(basado en un hecho real)
Jamás
hubiera imaginado Ana que ese día iba a significar tanto en su vida. Era
imposible adivinar lo que más tarde sucedería. Aunque lo cierto, es que no fue
hasta unos días después cuando pudo encajar las piezas de un puzzle trágico,
misterioso y con final feliz.
Caminaba
por la calle con destino a su trabajo como Relaciones Públicas de un hotel de 5
estrellas en Madrid. La primavera, había hecho un regalo ese día a la ciudad y
lo había convertido en uno de esos, en los que es tan agradable pasear por la
mañana temprano en Madrid, que incluso, no importaba que lo hicieras camino del
trabajo.
Llegó
puntual, como siempre y se dirigió hacia el pequeño despacho que tenía
destinado en la planta inmediatamente inferior a la principal del hotel. Más
que un despacho, la categoría más adecuada sería la de habitáculo, porque
grande, lo que se dice grande, no era mucho. Sobre su mesa de trabajo,
perfectamente ordenada, sobresalía una foto con su única hermana y sus padres.
No hacía mucho que se había divorciado y no había tenido hijos, así es que, no
había ese tipo de fotos. En una estantería del mueble que tenía detrás de su
silla, había otra foto en la que estaba ella sola, con la Gran Pirámide de
Egipto al fondo. Era una viajera impenitente, ávida siempre de conocer otras
culturas, otras gentes, otros paisajes, otras costumbres; sin duda alguna,
fruto de los muchos lugares y países en los que había vivido en su infancia y
juventud, como consecuencia del trabajo de su padre. De eso y de una mentalidad
abierta, aceptando siempre al otro, con sus diferencias y precisamente por
ellas mismas. Tal vez fuera por el origen holandés de su familia y por ese mito
de que todo holandés, es un emigrante; tal vez por la educación que recibió basada
en el protestantismo aunque sin ser una practicante activa; o tal vez por una
mezcla de todo eso. Ana, disfrutaba con su trabajo de conocer a personas muy
distintas, de diferentes países. Hablaba con soltura varios idiomas: español
por supuesto, inglés, francés, alemán, italiano... aunque en su familia, entre
ellos, hablaban en holandés.
Al
entrar en el despachito, coincidió con su ayudante, Marga. Ana, que siempre
solía huir de las posturas pretenciosas, del falso protocolo y en general de lo
estúpidamente ampuloso, la consideraba su ayudante y no una secretaria.
- Hola Ana, ¿cómo estás?
- Estupendamente. ¿Hoy hace un día
precioso, verdad? - sugirió con el entusiasmo que la caracterizaba y su
sempiterna sonrisa que siempre la acompañaba.
- Aquí nos han pasado los de Recepción, la
lista de VIPS que hoy hacen check out, señaló Marga.
La
repasaron juntas y Ana empezó a tomar notas en su agenda, las horas
correspondientes y las acciones que tenía que desarrollar a la hora de
despedirse de sus clientes VIPS. Hoy iba a ser un día tranquilo, pensó. Sólo
había un par de clientes que abandonaban el hotel; uno a mediodía, Mr. Simon
Goldman y el otro, a media tarde. El primero, era un escultor americano de
cierto prestigio, aunque Ana a pesar de ser una enamorada del Arte con
mayúsculas, no le tenía localizado. El otro era un francés, diseñador de moda,
que había venido a Madrid invitado por una casa con el fin de intentar llegar a
acuerdos comerciales. Estos datos, para el trabajo de Ana, también era
importante el conocerlos.
- Muy bien, Marga. Ya tenemos controladas
las salidas; ahora veremos las entradas, añadió Ana.
El
trabajo abarcaba una amplia gama de actividades que lo hacía estresante y al
mismo tiempo muy atractivo. De una u otra manera Ana estaba en contacto con
diversas áreas del hotel: desde el departamento de ventas hasta animación y
publicidad pasando por reservas y marketing, pero ella era una persona muy
capaz y muy seria con todo lo que hacía y realmente disfrutaba con aquel
trabajo.
A
la hora convenida, recibió una llamada de Recepción. Mr. Simon Goldman, estaba
abonando su factura. Ana colgó el teléfono y subió los escasos tramos de
escalera que la separaban de la entrada para encontrarse con su cliente VIP.
Llevaba un vestido primaveral de color verde manzana, justo un poco por encima
de la rodilla. Lo acompañaba con un cinturón amplio de color blanco y unos
zapatos a juego, casi sin tacón. Sus 170 centímetros, junto con su
pelo rubio natural y ojos azules, - o sea, típica holandesa - hacían el resto. Su estilo
era profesional pero era absolutamente imposible no caer rendido ante su
simpatía, su sonrisa y su belleza nórdica.
