El primer día de curso tras las
vacaciones estivales, era, con diferencia, el peor de todo el año. Era un día
para estar sumido en los más dispares pensamientos, todos ellos relacionados
con el período de gozo y relax que ya había terminado. En las clases estaban sentados
los cuerpos, pero las mentes estaban en otro sitio. Era un día para sufrir lo
que años después, alguien tuvo el honor de ponerle nombre: depresión pos vacacional.
Lo normal en ese día, (que, menos
mal, era de media jornada), consistía en conocer a los profesores y las
asignaturas que nos iban a dar, el horario de las clases, las fechas
aproximadas de los distintos exámenes, tal vez alguna misa para ir entrando en
calor, etc. Eso, por lo que respecta a la parte didáctica. Por la parte
imaginativa del conjunto, o sea, la de los alumnos, básicamente era el día
perfecto para bautizar a cada uno de los profesores con el mote por el que
pasarían a nuestra breve, pero intensa, vida colegial. Así, por ejemplo, de entre
todos ellos, me voy a permitir destacar a dos, no sólo por lo apropiado de sus
motes sino por lo singular de sus personalidades y su forma de educar.
“El gorila”. Hay momentos en las
mentes de los púberes estudiantes en los que el proceso de encontrar el mote
adecuado, requiere de un esfuerzo y de una imaginación propias de un escritor
de guiones de ciencia ficción de Hollywood. Hasta encontrar el apropiado, se
establecen diferentes congresos entre los colegas, hasta que finalmente, se decide
por consenso y amplia mayoría bautizar al pobre incauto. No fue así en el caso
de “El gorila”. Cinco décimas de segundo después de haber traspasado el umbral
de la puerta, fue inmediatamente catalogado como espécimen y archivado para el
resto de sus días. Su descomunal cabeza, unido a la extraña forma de ésta, con
forma de pepino, hacía imaginar un parentesco mucho más cercano a Copito de
Nieve, que a cualquier ser humano. De mirada torva y entrecejo fruncido, su
lenguaje corporal y su tono de voz, no invitaban a compartir confidencias. La
entrada en la clase, se produjo sin el más elemental “buenos días”, algo que
venía a demostrar, una vez más, que los buenos modales no venían con la sotana.
Tras atravesar el dintel de la
puerta, se fue derecho a su mesa, situada sobre una tarima, donde
dejó unos papeles y carpetas. Se abotonó la bata blanca de científico que
llevaba puesta y se dirigió como un poseso a la pizarra, negra, impoluta y
todavía ansiosa de que alguien la manchara con la tiza. Tomó un trozo de tiza y
se puso a escribir fórmulas ignotas, mientras comenzó a parlotear algo ininteligible,
que supusimos estaba relacionado con las matemáticas, aunque por supuesto,
desconocíamos el concepto. Si hubiera entrado con un revólver y hubiera
disparado cinco tiros al techo, no habría impresionado más a su ya de por sí,
despistado auditorio. Tal fue el desconcierto inicial que algunos se
preguntaban si no se habría confundido de clase. Hasta que finalmente, un
osado, que además era de los “listos” de la clase, le interrumpió y le dijo que
no estaba entendiendo nada y que no sabía de qué estaba hablando. Los demás,
nos quedamos mucho más tranquilos, comprobando que nuestro CI no era el
responsable de no haber entendido nada, porque si los listos tampoco lo habían
entendido, el problema era del “gorila.”
La respuesta del “gorila” fue
tan despótica y displicente como su aspecto y sus modales hacían presagiar. La
impresión que daba era la de un individuo sentenciado judicialmente a ejercer
de profesor, cuando a él lo que le habría gustado, probablemente, era estar
fuera de aquel aula. Algo que, por cierto, compartíamos sin saberlo.
Dice el proverbio que no hay una
segunda oportunidad para una primera impresión. Y la que causó aquel día el “gorila”,
no fue la mejor, sin duda alguna. Aquella relación, no empezó bien y al cabo de
un tiempo, continuó aún peor.
Sus habilidades pedagógicas eran
inexistentes, toda vez que daba la impresión que sus clases estaban dirigidas
solamente a los más capacitados, excluyendo por defecto al resto. Así, en
cierta ocasión y avanzado ya el curso, un servidor tuvo la mala idea de
levantar la mano para formular una cuestión que no entendía. Como ya ha quedado
de manifiesto, “el gorila” no se caracterizaba por sus buenos modales, ni por
su comprensión y delicadeza, por lo cual, al escuchar la pregunta, su respuesta
tuvo la intención de menospreciar al que la formulaba. Craso error el suyo que
pagaría caro en tan solo unos segundos.
