cena ligera, bebiendo lo justo – champán francés, por
supuesto; nada de cava - y yéndose a dormir a una hora prudente. No es un tema
de la edad. Ya lo pensaba cuando era adolescente.
Tal vez alguno, pueda pensarse
que semejante actitud, pudiera deberse a alguna
experiencia traumática previa, vivida en mi infancia. Todo lo contrario.
Recuerdo que por Navidades, nos reuníamos en casa de mi tío – hermano mayor de
mi padre- que vivía en el mismo rellano, en la puerta de enfrente y allí, mi
primo, montaba la de San Quintín. Nos reuníamos todos los Usín, es decir, mi
padre, sus dos hermanos – el mayor y el pequeño – y el resto de “estorbajos”,
uséase, esposas e hijos, primos, sobrinos y demás. Había otro hermano vivo,
otro Usín, pero había emigrado a Argentina.
Como el salón de mi tío no tenía
las dimensiones del de la Duquesa de Alba, eso era un guirigay que hacía que lo
del camarote de los Hermanos Marx fuera una nimiedad en comparación con todo
aquello. Recuerdo un año, que mi primo, se llevó hasta un grupo musical - amigos
suyos - con batería, guitarras, micrófonos y toda la parafernalia. Todavía no
entiendo cómo los vecinos no llamaban a la policía. Eso era peor que los de La
Gran Familia!
A lo mejor es por esa algarabía
por lo que no soporto las muchedumbres, ni los griteríos. Vaya usted a saber.
El caso es que, años más tarde, cuando ya me había independizado, seguí con mi
tradicional sistema de vivir la Nochevieja como una noche, tan solo, algo más
especial, pero sin la más mínima pretensión de que quedara en mi recuerdo para
siempre jamás.
De hecho, lo que más me gusta de
la Nochevieja, es el Concierto de Año Nuevo desde Viena, que es al día
siguiente. Lo de los saltos de esquí, paso, pero el Concierto, no me lo pierdo.
Y siempre me pregunté qué hacían los músicos esa noche: ¿habrán bebido esta
noche? ¿Habrán dormido? o como austríacos que son y por tanto cuadriculados,
¿se han ido a dormir a las 9 de la noche?
Y todo esto viene a colación
porque mañana, que cenamos con unos amigos en casa, hemos invitado a otra amiga,
a la que han dejado tirada como una colilla. Y la invitada, no hace más que
insistir en que “somos muy rancios porque no ponemos música ni bailamos”, como
si ella, que está a punto de ser desahuciada de su casa, tuviera motivos como
para ponerse a cantar y a bailar.
En primer lugar, ya me parece un
gesto feo que vayas tocando las narices y llamando rancios y aburridos a los
mismos que te invitan a su casa, sobre todo, cuando la anfitriona, te acaba de
hacer el enésimo favor de regalarte un postre, hecho por ella misma y que tú
vas a vender. Ni que decir tiene, que la autora del postre, no se lo va a
cobrar.
Es esa falta de coherencia entre
la vida que llevas el día 30 de diciembre con la que pretendes llevar el 31, la
que no entiendo.
Pero hombre, si cada vez que la preguntas “¿qué tal, cómo
estás?”, te empieza a contar sus penurias y te dan ganas de decirla
“criaturita, que era una pregunta retórica”. Pues hombre, lo de hacer una pequeña excepción
en Nochevieja me parece, incluso recomendable, pero con moderación. A ver si
ahora va a resultar que como es Nochevieja, hay que desmelenarse, como si fuera
la comida de Navidad de la empresa. Que esa es otra: las comidas de empresa y
los desmelenes de quienes no saben comportarse en según qué casos y
condiciones.
Pero ese, es otro tema.