- Mr. Goldman? Es un placer haberle tenido
entre nosotros - le dijo dirigiéndose a
él en un perfecto inglés, mientras estrechaba su mano y le hacía entrega de su
tarjeta de visita -. Esperemos que haya tenido una feliz estancia y que si
vuelve por Madrid, permita que le atendamos nuevamente.
El
hombre se vio gratamente sorprendido por la belleza de Ana, lógico, pero hubo
algo más que le llegó a turbar. Ana observó cómo se quedó mirando su tarjeta
de visita durante unos segundos que parecieron una eternidad, al tiempo que en
el semblante de Mr. Goldman, se dibujaba una sombra; una sombra larga y
tenebrosa que parecía venir del pasado.
- ¿Se encuentra bien? – intentó averiguar
Ana cuando empezó a preocuparse por la tardanza en responder de su VIP.
- Oh, sí, sí. Disculpe. Es que al ver su
tarjeta me han venido a la memoria recuerdos de hace mucho tiempo. Lo siento.
¿Me permite una pregunta de tipo personal?
- Claro, Mr. Goldman, respondió ella con
esa fórmula tan “profesional” que le quitaría a cualquiera las ganas de
intentar nada improcedente.
- Hace muchos años conocí a una persona
que tenía su mismo apellido. Su nombre era Janssen, Fritz Janssen. ¿Le conoce por
casualidad?
Ana,
se quedó algo sorprendida por la pregunta pero aún más cuando comprobó que
jamás había oído hablar de este señor tan amable.
-
Sí, claro. Es mi padre, respondió ella.
El
hombre volvió a mirar la tarjeta de visita que le había entregado Ana. Esta
vez, esbozó una leve sonrisa, muy leve, pero apreciable en sus labios, al
tiempo que en sus ojos aparecían unas tímidas lágrimas a punto de brotar.
- Por favor, dígale a su padre que “muchas
gracias y que todo salió bien”. No he tenido la oportunidad de agradecérselo en
persona, pero el destino me ha regalado esta oportunidad.
Las
palabras de Mr. Goldman, sonaron intencionadamente crípticas.
- Disculpe, señor, pero no entiendo.
¿Puedo preguntarle a qué se refiere?, dijo Ana.
- Me encantaría poder contarle la
historia, de verdad, señorita, pero ahora mismo tengo que salir hacia el
aeropuerto y no tengo tiempo. Por favor, discúlpeme, pero no podía imaginar que
usted fuera hija de Fritz Janssen. Pídale a él que le cuente la historia. ¿Nunca
le habló de mí?
- No, nunca había oído su nombre en casa.
Pero no se preocupe, que el próximo fin de semana, le pediré a mi padre que me
cuente esa historia tan interesante que al parecer me he perdido.
- Es una historia curiosa, muy curiosa. Ya
lo verá. Había sido ya un placer conocerla, señorita Janssen, pero ahora, es un
auténtico privilegio. Me ha alegrado mucho haber hablado con usted.
- Es usted muy amable, Mr. Goldman. Le
daré recuerdos de su parte a mi padre y le pediré que me cuente lo que sucedió.
Buen viaje y hasta siempre.
Ana,
siempre había mantenido unos lazos muy estrechos con sus padres. Entre otras
muchas virtudes, podía decirse que era una hija ejemplar, pero desde su
reciente divorcio, las visitas los fines de semana se habían multiplicado hasta
hacerse costumbre. De este modo, evitaba tener que pasar demasiado tiempo, sola
en la casa y de paso, frecuentaba su compañía y recibía el cariño del que tanto
carecía. Además, ese fin de semana no podía perdérselo porque le tenía que
pedir a su padre que le contara la historia de Mr. Goldman, que tanto la había
impactado unos días atrás.
Los
fines de semana, los Janssen, solían trasladarse a una casita que se habían
construido a orillas del embalse de El Burguillo, en la localidad abulense de
Cebreros. Era un chalet en dos plantas que no era ni lujoso ni estoico. En
definitiva, era cómodo vivir allí. Constituía un sitio perfecto para el relax,
el descanso. Rodeado de pinos y árboles centenarios, al frente de la casa había
una planicie de césped y al fondo, por entre las ramas de los árboles, se veía
claramente una parte del embalse, con algunas embarcaciones de recreo y algunos
bañistas que en las épocas estivales disfrutaban del entorno. La amplia
parcela, estaba llena de flores de todos los colores y olores y daba un
colorido y una atmósfera especial a la casa. Del jardín, se encargaba con mano
de santo a juzgar por los resultados, la madre de Ana. Fritz, su padre, solía
pasar el tiempo construyendo barcas de recreo, con las que más tarde, solía
salir al embalse a navegar. Ya había construido una y ésta, era la segunda. Lo
hacía en la planta de abajo, en el garaje, que daba también a un lateral de la
casa y al jardín.
