Siempre me llenó de espanto saber que la esposa de Goebbels asesinó a sus 7 hijos, uno a uno. Creo que esa violencia vicaria es la máxima expresión de ejercer de Dios: yo te di la vida, me perteneces y por tanto te la quito cuando lo considero oportuno.
Me resulta imposible entender
cómo funcionan esas mentes, la de aquellos que cogen a sus hijos y se arrojan
al vacío con ellos en brazos, como la madre de Avilés, o el padre que asesina a
sus hijos y después los incinera en una barbacoa, o los arroja por la borda al
mar, con la única intención de hacer daño a la madre. O la madrastra que
secuestra y asesina al hijo de su pareja sentimental, por celos, al tiempo que
participa activamente en la búsqueda iniciada para encontrar al niño
desaparecido.
La coherencia señala que, si
quieres hacer daño, se lo hagas directamente a quien proceda, sin necesidad de
utilizar a terceros, y mucho menos si estos son tus hijos indefensos.
Cada día nos asaltan noticias
escalofriantes de progenitores que maltratan, abusan o asesinan a sus hijos. Niños
y niñas que han vivido secuestrados por sus padres durante años y años,
viviendo en circunstancias penosas, siendo objeto de palizas, maltrato y
abusos, sin contacto con otros seres humanos, sin asistir a la escuela con
regularidad (o nunca) y en definitiva viviendo como salvajes, mientras su padre
– por ejemplo – trabaja como médico en un hospital. Es inconcebible que algo
así suceda en los tiempos que corren.
Y, sin embargo, lamentablemente,
aunque estos casos son muy mediáticos, son muchos más aquellos en los que los
hijos se utilizan como un arma en la guerra abierta entre sus progenitores. Una vez que la pareja se ha divorciado - y en
muchos casos, antes incluso de que eso ocurra-, se inicia una guerra de
venganza en la que los hijos son tomados como rehenes, como un arma contra el
enemigo.
El secuestro es uno de los
delitos más comunes. Uno de los padres coge al hijo o a los hijos y se apodera
de ellos impidiendo al otro todo contacto. Una vez más, el sentido de posesión
absoluta, de dominio. El caso de Juana Rivas es uno de los más conocidos. En
otras ocasiones, hay un secuestro latente porque si el hijo vive con la madre y
su familia, el padre sólo puede verlo si se le obliga a abonar un dinero. A
veces es el fanatismo religioso el origen de otra particularidad de los
secuestros.
Aunque la situación más común es
la de someter a los niños a un bombardeo constante de comentarios insultantes y
vejatorios contra el otro progenitor y/o la nueva pareja, lo que normalmente
suele desembocar en problemas sicológicos de los menores que se ven envueltos
en una guerra que ni quieren, ni han comenzado. Son víctimas por partida doble
de una situación sobrevenida.
Los casos son diversos y
variopintos.
En esta línea de comportamiento
abusivo podríamos incluir aquellos que, aun en el caso de que su posición
económica se lo permita, deciden ser padres a una edad en la que lo habitual
sería ser abuelo. La naturaleza va a seguir su curso y el padre o la madre va a
morir mucho antes que el hijo o la hija, por lo que, a mayor edad del progenitor,
las posibilidades de que el hijo puede quedarse huérfano a una edad muy
temprana aumentan exponencialmente. No importa demasiado que el huérfano nade
en una abundancia económica si no disfruta del amor y del cariño de sus padres.
En este punto me viene a la
memoria la desgraciada existencia de Cristina Onassis. Sus padres se divorciaron
cuando ella tenía diez años; su padre, Aristóteles, se caso con Jackie Kennedy.
Ella misma fracasó cuatro veces en los sucesivos matrimonios y en el plazo de
29 meses, Cristina Onassis perdió a toda su familia inmediata. Su hermano,
Alexander, murió en un accidente de avión en Atenas en 1973, una muerte que
devastó a toda la familia. Su madre murió de una sobredosis de barbitúricos en
1974, dejando a Christina 77 millones de dólares en inmuebles. Tras la muerte
de Alexander, la salud de su padre comenzó a deteriorarse, y murió en marzo de
1975. Cristina no pudo soportar tanto dolor, tanto fracaso sentimental
en su vida privada y falleció de un fallo cardíaco a la avanzada edad de 37
años.
La propia Naturaleza ha dictado
sus normas para todas las especies. Llegados a cierta edad, los machos ya no
deben reproducirse por el bien de la propia especie, pero en el caso de los
humanos, sobre todo por el bien de las crías, de los niños.
La infinita soberbia de los
humanos nos lleva a modificar las leyes más esenciales y con nuestros avances
científicos ahora somos capaces de fecundar en un vientre ajeno y ser padres o madres,
a una edad en la que se debería disfrutar de la vida y no ser despertado por el
llanto de nuestro bebé a medianoche. Una vez más, jugamos a ser Dios.
Me temo que esas personas que
deciden reproducirse a una edad avanzada, sólo piensan en sí mismos y no en la
posibilidad de que esos hijos crezcan huérfanos del cariño de su padre o de
ambos. Aunque, tal vez, el problema sea que el progenitor sólo desee multiplicarse
como símbolo de inmortalidad.