Hace uno días, en otra red social, alguien
planteaba una pregunta curiosa: ¿qué es lo que más odias de ir a comprar al
súper?
Debe ser un trauma infantil. Es por eso por
lo que odio ir de compras. A cualquier sitio. De cualquier clase. Me da igual, IKEA,
LEROY MERLIN o Carrefour.
Digo que debió ser de pequeñito, cuando mi
madre quedaba con sus hermanas “para ir de compras” y me arrastraba con ellas. Con
solo escuchar la frase, se me alteraba el pulso y me cambiaba mi todavía incipiente
carácter. Eso significaba pasarse toda una tarde deambulando sin rumbo fijo, sin
objetivo alguno, ser testigo mudo de un cotorreo infinito e incomprensible y
terminar destrozado de cansancio y aburrido como una mona. Era como convertirse
en invisible, pero menos divertido. Y algo de aquel trauma pervive aún. Por eso
se llama trauma.
Como cada semana, lo del Mercadona es un mal
necesario. Una penitencia por la que gustoso pagaría para librarme de ella.
El suplicio puede comenzar incluso en el
parking del súper mismo. Aunque es lo suficientemente espacioso, hay gente que
parece que tiene querencia a ciertas plazas determinadas como si fueran de su
propiedad, y aunque haya otras disponibles, se empeñan en dejar el coche en esa
en concreto. Así, nada más recoger el ticket del parking, te ves parado en un
atasco, a la espera de que algún torpe con un macro todoterreno, consiga hacer
girar el volante lo suficiente, para que su mastodóntico coche salga de la
plaza en la que incomprensiblemente lo había aparcado antes. Mientras tanto, el
micro-coche que tienes delante, - que se
asemeja a lo que conduce Fernando alonso y que te preguntas ¿cabrá alguna bolsa
en eso que supuestamente es el maletero? - aprovecha el espacio de dos plazas
de parking para abandonar - que no aparcar - el suyo. De esta forma tan
peculiar, el propietario se asegura que nadie, ni por la izquierda ni por la
derecha, arañe su preciosa joya.
Una vez que sales del ascensor que te deja en
la tienda, lo primero que debes hacer es sortear a las dos marujas que han
decidido pararse a contarse las novedades de los últimos 30 minutos que llevan
sin verse.
Es fácilmente verificable cuál de las dos
marujas, es la que se marcha y cuál es la que entra. La que se marcha, lleva el
carro lleno como si hiciera acopio de alimentos por una inminente guerra nuclear
y se lo llevara al búnker para los próximos 6 años. Habiéndose encontrado a las
puertas de los ascensores, han decidido que los dos carros y ellas mismas, no
constituyen un obstáculo o impedimento para la normal circulación de los demás
seres humanos que pululan a su alrededor, que sin duda alguna, perecerán de
inanición después de esa guerra atómica, dado el escaso volumen de compra que
llevan en sus carros.
Disimulando como un corrupto, embistes a uno
de los carros con la idea de hacer llegar a la única neurona que comparten
entre las dos, que realmente estorban. Un simple y cínico “uy! lo siento” es
suficiente.
Una vez dentro y metido ya en harina, debes
empezar a sortear a los extranjeros que parecen que están perdidos y andan como
de paseo. Son fácilmente identificables, bien por sus vestimentas - algunas mujeres
árabes llevan el hiyab; los
guiris, en general, se ponen sandalias y pantalón corto, en cuanto ven
luz y un tibio Sol, al margen de que tú vayas con cazadora- o
bien, cuando abren la boca y descubres lenguas que ni siquiera alcanzas a
adivinar de dónde pueden ser. A no ser que se les escape un “da”, en cuyo caso,
hay muchas posibilidades de que sea ruso.
Esto de las lenguas, se convierte en un juego
muy divertido que por un momento te distrae de tu infame tarea. Se trata de intentar
averiguar qué idioma habla ese armario, con chanclas, pantalón corto, camiseta
de manga corta o de tirantes, cabeza rapada, tatuajes hasta en el cielo de la
boca, acompañado de un “pibón” a su lado que no encaja con el mencionado
armario. O bien, te sorprendes cuando ves a dos mujeres, vestidas normalmente y
descubres cuando hablan, que son árabes.
