Antonio Vargas Heredia, se acercó a la
oficina de la Seguridad Social de su localidad.
Había escuchado rumores por aquí y por allá,
de que la gente se podía jubilar antes de los 65 años. Estaba jarto de ir a la
recogida de la aceituna a Jaén, y a por las fresas a Huelva. Alguna vez, había
ido a la vendimia al norte, a La Rioja, aunque él se extrañó mucho de que
hablaran español en vez de francés, hasta que se enteró de que no estaba en
Francia. Quería que le informaran a ver qué era eso de jubilarse antes y dónde
se pedían los papeles. A luego, ya se los rellenaría su sobrino, Manuel, que había
ido a la escuela y hasta tenía un negocio de venta de móviles.
Fue su sobrino, Manuel, el que le acompañó a
la oficina. Bueno, fue Manuel, el primo pequeño de Manuel, la mujer de Antonio
y una hermana de ella que, mientras vendía lotería por la calle, se encontró
con el clan y se unió a la fiesta. Manuel, no se fiaba mucho de que su tío fuera
capaz de saber expresarse y mucho menos, si como, imaginaba, tenía que
enfrentarse con algún parato endiablado de esos que tienes que apretar y no hay
dios que se entere. Y efectivamente, había un parato de esos.
A Antonio y todo el clan de los Vargas
Heredia, les recibió una televisión de 40 pulgadas en la que no echaban pogramas,
si no que te pedía el DNI. Pero por mucho que el pobre Antonio mostraba el DNI
a la televisión, ésta ni decía, ni hablaba ni pasaba ná de ná.
-
Que no tito, que no. Que hay que teclear el número del DNI en la
pantalla. Que no vale con enseñarlo, - le dijo Manuel. Deme el DNI, ande.
Y Antonio, le entregó un DNI, - caducado, por
supuesto - de la época en la que Genghis Khan se subió por primera vez al
caballo. Aún así, Manuel, el listo de la familia que se había agenciado un Seat
Ibiza, último modelo y se había gastado una millonada en tunearlo, con colores
chillones, alerones traseros, llantas de aleación, tubos de escape del tamaño
de una sandía, lunas tintadas y unos altavoces, que podían derribar las
murallas de Jericó con su potencia, Manuel, digo, se acercó a la pantalla,
tecleó los números que a duras penas podía vislumbrar y después de varios
intentos y de preguntarse “¿y este número cualo será?”, al final acertó. Más
por empeño que por otra cosa, al final, la televisión endiablada, escupió un papelito
con un número muy raro: ESA0085. Y se sentaron frente a otra televisión todavía
más grande, en donde aparecían números parecidos al que habían sacado y luego
MESA 2, MESA 7 y así.
-
Ahora tenemos que esperar a que salga en la pantalla este número y
vamos a la mesa que nos digan, - informó a todo el clan. Pero no vamos a poder
sentarnos tós- adelantó Manuel, viendo que frente a las mesas donde se atendía
al público, sólo había un par de sillas.
Al cabo de unos 10 minutos, una chicharra
anunció por la pantalla su número, y Manuel cogió del brazo a su tito Antonio y
se fueron los dos a la MESA 9.
La cara del funcionario era todo un poema.
Estaba más expectante por lo que podría pasar a partir de ese momento que lo
que podía estar el capitán del Titanic cuando chocó con el iceberg.
-
Díganme, en qué puedo ayudarles?
-
Pues verá usted, mi tío quiere saber si se puede jubilar antes de
cumplir los 65 años.
El funcionario, amablemente, les fue
explicando muy despacio, para que lo entendieran, las condiciones y requisitos que debía cumplir
para ello.
-
O sea, que entonces, ¿sí? ¿no? ¿Sí me puedo jubilar?, preguntó
Antonio, ansioso por resumir en una simple respuesta la media hora de
explicaciones que se había gastado el funcionario.
-
Sí, Don Antonio, sí puede.
-
Pues hala!, entonces vámonos y ya vendré otro día con los papeles.
Y Antonio Vargas Heredia y el resto del clan
que le acompañaba, se marcharon de allí mu contentos y casi preparando mentalmente
la fiesta que tenían pensado dar alrededor de la hoguera en su campamento,
cuando el tito Antonio se jubilara.
Al cabo de unas pocas semanas, Antonio volvió
con su sobrino y con todos los papeles que le habían dado, convenientemente
rellenados. Quiso la casualidad, que en el turno que les había tocado, les
atendiera la misma persona que la vez anterior.
-
Güenos días. Aquí le traigo los papeles que me dijo, - le espetó al
funcionario inundando la mesa con un
manojo de papeles arrugados que se parecían a los folletos que había que
rellenar.
El funcionario, casi se pone a buscar unos
guantes desechables, antes de atreverse a tocarlos. Finalmente, empezó a
teclear datos en la pantalla de su ordenador y fue entonces cuando surgió el
problema.
-
Don Antonio, usted cuando vino la otra vez, estaba sin trabajo,
¿verdad?
-
Zí, zeñó.
-
Pero es que ahora me aparece en pantalla que usted ha estado
trabajando hace poco.
-
Pos claro que zí. He tenío que ir a la recogía de la aceituna a Jaén.
La cara del funcionario, de pronto, se mudó
pálida.
-
Verá usted, D. Antonio. Es que cuando usted vino la otra vez, yo le
expliqué que podía jubilarse porque EN ESE MOMENTO, usted cumplía con los
requisitos necesarios Y ADEMAS, dadas sus circunstancias, SE APLICABA UNA LEY
QUE EN ESE MOMENTO LE AFECTABA.
-
Poz zi no ha cambiao ná, - protestó Antonio.
-
Sí, sí ha cambiado, D. Antonio. Lo que ha cambiado es que usted, en
este período de tiempo, ha estado trabajando y por tanto, las condiciones que
vimos en su día ya no son aplicables ahora.
-
O sea, ¿que por currar, ahora me dan por saco?
El funcionario, se quedó
pensando un momento, no ya la respuesta, que la sabía de sobra, sino en la
contradicción que encerraba la cuestión.
-
Pues sí, D. Antonio. Dicho en pocas palabras, así es. Si usted se
hubiera mantenido como desempleado y hubiera solicitado en ese momento la
jubilación, se le habría aplicado una ley. Pero al haber aceptado ese trabajo,
ya no se le puede aplicar esa ley y se le aplica otra que podríamos considerar
más restrictiva. Peor, vamos – apuntilló el funcionario en vista de la cara que
habían puesto Antonio y su sobrino con el calificativo. Ahora, YA NO PUEDE
JUBILARSE ANTICIPADAMENTE. Tiene que jubilarse a los 65 años a la fuerza.
-
O sea, ¿Qué me están jodiendo por querer currar? – preguntó indignado
Antonio. Ahora resulta que es mejor quedarse en casa y vivir de la mierda que
me dan del paro, en vez de ser un hombre honrao y querer trabajar?
-
Pues qué quiere que le diga, Don Antonio. Las cosas son así - respondió
el funcionario entre avergonzado y comprensivo.
-
Entonces, me habría valido más la pena trabajar en negro, no? Porque
ahora me están jodiendo. Al gobierno, entonces, ¿le interesa más que yo no
trabaje o que trabaje en negro antes que yo me busque la vida?
El funcionario asistía en silencio a las
reflexiones en voz alta del ciudadano Antonio y comprendía su enfado, al tiempo
que se daba cuenta de que Antonio Vargas Heredia, podría ser muchas cosas, pero
no era tonto ni un aprovechado. Era un honrado ciudadano que por querer
trabajar había sido castigado.
Pero así es España: diferente.