sábado, mayo 06, 2023

Las personas non-gratas

Desde que se implantaron las normas y usos sociales en cuestiones de etiqueta, quién más quién menos, siempre se ha tomado la molestia de respetarlas, con mayor menor éxito.

Se cuenta, por ejemplo, que Don Jaime de Mora y Aragón, hermano de la que fuera Reina de Bélgica por su matrimonio con Balduino, Don Jaime, digo, no fue invitado a la boda. Al parecer preocupaban y mucho su conducta libertina, la categoría de sus acompañantes de dudosa catadura moral y en general, todo lo relacionado con el hermano de la reina, que literalmente vivía apartado de la corte, de cuya situación sacaba buenos réditos.

Pero aún así, el día de la boda de Fabiola, la prensa y los que vivían de la jet set, esperaban tener la confirmación oficial de si Don Jaime asistiría o no. Tengo entendido que Palacio no emitió ningún comunicado oficial, lo que dejaba la pelota en el tejado de Don Jaime. Pues bien, asumió el reto de tener que explicar al mundo por qué no podía acudir a la boda de su hermana y al mismo tiempo, mantener intacto su orgullo y posición.

Para ello, se vistió con el frac que aconsejaba la ocasión y se encaminó hasta el lugar donde se celebraría la ceremonia conduciendo su propio coche. Justo antes de atravesar la entrada principal, aparcó el vehículo, fingiendo que sufría una avería y abriendo el capó del auto, se dispuso a intentar arreglarlo, con tal mala fortuna que su impoluto frac, se quedó pringado de la grasa del motor, lo que impedía el acceso al recinto a alguien que iba inapropiadamente vestido.

Dado que el lugar en el que se encontraba estaba justo a la entrada principal, todos los invitados debían pasar por allí, por lo que, todos ellos recibieron el mensaje de que Don Jaime no podía asistir a los hechos que se iban a producir dentro, por un desgraciado accidente. Idea esta que el propio Don Jaime se encargaba de exagerar saludando a todos los invitados y expresando una cara de pena merecedora de premio Óscar.

Así es como un caballero disculpa su asistencia a un acto al que no está invitado. Pero claro, para hacerlo con clase, primero hay que tenerla. Eso se mama.

El pasado día 2 de mayo en la Fiestas de Madrid, hubo otro individuo que no estaba invitado, que también lo sabía y al contrario que Don Jaime, que actuó con imaginación, clase y distinción, Bolaños decidió apelar a aquello a lo que está más acostumbrado: al empujón, al “por mis cojones” y al “yo soy quien soy”. Y todo eso le salió mal, no porque enfrente hubiera un King Kong de 4x4 a punto de endiñarle un guantazo y desencuadernarle. Lo que tenía enfrente era una mujer, de apenas 60 kilos, pero con 20 años de experiencia en asuntos de protocolo. Y Bolaños no pasó, como no pasó nadie de su cortejo.

Las imágenes que se han hecho famosas, rebajan aún más si cabe la nula catadura moral de alguien que a sabiendas de no estar invitado, acude a un evento y pretende enfrentarse, incluso físicamente a quien sea, con el único fin de forzar un hecho.

Esa es exactamente la diferencia entre un caballero – crápula, vividor, y todo lo que usted quiera – y un recién llegado de alguna oficina siniestra donde tan solo se rendía culto a algún mindundi como Sánchez.

 

En esta misma línea recuerdo una anécdota que terminó mal y pudo terminar peor.

La fiesta era por mi cumpleaños. Debía cumplir 15 o 16 y por alguna razón a mi tío se le ocurrió la idea de que podría celebrarla en el chalet de Valdemorillo, aunque en una zona muy acotada, justo alrededor de la entrada del garaje. Nadie quería ver circular por la casa un número indeterminado de adolescentes – algunos talluditos – o que se pusieran a pelotear con una pelota en el césped o incluso peor, decidieran lanzarse a la piscina. No se trataba de una fiesta de los Rollings Stones, sólo de celebrar mi cumpleaños.