Entre que no conocen el idioma y no saben
dónde están los productos, los pobres andan algo despistados y es comprensible.
Lo que ya cuesta más de entender, es a aquellos lugareños que, mientras pululan
por el súper buscando sus productos, abandonan a su merced el carro - como
barco navegando al pairo- dejándolo en mitad de ninguna parte, como si ellos
fueran los únicos que están comprando. Otra embestida al carrito y lo aparcas
donde menos estorba.
Pero todavía queda lo peor.
Una vez que ya has comprado todo lo que
necesitas, la siguiente tarea es adivinar qué caja va a ser la más rápida. Es
un axioma verificable por la experiencia, que toda caja escogida científicamente,
con mimo y cautela, se convierte en la caja lenta en el momento en el que tú te
colocas en la fila. Es exactamente el mismo axioma de los atascos de tráfico,
según el cual, si decides cambiar de carril al que supuestamente es más rápido
que el tuyo, en ese instante, el carril se convierte en lento.
Una vez que ya estás colocado en la fila, a
la espera de que te llegue el turno y aparte de que parece que constatas que
las otras cajas van más deprisa que la tuya, pueden acaecer diferentes
alternativas, que a modo de conjura cósmica, parece que sólo tienen un objetivo
común: encabronarte la existencia.
Opción A)
El cliente al que atiende la cajera a toda
prisa, se empeña en introducir los productos en las bolsas por estricto orden
alfabético, ralentizando de modo exasperante el ritmo del proceso. El hecho de
que la cajera intente ayudar a meter las cosas en las bolsas, sólo sirve apara
agravar la psicosis del sujeto.
Opción B)
Uno o varios productos de los que muestra el
cliente, no tienen etiqueta de barras o no han sido convenientemente pesados en
la báscula. Esto hace que la cajera tenga que llamar por la megafonía interna a
algún responsable, que a la voz de ¡ya! Debe proporcionar la información.
Opción C)
La cliente - suelen ser féminas generalmente
- una vez que ya ha conseguido introducir los productos en las bolsas y éstas
en el carrito, comienza a buscar en el baúl que lleva por bolso, su cartera con
el dinero y las tarjetas. Como si del bolso de Mary Popins se tratara, comienzan
a salir toda clase de artilugios, productos y más papeles que en un Ministerio,
hasta que finalmente, descubre entre la montaña de arrugados tickets de compra,
el vale que le habían dado por valor de 5 euros, en la compra anterior, no sin antes
descubrir que, lamentablemente, el plazo de canje de dicho vale, había
caducado.
En cualquiera de estas opciones, es cuando
recuerdas con acritud a las augustas progenitoras de los susodichos, porque eres
plenamente consciente de que los productos congelados que llevas - incluida la
bolsa de hielo para los cubatas - se están derritiendo.
Finalmente y después de haber comprobado que
todos aquellos que se habían posicionado en otras cajas al mismo tiempo que tú,
hace ya rato que han salido de aquel infierno, te toca el turno.
Ya sólo te queda colocar las bolsas en el
maletero y llegar a casa.
Alguna vez ha sucedido que cuando vacías el
maletero en el garaje y llevas las bolsas hasta el ascensor, camino del ático, descubres
que por desgracia, el ascensor no funciona. Es entonces cuando tu paciencia - de
natural, escasa - salta por los aires y comienzas a jurar en arameo, al tiempo
que tu mujer te sugiere que es posible que cuando dijiste aquello de “¿quién
será el gilipollas que se ha vuelto a cargar el ascensor?” el individuo en
cuestión te haya podido escuchar.
Con resignación cristiana y la mala leche por
las nubes, no te queda otra alternativa que coger las bolsas, que ese día
parece que pesan más que nunca, y subirte los 4 pisos a pata, por la escalera.
Cuando finalmente llegas a la puerta de tu casa, al borde del infarto, con el corazón a punto de
salirse por la boca, introduces las bolsas en casa y las depositas con el mayor
mimo en la cocina.
Ya sólo queda vaciarlas y colocar las cosas.
Otro día más en el apasionante mundo de
Mercadona ha terminado. Hasta la semana siguiente.