Se conoce con esta expresión a
aquellos políticos que, una vez han salido de la vida pública activa, terminan
perteneciendo a alguna corporación o empresa privada. Curiosamente, el camino inverso,
es decir, el que algunos transitan desde la empresa privada a la palestra
pública, no parece levantar sospecha alguna. Por algo será.
La transición entre el mundo de
lo público y lo privado en España, está reglado por una Ley de
Incompatibilidades que intenta que alguien que ya está sirviendo al Estado
(central, autonómico o local) no trabaje al mismo tiempo para una empresa
privada. De igual modo, existe un
período tras el abandono de la vida pública, en el que el sujeto, no puede
desarrollar una labor remunerada en ninguna institución privada. En principio,
la idea es buena, pero ya te digo yo que siempre hay huecos por los que se
escapan las anguilas y hay excepciones. Sin ir más lejos, el alcalde de mi
pueblo, por el artículo 33, en el momento en el que recoge el bastón de mando,
pasa a formar parte de la empresa que gestiona el tratamiento y suministro de
agua al mismo pueblo, con su correspondiente sueldo a añadir al que obtiene
como alcalde.
La opinión pública, se enardece y
se sobre excita, cuando un ex ministro, ex presidente, consejero o similar,
sale de la política y se va a la empresa privada. Casos hay muchos y algunos
tuvieron que dimitir de su puesto de trabajo en la empresa privada, por la
presión mediática que se lanzó contra ellos, sin llegar a estrenarse en el
puesto. También los hay, que se enojan y mucho, cuando comprueban que la
empresa que termina aceptando al ex político, le proporciona unos cuantiosos
ingresos, como si ese dinero saliera del bolsillo del contribuyente, o lo que
es peor, como si el sujeto no reuniera – a juicio del crítico – los
conocimientos y experiencia necesarios para desarrollar dicha labor. Vamos, que le están regalando el sueldo por
haber sido famoso, más o menos.
Al final, algunos caen en tal
cúmulo de contradicciones, que más pareciera que la única salida que están
buscando es la de fusilar al ex político y así se termina con el problema.
Es curioso que estos sobresaltos
y cabreos, hasta el momento no han afectado al sector profesional de la
judicatura. Nadie se sintió alarmado ni ofendido, cuando un juez, que se supone
tiene que ser imparcial, abandonó su Audiencia Nacional para enrolarse en las
filas de un partido político, hacer campaña y asistir a mítines, y cuando descubrió
que el ministro de justicia iba a ser otro, regresó a su despacho, más cabreado
que una mona, y abrió “el cajón de los recuerdos”, enviando a la cárcel a alguno
de sus antiguos colegas de partido. Más diferencias en el trato mediático y
social, las hemos encontrado con aquellos jueces que han sido expulsados de la
carrera judicial, condenados por prevaricación. Algunos de estos nombres son
realmente significativos.
Baltasar Garzón.
El 22 de
febrero de 2012 fue expulsado de la carrera judicial tras haber sido condenado
por el Tribunal Supremo a once años de inhabilitación, acusándole de un delito
de prevaricación cometido durante la instrucción del caso Gürtel.
Elpidio Silva.
Fue el juez
que llevó inicialmente el Caso Blesa. A principios de junio de 2013, Silva
decretó prisión sin fianza para Miguel Blesa por su gestión en la compra del
City National Bank de Florida, siendo el primer banquero en España en ir a la
cárcel desde el inicio de la crisis española. Sin embargo, 15 días
después la Audiencia Provincial de Madrid anuló parte de la causa contra el
exbanquero y Blesa salió de la cárcel. El 7 de octubre de 2014, la Sala Civil y
Penal del TSJ de Madrid condenó al juez Elpidio José Silva Pacheco a diecisiete
años y medio de inhabilitación por un delito de prevaricación y dos contra la
libertad individual.
José Castro.
Instructor
durante 5 años del caso Nóos, fue jubilado en pleno proceso y apartado del
acaso. Se le acusaba de un singular “ensañamiento” contra la Infanta Cristina.
La reciente sentencia de absolución de la Infanta demuestra que su jubilación
no fue pura coincidencia.
En este caso
en concreto, cabe reseñar que, por primera vez en la historia y nunca repetida,
se introdujo una cámara oculta en un juicio, se grabaron las imágenes de la
Infanta Cristina que, posteriormente se difundieron públicamente.
Hay muchos más y más antiguos y
desde luego en su día levantaron una gran polvareda mediática, pero en todos
estos casos, las críticas se centraron en el aspecto ideológico de los
condenados, en la supuesta injusticia que se realizaba con ellos, y no, como en
los demás casos de políticos que transitaban hacia el sector privado, en lo
indecoroso de tal decisión. Evidentemente, estos ex jueces, se han tenido que
reconvertir y no les ha quedado más remedio que terminar en bufetes de abogados
de renombre o en algunos casos, montar los suyos propios, algo que a tenor del
escaso eco que han tenido, se ha dado por bueno.
Así es que, como primera
conclusión, podríamos establecer que incluso en el caso de la transición entre
lo público y lo privado, hay clases, hay diferencias.
