Ahora que parece que a todo el mundo le ha dado por hablar de su sexo, de la clase de género a la que se considera adscrito y a sus preferencias más íntimas, me ha parecido conveniente hablar de un tema que hasta ahora siempre se ha llevado en secreto, como las hemorroides. Me refiero a la próstata.
El mero hecho de pronunciar en
voz alta esa palabra hacía que tu interlocutor frunciera el ceño, se sintiera
incómodo y en algunos casos, hasta algo escandalizado. Hablar de las
interioridades de uno y hacerlo en público, siempre ha estado muy mal visto.
Pero, claro, ahora se habla de tantas interioridades que, de hecho, no hacerlo
de la próstata podría ser calificado de ultra ortodoxo. Ahora ya sólo hay dos
categorías para todo: o eres progresista o de ultraderecha.
Hace ya muchos años le pregunté a
mi urólogo de entonces para qué servía la próstata. Su respuesta me dejó algo
desconcertado: “para nada”, me dijo; “para dar la lata”, apostilló. El caso es
que opiniones más o menos autorizadas aparte, el cáncer de próstata entre los
hombres tiene una relevancia y unas consecuencias nada desdeñables y por eso,
es imprescindible prestar a dicho asunto la atención que se merece. Y yo lo
hago desde hace muchos años.
Creo que fue la primera vez que
acudí al especialista, o si no, de las primeras veces. Fue en el Clínico de
Madrid. Todo el hospital estaba abarrotado. Los pasillos por los que circulaban
pacientes y profesionales, las salas de espera de las diversas consultas, la
cafetería.
Nada más entrar en la consulta de
mi médico me topé con la primera e importante sorpresa: mi urólogo era una
uróloga. En ese instante empecé a comprender mejor a las pacientes de
ginecología atendidas por un ginecólogo.
Al traspasar el umbral de la
consulta la doctora me alargó un formulario, una especie de cuestionario con el
que se intentaba identificar aquellos aspectos que más y mejor definen el
posible problema con la próstata. Mientras iba repasando las diferentes
cuestiones del documento, hicieron su entrada tres jóvenes ataviadas con sus
correspondientes batas blancas y su nombre en el bolsillo superior, lo que me
hizo sospechar que eran estudiantes – todas ellas del género femenino - que
estaban a cargo de la doctora. Fue entonces cuando me di cuenta de que la hoja
que sostenía con mi mano derecha, comenzó a temblar levemente.
La doctora me preguntó si
reconocía los síntomas descritos en el formulario que me había pasado y le
respondí que sí, que todos ellos. A continuación, se volvió hacia sus
estudiantes y mantuvo una breve charla técnica de nos segundos. Eso fue justo
antes de que se pusiera un guante de goma, me mirase a los ojos y me dijera con
una media sonrisa:
- Ahora es cuando viene la parte desagradable de
este asunto. Bájese el pantalón, vuélvase y apoye los codos en esa camilla.
La imagen que me vino a la mente
en ese instante fue la de estar en la lavandería de la prisión de Alcatraz a
punto de ser brutalmente agredido por una manada de sociópatas salidos.
Lo del tacto rectal, en realidad,
no fue tan desagradable como había imaginado. Lo peor de todo, fue la humillación
de mostrar mis partes más desprotegidas a las estudiantes, en una posición de
entrega y sumisión absoluta.
Después de la auscultación, tanto
las estudiantes como yo mismo, intentamos mantener la compostura. A mí me
costaba mirarlas a la cara y ellas hacían lo propio. Ellas intentaban
aguantarse la risa y yo escondía mi vergüenza. Supongo que en su caso la imagen
que prevalecía era la de mi trasero expuesto, lo que sin duda ayudaba al
escarnio y la mofa. Es el precio que hay que pagar por no tener el culito de
Brad Pitt o Mel Gibson.
Unos minutos después, cuando la
consulta con la doctora había llegado a su fin, me disponía a salir del
hospital y en los pasillos me crucé con las tres estudiantes que fueron
testigos de mi desnudo. Crucé la mirada con la más alta de las tres – las otras
dos intentaron evaporarse en el éter - y ambos, nos reconocimos, nos saludamos con
un leve movimiento de cabeza y lo acompañamos todo con una leve sonrisa
cómplice.
Hoy leo en la prensa que existe un sistema alternativo y más eficaz para evitar el tacto rectal. Pues muy bien para los urólogos que ya no estarán obligados a inspeccionar cavidades misteriosas y mejor aún para los pacientes que ya no verán mermada su imagen de virilidad, mientras se les obliga a adoptar posturas poco decorosas, incluso para una consulta médica.