Ana,
aparte de ayudar a su madre en las tareas del jardín, pasaba la mayor parte del
tiempo descansando en una tumbona, entre las sombras de los árboles,
disfrutando de ver a las ardillas corretear entre ellos y con un libro entre
las manos, que leía con interés entre cabezada y cabezada.
Aunque
estuvieran en una casita de campo, eso no era razón para que a la hora de
comer, la mesa no estuviera montada con auténtico primor. Los Janssen, disfrutaban
de una posición acomodada, pero en el pasado habían vivido como auténticos
potentados y por tanto, acostumbrados a ciertos hábitos y protocolos, los
relacionados con la mesa, habían pervivido. Tanto la vajilla, como los
cubiertos, las servilletas y todo lo demás, no desmerecían en absoluto de la
mejor de las casas de Madrid.
- Papuchi -comenzó Ana justo antes de
sentarse todos a la mesa- el otro día en el hotel, conocí a un señor que me
dijo que te conocía. Incluso me dio un mensaje para ti, un poco raro. Me dijo
que “muchas gracias por todo y que todo salió bien”, o algo así y que me
contaras la historia. Me dejó un poco alucinada, la verdad.
- ¿Cómo se llama ese señor?- preguntó su
padre
- Goldman, Simon Goldman, respondió ella.
Y
entonces, Ana, se quedó aún más sorprendida cuando reconoció en el rostro de
su padre el mismo gesto que unos días atrás, había visto a Mr. Goldman cuando
leía su tarjeta de visita. Estaban de pie, junto a la chimenea del salón, que
en invierno servía para agruparles a todos al refugio de su calor y hacer que
las veladas fueran más agradables, aunque lógicamente, ahora en verano, no la
usaban. Entonces, Fritz, se volvió hacia la repisa y cogió una figurita. La figurita en cuestión, representaba a una bailarina realizando un movimiento aéreo y delicado. Se la enseñó a Ana.
- ¿Ves esta figurita, hija?
- Claro, papá. Lleva aquí toda la vida.
Desde que era pequeñita la llevo viendo. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver con Mr.
Goldman?
- Es una historia que no suelo contar. No
es agradable recordar ciertos momentos de nuestras vidas, pero voy a hacer una
excepción.
Hace
muchos años- comenzó a contar Fritz- en los tiempos de la Guerra contra los
nazis, algunas personas en Holanda y también en otros países, intentaban ayudar
a los judíos en función de sus posibilidades.
Ana se quedó de piedra cuando su padre comenzó la historia que empezaba en la
Segunda Guerra Mundial. Y le dejó continuar, sin interrumpirle.
Aquello
era una persecución implacable e injusta a unas personas que en realidad, no
habían hecho nada para merecerlo. Así es que yo también hice lo que pude.
Ana,
alucinaba. ¡Su padre se había jugado la vida por unos judíos, por un ideal y
ella ni siquiera tenía noticia de ello! Pero guardó silencio. La historia lo
merecía.
Un
día, llegaron un grupo de personas para que les ayudara a abandonar Holanda por
una vía segura. Su destino, como el de tantos otros, era ir a América.
Entonces, se acercó un hombre no muy alto, delgado, más bien algo enclenque y
sin duda minado física y psicológicamente por la extrema necesidad y peligro
por los que estaba pasando él y su esposa. Se acercó y me dijo:
- No tengo nada. No me queda nada. Los
alemanes nos han quitado todo. Sólo me queda la ropa que llevo puesta. No puedo
pagarle por su ayuda.
- Señor, yo no hago esto por dinero. Lo
hago porque “necesito”
hacerlo, para poder seguir mirándome en el espejo todos los días de mi vida y
no escupirme, respondió Fritz al sujeto.
Entonces,
el hombrecillo, continuó el padre de Ana, sacó del bolsillo de su destrozado
abrigo una figurita y me dijo.
-
Soy artista. Soy escultor. No tengo nada
más que esta figurita. Es pequeña y no tiene ningún valor, pero desde este
momento es suya. Es el pago por su ayuda. Le ruego, por favor, que lo acepte.
-
Le doy mi palabra de honor de que jamás
me desprenderé de ella, le respondí.
Y
esta, es la figurita, hija, - dijo Fritz depositando entre las manos de su
sorprendida hija, la figurita en cuestión. Ella, mientras tanto, no supo qué
decir. Tenía los ojos llenos de lágrimas. Lágrimas de emoción, de rabia por lo
que tuvieron que pasar aquellas personas, pero sobre todo, lágrimas de
admiración. Admiración por tener la suerte de tener un padre como él.