De entre las muchas facetas poliédricas que he
tenido que desarrollar, hay una en especial que me ha proporcionado - aparte de
la informática - un cúmulo de experiencias dignas de reseñar y algunas rayando
en lo paranormal. Me refiero a mi etapa como vendedor de seguros.
Ser un vendedor, - de cualquier cosa,
producto o servicio -, es una de las tareas más arduas que existen. Pero el
culmen de la dificultad es el denominado sistema de “puerta fría”. Esto es,
vender a pecho descubierto, sin anestesia, a personas totalmente desconocidas
que, por supuesto, en cuanto das los buenos días, comienzan a recelar de ti y a
preguntarse por dónde se la vas a meter (con perdón).
Decía Winston Churchill que “el éxito,
consiste en ir de fracaso en fracaso, sin que por el camino desfallezca el
ánimo”. Estoy totalmente convencido de que el viejo león había conocido a un
vendedor de seguros en el que apoyar su sentencia. Porque efectivamente, es así.
Y cuando finalmente consigues firmar una
póliza, es como aquel que le decía un amigo a otro: ¿A ti te gusta el póker? Y su
amigo le responde “me encanta”. ¿Y ganas mucho? Bueno ganar, debe ser la leche.
Dada la competencia en el sector, me pareció
una buena idea aprovechar mis conocimientos de inglés, para dedicarme a los
extranjeros, principalmente, alemanes. En el extranjero sí existe una mayor
aceptación del concepto de seguro, y además, los alemanes, conocían
perfectamente la compañía para la que trabajaba. Pero no me dediqué sólo a los
germanos. Tuve ocasión de charlar con chinos, senegaleses y hasta un indio del
Punjab, con su turbante y todo, aunque no llevaba la daga al cinto.
Manejaba un amplio abanico de posibilidades:
seguros de vida, de ahorro, pensiones, entierro…En general, cada grupo se las
ingeniaba para organizarse entre ellos, montando sus propios sistemas de
cobertura en caso de necesidad. Por ejemplo, los senegaleses, si uno de ellos
moría, el resto financiaba mediante una aportación, los gastos de sepelio o
bien, de envío de los restos a su país. Los chinos, todo se lo gestionaban
entre ellos. Como los del Punjab.
Pero hay algunas anécdotas que me gustaría
destacar.
En cierta ocasión, entro en un todo-a-cien y
pido hablar con el dueño. El dependiente, indio (o pakistaní) que apenas
hablaba inglés, avisa al dueño. Aparece entonces un señor súper amable, que
habla un inglés entendible. El hombre vestía un jersey con unos agujeros que
daban ganas de comprarle uno en unas rebajas. Yo pensé, que no desentonaba con
el ambiente que se veía en la tienda, que era lamentable. Casi lúgubre. Me dije
a mí mismo que allí, poco iba a rascar.
El hombre aceptó que le formulara una serie
de preguntas para poder hacerle un borrador de propuesta, y una de esas
preguntas fue el importe aproximado de lo que facturaba la tienda al año. Fue
entonces cuando, después de escuchar la respuesta, tuve que pedir que me
confirmara lo que había oído: tres millones de euros! Yo seguía pensando que no
podía ser, que lo había escuchado mal y que el hecho de que el indio llevara un
jersey con unos agujeros por los que cabía mi puño, era la prueba irrefutable
de tamaño desatino. Pero no. Facturaba tres millones de euros al año, en una
tienda de todo a cien. Y tenía otra, en otra localidad.
Otro de los casos por los que me hice famoso
en la oficina, fue el de un cirujano alemán. Se había comprado un barco del
siglo XVII o así. Al menos, se había comprado lo que quedaba de él. Se lo había
traído desde Escocia, creo recordar, y lo estaba reconstruyendo en base a los
planos originales. O sea, una bagatela de afición. Lo que quería era un seguro
que cubriera esa construcción. La lástima era que las embarcaciones, la
compañía las aseguraba cuando tocaban el agua. No antes. Ahí fue cuando mi jefe
me dijo que tenía una extraña habilidad para encontrar casos curiosos.
En el apasionante mundo del seguro, estás
obligado a “disparar a todo lo que se mueve”. Lo mismo le haces un seguro de
vida y accidentes a un obrero que maneja maquinaria de obras públicas, que a
una abogada que quería cobrar por si se ponía enferma, o le hacías un seguro a
la clínica de un dentista alemán. En cierta ocasión, entré en una tienda de regalos
y de objetos de decoración, que pertenecía a una cadena y era de las más
grandes de la capital. La persona de contacto, accedió a colaborar a ver si le
podíamos mejorar las condiciones del seguro que tenía, y me dijo que además de
esa tienda, tenía otra, más grande, en otra localidad. La negociación me llevó
6 meses, pero finalmente conseguí a ese cliente y una felicitación por parte de
mi jefe. Por pesado, claro.
Pero la situación más surrealista viene
ahora.