Consideraciones ideológicas
aparte, siempre que ocurren estas circunstancias las comparo con las mismas,
cuando se dan en los EEUU, por ejemplo. Ya sé que no tenemos demasiadas cosas
en común, pero en el fondo, tengo un poco de envidia porque allí no se andan
con tonterías y el viaje de un lado a otro de la mesa, es transparente y en
ocasiones, haber servido a tu país y regresar a la empresa privada, se
considera un honor y un privilegio. Aquí, no. Aquí es como el que se marcha del
Real Madrid al Barça. Es una traición a la camiseta, a los colores, al escudo.
Hay otro aspecto en el que me
gustaría incidir. Se trata de las diferencias, en general, de aquellos
políticos de la izquierda y los de la derecha.
Es muy frecuente, que los de la
izquierda provengan de una larga y dilatada experiencia en los sindicatos y
partido político afín. En muchos casos, estas personas, que pueden llegar a ser
ministros, embajadores y ostentar grandes responsabilidades políticas, ofrecen
una nula experiencia laboral ajena al sindicato y al partido. Mención aparte,
Felipe González, que trabajaba en un despacho de abogados, Pedro Sánchez, que
era un simple empleado de Caja Madrid, por cierto, en la misma época en la que
se detectaron por el Banco de España, las tarjetas black. Lo del resto de su CV
y sus supuestas responsabilidades en la ONU y demás, corramos un tupido velo.
Aznar era Inspector de Hacienda y Rajoy, Registrador de la Propiedad, aunque ha
estado mayormente trabajando en política, por poner algunos ejemplos.
Por el contrario, en general, los
políticos de la derecha, al no haber sindicatos de ese corte, muchos provienen
de la empresa, a veces pública, a veces privada y en ocasiones, de los cuadros
del partido. Pero muchos, o han tenido responsabilidades empresariales, de
mayor o menor importancia que, eso sí, al entrar en ciertos niveles de la vida
pública, han tenido que apartar a un lado, por aquello de la mencionada ley más
arriba y por la imagen, tanto propia como la del partido.
Y luego está el diferente
tratamiento que se da en los medios de comunicación y las redes sociales en
relación a supuestos casos de incompatibilidades, corrupción o tráfico de
influencias, que son todos conceptos distintos pero que la voz popular los
engloba dentro de la categoría de “mangoneo”. Así, por ejemplo, en su día, el ministro
Soria, se vio obligado a dimitir porque al parecer su nombre se vio apareció
relacionado con una empresa familiar veinte años atrás, ubicada en un paraíso
fiscal (hoy llamados off shore). Hoy, por ejemplo, el gobierno y según
informaciones no desmentidas, utiliza alguna de esas empresas off shore
para encargarle la compra de productos de protección personal en la lucha
contra el coronavirus y nadie se siente ofendido, ni preocupado.
Como opinión personal -y por
tanto discutible-, me parece que el traspaso entre un mundo y el otro, salvo
unas elementales normas regidas por la lógica, no debería representar ningún
problema. Intentar acotar, cercenar y erradicar que ciertas personas acaben
trabajando en el sector privado, me da la impresión de que es como poner
puertas al campo. Hecha la ley, hecha la trampa. Del mismo modo que se asume
que los presidentes de los grandes clubes de fútbol son capaces de aumentar sus
negocios en base a los contactos que establecen en el ejercicio de sus
funciones, es lógico pensar que los políticos puedan hacer lo mismo.
Una solución muy común y con la
que estoy totalmente en contra, es la de buscar al sujeto, alguna empresa de
carácter público, para desarrollar no se sabe bien qué tipo de papel, pero que
en definitiva sirva para que el ínclito disponga de unos ingresos mensuales,
abonados, eso sí, por todos los españoles. Desde hace ya algunos años, se
detectaron en España miles, repito miles, de empresas públicas, es decir,
mantenidas con los impuestos de todos los españoles, cuyas competencias
significaban una duplicidad o triplicidad con respecto a otras ya existentes. Y
a este tipo de empresas es, en la mayoría de los casos, donde acaban
“trabajando” aquellos políticos que, por su nula experiencia laboral real,
tienen que seguir comiendo cada día y manteniendo a su familia. Son las
llamadas “cementerio de elefantes”. Otro cementerio de elefantes, es la Unión
Europea, pero allí, trabajan de vez en cuando. En su día se intentó eliminar a
estos miles de empresas que lo único que hacen es detraer recursos, pero la
tarea se quedó a medias.
Personalmente, siempre he
mantenido que prefiero a los políticos ricos desde la cuna que no a los que
salen ricos del despacho o del escaño. Los primeros, no se mueven por dinero,
se mueven por otras cosas. Los segundos, es evidente que, en cuanto ven dinero,
pierden los papeles.
Por eso, lo que planteo es, que
el traspaso entre el mundo público y privado, sea totalmente transparente y sin
demasiadas cortapisas. Prefiero que el político se gane el sueldo en una
empresa privada, -que, si se lo merece, se lo darán-, antes que no tener que
estar pagando de por vida los favores que su partido le quiera abonar por la
dedicación prestada, en una de las miles de empresas “cementerio de elefantes”
cuya única finalidad es precisamente esa.