Me confieso amante de los animales y precisamente por eso, nunca he tenido animal de compañía, porque siempre he pensado que meter a un animal en un piso y someterlo a los horarios de los dueños, es una forma maquiavélica de tortura. El único animal de compañía que tuve, en realidad no era mío. Era el Soroyo, un gato callejero que un día le subieron a casa y se quedó para siempre. De hecho, él llegó a mi casa antes que yo. Mis tíos, que vivían en la puerta de enfrente, siempre tuvieron perro. De diferentes razas y caracteres, pero siempre tuvieron uno y era mi tío el que lo sacaba todos los días por la mañana y por la tarde a pasear, aunque cayeran chuzos de punta.
Tampoco entiendo a los que se
empeñan en tener una mascota y no la cuidan como se merece o la tratan como un
peluche y es un regalo para los hijos pequeños. Unos vecinos míos, que ya no
viven aquí, un día nos llaman a casa y nos dicen que se van de viaje y que si
podemos dar de comer al gato que tienen. De entrada, ya me parece bastante
morro eso de llamar al timbre y decir “ahí tienes esto, que yo me voy a NY”,
porque la primera pregunta sería “y si yo tampoco voy a estar, ¿qué le pasa al
gato?” Bueno, el caso es que como me gustan los animales y tampoco había
alternativa, me encargué yo de bajar y ver cómo estaba el gato.
El pobre animal lo tenían en la
terraza. Una terraza en la que el 99% está siendo azotada por un sol sahariano.
El pobre bicho tenía comida, sí, pero el cacharro del agua tenía más mierda que
el rabo de una vaca. Y el comedero que le habían habilitado en la terraza, inducía
más al ayuno felino que a otra cosa.
Al ver aquello se me cayó el alma
a los pies. No entiendo que alguien tenga un animal de compañía, y lo tenga
abandonado, literalmente, en la terraza día y noche, invierno y verano. La
mayor parte del día estaban fuera, trabajando, y los niños en el colegio. El
animal estaba solo, en la terraza y pésimamente atendido. Me dio tanta pena que
después de limpiarle un poco la pocilga en la que se había convertido su
minúsculo espacio, y ponerle algo de agua y de comida, lo cogí y me lo subí a
casa.
Durante la hora y media que
estuvo en casa, no paró ni un instante. Iba de un lado a otro, como si no
hubiera estado antes, oliéndolo todo y en un estado de excitación que no se
calmaba con el paso de los minutos. Pero la razón de decidir expulsarlo del
paraíso y devolverle a su gaticueva en su terraza, fue que intentó afilarse las
uñas con la tapicería de las sillas. Y hasta hemos llegado, amigo gato. Toíto
te lo consiento menos que me jodas las sillas, monín. Así es que, con todo el
dolor de mi corazón, devolví al gato a su territorio en el que lo único que
podía desgarrar eran las losetas del suelo. No culpo al pobre animal de su
comportamiento, debido, probablemente, a las pocas atenciones que recibía por
parte de quienes tenían la obligación de cuidarlo, pero tampoco iban a pagar
mis sillas la desatención de mis vecinos. Cuando regresaron de NY le regalaron
a mi mujer un bolso comprado en Maceys.
Algo parecido ocurre con los
perros.
De un tiempo a este parte, se ha
puesto de moda tener, no uno, sino varios perros. Ahora ves a la gente paseando
a dos perros, a tres y yo siempre que los veo, me acuerdo de dos cosas: de cómo
deben estar los vecinos de hartos, porque seguro que cada vez que escuchan el
timbre de la puerta, o del teléfono, ladran, y también pienso en la enorme
satisfacción que les debe producir recoger la mierda de sus perritos por las
calles. Por supuesto, los habrá bien educados, al más puro estilo César Millán,
pero ya te digo yo que en mi urbanización hay unos cuantos a los que me
gustaría darles el mismo trato que recibieron los de la película “Un pez
llamado Wanda”.
Sin embargo, hay un aspecto fundamental
en este tipo de propietarios que han decidido tener un perro como mascota y que
seamos todos los demás, los que no tenemos ninguno, los que tengamos que ser
tolerantes con la mala educación que han recibido. Me refiero a los dueños que se
van de casa y dejan a los animales en la terraza un fin de semana entero, o la
noche del sábado, o con acceso desde dentro para que el animal entre y salga, o
se los llevan al Mercadona y como no pueden entrar, los dejan aparcados en la
entrada atados a una verja. Más de uno y más de dos, comienzan a ladrar en el
instante en que su amo traspasa el umbral del super mercado y no para de
lamentarse, de lloriquear y de protestar hasta que éste regresa después de
hacer sus compras. El problema es que el amo, no parece tener prisa por resolver
el problema de las viandas y mientras él o ella se toma su tiempo decidiendo si
los guisantes congelados han subido 2 céntimos o si los huevos están por las
nubes, el perro de las narices no deja de ladrar como si se hubiera terminado
el mundo. Y sus ladridos reverberan entre las paredes de las viviendas en la
calle, entre los anaqueles del super y entre los coches del parking.
Y yo me pregunto, ¿es imprescindible
traerse al perro al supermercado? ¿no lo podía dejar en casa? ¿O es que en casa
es igual de coñazo y los vecinos han amenazado con cortarle el cuello al perro,
al amo o a los dos? Porque, de verdad, no entiendo que te lleves al perro y lo
dejes en la puerta, sabiendo y oyendo que está dando el coñazo. Porque, vale,
si lo haces rapidito, puede valer, pero si te recreas en la suerte del
apasionante mundo de Mercadona, dan ganas de asesinar al perro, primero, y
esperar junto al cadáver la llegada del antiguo amo y hacer lo mismo con él,
para que no se compre otro.