En estos días asistimos a las muestras de dolor y respeto en memoria de la reina Isabel II, fallecida recientemente. Estos actos protocolarios y cargados de simbolismo, constituyen en sí mismos un auténtico espectáculo por lo que algunos consideran una desmesura de ostentación, un indecente dispendio económico, un lujo, una pompa y un boato, anacrónicos e impropios de los tiempos que vivimos. Quienes así opinan son – lógicamente – los que consideran que la monarquía como institución, es algo de tiempos pretéritos y que, en la actualidad, lo moderno, lo que se lleva, es el estado republicano.
Con el fin de sustentar su
posición algunos intentan utilizar conceptos tangibles, fácilmente comprendidos
por sus paisanos, tales como el dinero y el coste que supone el mantenimiento
de una institución que, aparentemente, no sirve para nada, porque no ejerce el
poder como antaño. Yo añadiría que “afortunadamente”, porque en su momento de
la historia, los reyes y reinas no es que fueran conocidos por sus inclinaciones
benévolas y demócratas.
Otro dato al que suelen apelar es
al hecho – discutible en ocasiones – de que los reyes no han sido elegidos
democráticamente, algo que, precisamente en el caso de España, no es así.
Al parecer, lo democrático, la
democracia en sí misma, es el propio fin. Pero quienes, ejerciendo su derecho, así
opinan, se olvidan que el respeto y la lealtad a una persona o a una
institución, no se basan en conceptos tangibles, como el dinero, o si han sido
elegidos democráticamente o no. Se fundamentan en valores intangibles.
En la Naturaleza el jefe de la
manada o el rebaño es el más fuerte. Ya sea un hipopótamo, un ciervo, un oso,
un león o un gorila, el que manda es el más fuerte. Entre los seres humanos, no
siempre es así. Están los que llegan al poder mediante un golpe de estado o
simplemente, asesinando a quien lo tiene. Pero hay una inmensa legión de
ejemplos en los que algunas personas, no han necesitado del uso de la fuerza y,
sin embargo, tienen o tuvieron, miles o millones de seguidores. Tal es el
ejemplo de un carpintero de Belén, de un hombre de estatura pequeña, abogado e
hindú que venció al Imperio Británico sin disparar un arma, o la de un hombre
que pasó 26 años de su vida encerrado en una celda minúscula en una isla, y que
salió de allí para gobernar un país multicolor, en paz y armonía.
Ni Jesucristo, ni Gandhi, ni
Mandela, pusieron de su parte mucho para convertirse en lo que finalmente se
convirtieron. Y ninguno usó la fuerza, ni antes, ni después de su llegada al
poder. Fue el pueblo, su gente, sus seguidores, quienes les pusieron en la
posición de liderazgo, del mismo modo que los británicos eligieron en su
momento a su rey. Los seres humanos, como todas las especies, necesitamos un
líder. Y un líder no es lo mismo que un jefe, aunque en ocasiones, converjan
ambos roles.
¿Quién votó a Juana de Arco?
¿Quién voto a Agustina de Aragón?
¿Quién votó a Martin Luther King?
¿Quién votó a Rafa Nadal?
Si recibir el plebiscito popular
fuera la única regla, ninguno de estos personajes gozaría de la bien ganada
fama y el respeto que todos ellos merecen por sus gestos, por sus palabras, por
su actitud, por su ejemplo.
Sólo así, asumiendo estos
misteriosos mecanismos del ser humano, se puede entender que un pueblo como el
británico llore la muerte de su reina, dándole las gracias por todo lo que ha
hecho por ellos, cuando en realidad, un observador neutral y ajeno a esa
atmósfera, podría constatar que cuando Isabel II llegó al trono gobernaba sobre
70 países y ahora lo hacía sobre 14. Desde mi punto de vista, eso es lo más
parecido a la paulatina caída del imperio español.
Pero lo importante no es lo que
yo piense o sienta. Lo que importa es lo que sienten ellos, los británicos. Y,
por tanto, aquellos que intentan justificar de modo racional un sentimiento de
respeto y de lealtad, en este caso de los súbditos a la reina fallecida, yerran
de base.
La historia nos ha demostrado en
infinidad de ocasiones que aquellas naciones que fueron gobernadas por un
líder, fueron más fuertes que cuando el líder desapareció. Es el caso de
Yugoslavia, de Libia, o de la URSS. En estos casos, también ayudó mucho la desaparición
del comunismo en la URSS.
Si en la España actual
cometiéramos el error de eliminar la monarquía como forma de estado, ¿alguien
cree que un presidente de República se iba a hacer respetar por las 17
Comunidades Autónomas? ¿Acaso no recordamos cómo era la vida en aquella piel de
toro, que todavía no se llamaba España, inundada de reyes y de sus luchas
intestinas por acumular más poder y riquezas? ¿No sería como regresar al siglo
XV?
La monarquía, la nuestra,
representa la unidad de España; eso que hace que, a pesar de los vaivenes
políticos y los bandazos de los gobiernos, España siga manteniendo un cierto
perfil de país, más allá de las particularidades y ocurrencias del presidente
de turno. ¿Alguien piensa que la imagen de Sánchez es mejor o está a la misma
altura que la de Felipe VI o Juan Carlos I? ¿Ya nadie se acuerda de cómo afectó
a España y sus relaciones con EEUU y los demás países, el insulto de Zapatero a
la bandera de EEUU, cuando ni siquiera era presidente del gobierno? ¿Ya se nos
ha olvidado la vergüenza que como país nos hizo pasar Sánchez cuando perseguía
a Biden en la cumbre de la OTAN, por el afán de salir en una foto?
A pesar de todo eso, hay algo que
pervive en la memoria del resto del mundo: los presidentes pasan, el rey queda.
La imagen de un país está
representada por el jefe del estado. En la mayoría de los países, ambas
figuras, la del jefe del estado y la del presidente del gobierno, están claramente
diferenciadas. En Alemania, por ejemplo, se entiende que la figura del jefe del
estado, es meramente simbólica. Pero existe. Más o menos como en Francia. Pero
claro, todos esos puestos, defenderán los demócratas, han sido elegidos por el
pueblo.
Pondré sólo un par de ejemplos de
que la democracia no es perfecta.
Hitler llegó al poder
democráticamente.
Sócrates fue condenado a morir y
lo hicieron unos demócratas.
“La democracia es el peor
sistema de gobierno, a excepción de todos los demás”
(Winston Churchill)
La democracia – como la República
- no es un fin en sí mismo. Es sólo un mecanismo. La democracia y la monarquía
no son mutuamente excluyentes. Los que hoy en día así opinan, se olvidan que si
pueden opinar como lo hacen, es por la gracia y voluntad de un rey: Juan
Carlos.