A mí la propuesta de mi tío me sorprendió y al mismo tiempo me preocupó, porque yo conocía la personalidad de alguno de la pandilla y lo mejor que se podía hacer era mantenerlo alejado de todos nosotros.

Por tanto, reuní a quien consideré podían encajar en una fiesta tranquila, al aire libre y sin crear problemas y dejé expresamente a algunos fuera de la misma, precisamente porque estaba seguro de que en caso de estar presentes la iban a fastidiar.

Todo iba bien. Nos adaptamos al entorno de la entrada del garaje, teníamos la música enchufada y con un volumen normal, nos distribuimos por el césped y las sillas y el cemento y estábamos disfrutando. Hasta que llegó ÉL. Justamente el individuo al que yo había dejado fuera de la invitación.

Se llamaba como yo, Carlos, pero él era el tocapelotas de la pandilla. Su única obsesión consistía en ser el más gracioso de todos, todo el tiempo y lo cierto es que gracia tenía muy poca. Un ejemplo de sus habilidades.

En cierta ocasión jugábamos al fútbol y se colocó de central, como siempre. Un balón caído del cielo como una piedra, pretendía darle un patadón para que subiera más, cuando en realidad podría haber dejado la bola al portero o incluso, controlarla porque estaba solo. Como yo intuía la pifia que iba a organizar, salí lanzado desde la banda para pasar justo por detrás de él. En ese instante, mientras yo corría por detrás suyo, el balón caído del cielo le pasó entre las piernas y me lo llevé. Sabía que la iba a pifiar. Pues con la fiesta ocurrió exactamente lo mismo.

Dado que la fiesta era en el jardín, resultó imposible ocultarla. Estábamos a la vista de todos. Y allí, de modo sorpresivo, con su estúpida sonrisa de hiena, bajo los efectos de alguna cerveza de más y con más descaro del necesario, se presentó el innombrable y su hermano el mayor.

Venían con una alegría impropia de quien se sabe no invitado, pero que le da igual. Muchos de los que sí estaban en la fiesta no sabían de su explícita exclusión y se sorprendieron de su presencia. Yo, por mi parte, me enfrenté a ellos, a los dos, y les dije que esa era mi casa, era mi fiesta y no estaban invitados. Que se fueran. La cosa empezó a complicarse y llegamos a las manos, pero los pacifistas de siempre, que en todas partes hay dos, consiguieron que a la fuerza aceptáramos la presencia de dos tipos que ni tenían las simpatías del resto de la pandilla ni habían sido invitados a la fiesta.

La fiesta continuó y no sé si alguien sugirió que sacara mi guitarra para tocar algo o si fue el propio okupa el que, introduciéndose en mi casa, la descubrió y la sacó. Sea como fuere, el gilipollas, colocó la guitarra, justo en el carril por el que subía y bajaba la puerta del garaje. Mira que había sitios para dejarla y que no le pasara nada. Pues una de as gracietas con la que nos amenizó la fiesta, fue intentar dejar encerrados a todos dentro del garaje, porque el coche de mi tío no estaba. Lamentablemente para mí y sobre todo para mi guitarra, ella se encontraba en el carril por donde bajaban los rodamientos de la puerta. El imbécil del no invitado, había destrozado mi guitarra. Lo malo es que ahora se reía más, aunque decía “lo siento” con poca convicción.

Creo recordar que, entre el ruido de la puerta del garaje, el de la guitarra al romperse y el de los gritos intentando advertir lo que estaba a punto de pasar, entonces, apareció mi tío y le dije quién había sido y cómo.

Fue entonces cuando los dos gilipollas de los hermanitos se fueron de mi fiesta. De hecho, ahí se acabó mi fiesta. La primera y la única.

Al individuo de mi fiesta, nunca se le debió permitir asistir y mucho menos permanecer en ella. Nos hubiéramos ahorrado tiranteces, roces entre los que defendían su presencia, los que no y desde luego, mi guitarra no habría muerto destrozada.

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