Por la oficina, aparece un buen día un señor,
conocido de alguno de los agentes que ya estaba por allí. Hay que decir que la
volatilidad de las personas que se dedican a esto, es altísima, toda vez que
tienes que ir, como decía Churchill, de fracaso en fracaso y sin perder el
ánimo. Tan pronto aparecen los supuestos agentes, como desaparecen sin dejar
rastro. Pues bien. Al bueno de este señor, un día se le ocurre la feliz idea de
vender un seguro de ahorro a las putas. Cuando yo escuché aquello, me quedé
estupefacto. No sabía si era una broma o si el tipo lo decía en serio. Y
entonces, empezó a razonar su idea y al menos, tenía cierta coherencia y
lógica. El caso es que después de comprarle la idea, y de acordar que en
cualquier caso, iríamos juntos - por si acaso - la pregunta era obvia:
- ¿Y adónde vamos a ir? - pregunté
ante mi total desconocimiento de ese “sector”.
Su respuesta me dejó aún peor que la propia idea.
- Conozco a un menda que es el
dueño de uno muy grande. Ha estado una buena temporada en la cárcel, pero ahora
creo que está fuera.
A mí, después de escuchar aquello, se me
cerró el píloro. Pero había que intentarlo.
- ¿Y cómo has pensado que lo
podíamos hacer? - le pregunté.
- Pues déjame que le llame, le
anuncio cuáles son nuestras intenciones, le pido permiso para hacerlo y quedo
con él un día. Y luego quedamos tú y yo.
A mí, la idea de entrar en un burdel, ya me ponía
los pelos como escarpias. Pero si además, a eso le unes que el dueño, era un ex
convicto - que vaya usted a saber las razones por las que entró en chirona - el
estómago se me hacía cada vez más pequeño. El caso es que el nuevo colega, me
informa que había obtenido el permiso del proxeneta y que podíamos ir cierto
día a cierta hora.
Y ahí me tienes a mí, vestidito todo formal
con mi chaqueta y mi corbata, como cada día que tenía que hacer alguna visita. Con mi cartera en la mano, que
parecía el cobrador del frac, llena de papeles y formularios, esperando en una
calle a que llegara el descerebrado de mi colega para entrar a un puticlub a
venderle seguros de ahorro a las lumis
que por allí se buscaban su jornal.
Después de esperar un rato, llegó el ideólogo
del negocio y juntos nos dirigimos al lupanar. Y si hasta entonces, el mero
hecho del planteamiento teórico de semejante idea parecía un desatino, la
visión de lo que allí había, fue descorazonadora y sobrecogedora a un tiempo.
Nunca llegué a saber quién estaba más
sorprendido de ver a quién. Las mujeres, estaban sentadas en una fila
interminable, pegadas a la pared, como en las fiestas de los bailes antiguos de
los pueblos. El espectáculo era dantesco. Yo me preguntaba cómo era posible que
alguien pagara por “eso”. Mientras avanzábamos por el local en dirección a lo
que se suponía iba a ser el despacho del proxeneta, ellas nos miraban como si
fuéramos de Inmigración y les fuéramos a pedir papeles. Y yo - mi colega no sé
si estaría más acostumbrado semejantes ambientes - procuraba no mirar demasiado
a ninguna, no fuera que alguna se fuera a equivocar y además de tener un
problema, tuviera que recoger el vómito que me provocaban.
Finalmente, después de recorrer un pasillo
que me pareció interminable, llegamos al lugar desde donde el chulo, ejercía su
autoridad. Una mesa y media docena de mujeres, le rodeaban, como si se tratara
de un harén o un grupo de guardaespaldas. Su aspecto encajaba perfectamente con
el perfil que me había comentado mi colega, de hombre curtido en mil peleas en
las prisiones. Con una coleta bastante larga que recogía un pelo lacio y
repleto de canas, de aspecto fornido y probablemente tan sorprendido o más que
yo de vernos por allí y tan formalmente ataviados.
Dado que había sido mi colega el que había
hecho los honores de establecer contacto, dejé que fuera él quien terminara de
cerrar la operación. Mientras, un servidor, aguantaba estoicamente las miradas
de las que tenía delante de mí y rodeaban al chulo, así como, probablemente, la
de las que tenía detrás de mí, también. Al cabo de un par de minutos se acerca
el tontoelhaba de mi colega y me dice:
- Me dice el jefe que por su parte
no hay problema. Que podemos hablar con las chicas, pero que cree que no
tenemos nada que hacer. Que estas tías, suelen convivir varias en una casa para
ahorrar y en cuanto ganan algo por la noche, a la mañana siguiente lo mandan a
sus países para sus hijos.
¿Y para ese viaje necesitábamos alforjas,
gilipollas? - pensé.
- Vámonos,- le dije sin darle más
opciones.
Y deshicimos el camino de entrada, con las
mismas miradas inquisitoriales de las que seguían sentadas y pegadas a la
pared.
De mi colega el agente, nunca más se supo.