- ¡Vaya pregunta! ¿Y por qué
haces esa pregunta? - dijo el gorila como ofendido de que alguien pretendiera
que se rebajara a responder a lo que era evidente que consideraba una bajeza
intelectual.
A lo que un servidor, hartito ya
de tanto desplante por parte del gorila, le respondió:
- Es que si supiera la respuesta,
estaría ahí dando yo la clase.
La historia terminó aún mucho
peor.
Antes mencionaba que iba a
resaltar a dos de entre los muchos motes que me vienen a la memoria. El segundo
del que quiero relatar alguna anécdota es “el bombilla”.
“El bombilla”, era otro cura,
como “el gorila”, aunque en este caso, sus físicos eran radicalmente distintos.
Si uno parecía rendir homenaje a su procedencia selvática, el otro parecía
excesivamente amanerado. Demasiado, como para no sospechar de sus inclinaciones
sexuales.
“El bombilla”, hizo su entrada
triunfal en la clase como si de César se tratara regresando de alguna campaña
victoriosa contra los germanos. Sólo faltaban los pífanos y trompetas
anunciando la llegada del líder y que alguien fuera sembrando sus pasos con
pétalos de rosas recién cortadas.
De baja estatura, prominente
barriga y ni un pelo en la cabeza, su aspecto rechoncho, invitaba más a la
burla que al respeto. Fiel a la costumbre establecida entre los curas, entró en
la clase sin saludar y llevando como único elemento extraño a su sotana, un
pedazo de libro bajo el brazo, cuyo grosor, sólo de verlo, estremecía.
Se dirigió a la mesa ubicada
sobre la tarima, se sentó cómodamente, oteó el horizonte de su clase, abrió el
ladrillo que llevaba bajo el brazo y para pasmo de todos los allí presentes, comenzó
a leer las primeras líneas:
“Cuéntame, Musa, la historia del
hombre de muchos senderos
que anduvo errante muy mucho
después de Troya sagrada asolar;”
de “La Odisea”.
Si ya de por sí escuchar una
lectura, la que sea, es aburrido, a no ser que el lector sea un actor o alguien
entrenado, escuchar “la Odisea” el primer día de clase y con 30 agrados en la
calle, era, cuanto menos, soporífero. Más tarde, al final de esa clase o de
alguna otra, nos enteramos de que “el bombilla” era el responsable de dar la
asignatura de Literatura y que al parecer, el libro de la editorial, se había
retrasado más de lo esperado. Lo normal hubiera sido que en ese primer día de
clase, nos hubieran informado de tales eventualidades y no que, de repente,
fuimos testigos de cómo un señor bajito, regordete y calvo, con un tono de voz
y de pronunciación, algo sospechosos, nos intentaba leer la Odisea, sin
anestesia.
Al cabo de unos pocos días,
llegó por fin el libro de marras y todos esperábamos que “el bombilla” se
ganara el sueldo ilustrándonos acerca de los diferentes estilos, escuelas y
escritores que estaban incluidos en el libro de texto. ¡Ilusiones! Nada más
lejos de la realidad. “El bombilla”, nos sorprendió a todos un día y nos pilló
desarmados:
- ¿Quién está ansioso por
recitar? - soltó así, como quien no quiere la cosa.
Las caras de estupefacción
fueron la nota dominante en el auditorio. La primera parte del procesamiento de
la oración, se centraba en traducir qué coño había dicho “el bombilla”.
- ¿Quién está ansioso por
recitar? - repitió una vez más al comprobar el estado catatónico en el que nos
había dejado la primera vez.
Efectivamente, habíamos
entendido la frase, aunque no su significado en toda su profundidad. ¿Ansioso?
¿Recitar? ¿Pero éste de qué habla? Pues “el bombilla” tenía pensado que su
labor como docente durante ese año al frente de la asignatura de Literatura, se
iba a limitar a escuchar a los alumnos que se presentaran en el estrado, junto
a su mesa, a recitar de memoria el texto del libro. Ni más más, ni más menos. Ni
aconsejar lecturas, ni trabajos sobre las diferentes corrientes, ni sobre los
escritores. Nada de nada. Aprenderse de memoria los textos y repetir como
papagayos.
Fue la única vez que suspendí en
junio.