domingo, mayo 14, 2023

Perros maleducados

Me confieso amante de los animales y precisamente por eso, nunca he tenido animal de compañía, porque siempre he pensado que meter a un animal en un piso y someterlo a los horarios de los dueños, es una forma maquiavélica de tortura. El único animal de compañía que tuve, en realidad no era mío. Era el Soroyo, un gato callejero que un día le subieron a casa y se quedó para siempre. De hecho, él llegó a mi casa antes que yo. Mis tíos, que vivían en la puerta de enfrente, siempre tuvieron perro. De diferentes razas y caracteres, pero siempre tuvieron uno y era mi tío el que lo sacaba todos los días por la mañana y por la tarde a pasear, aunque cayeran chuzos de punta.

Tampoco entiendo a los que se empeñan en tener una mascota y no la cuidan como se merece o la tratan como un peluche y es un regalo para los hijos pequeños. Unos vecinos míos, que ya no viven aquí, un día nos llaman a casa y nos dicen que se van de viaje y que si podemos dar de comer al gato que tienen. De entrada, ya me parece bastante morro eso de llamar al timbre y decir “ahí tienes esto, que yo me voy a NY”, porque la primera pregunta sería “y si yo tampoco voy a estar, ¿qué le pasa al gato?” Bueno, el caso es que como me gustan los animales y tampoco había alternativa, me encargué yo de bajar y ver cómo estaba el gato.

El pobre animal lo tenían en la terraza. Una terraza en la que el 99% está siendo azotada por un sol sahariano. El pobre bicho tenía comida, sí, pero el cacharro del agua tenía más mierda que el rabo de una vaca. Y el comedero que le habían habilitado en la terraza, inducía más al ayuno felino que a otra cosa.

Al ver aquello se me cayó el alma a los pies. No entiendo que alguien tenga un animal de compañía, y lo tenga abandonado, literalmente, en la terraza día y noche, invierno y verano. La mayor parte del día estaban fuera, trabajando, y los niños en el colegio. El animal estaba solo, en la terraza y pésimamente atendido. Me dio tanta pena que después de limpiarle un poco la pocilga en la que se había convertido su minúsculo espacio, y ponerle algo de agua y de comida, lo cogí y me lo subí a casa.

Durante la hora y media que estuvo en casa, no paró ni un instante. Iba de un lado a otro, como si no hubiera estado antes, oliéndolo todo y en un estado de excitación que no se calmaba con el paso de los minutos. Pero la razón de decidir expulsarlo del paraíso y devolverle a su gaticueva en su terraza, fue que intentó afilarse las uñas con la tapicería de las sillas. Y hasta hemos llegado, amigo gato. Toíto te lo consiento menos que me jodas las sillas, monín. Así es que, con todo el dolor de mi corazón, devolví al gato a su territorio en el que lo único que podía desgarrar eran las losetas del suelo. No culpo al pobre animal de su comportamiento, debido, probablemente, a las pocas atenciones que recibía por parte de quienes tenían la obligación de cuidarlo, pero tampoco iban a pagar mis sillas la desatención de mis vecinos. Cuando regresaron de NY le regalaron a mi mujer un bolso comprado en Maceys.

Algo parecido ocurre con los perros.

De un tiempo a este parte, se ha puesto de moda tener, no uno, sino varios perros. Ahora ves a la gente paseando a dos perros, a tres y yo siempre que los veo, me acuerdo de dos cosas: de cómo deben estar los vecinos de hartos, porque seguro que cada vez que escuchan el timbre de la puerta, o del teléfono, ladran, y también pienso en la enorme satisfacción que les debe producir recoger la mierda de sus perritos por las calles. Por supuesto, los habrá bien educados, al más puro estilo César Millán, pero ya te digo yo que en mi urbanización hay unos cuantos a los que me gustaría darles el mismo trato que recibieron los de la película “Un pez llamado Wanda”.

Sin embargo, hay un aspecto fundamental en este tipo de propietarios que han decidido tener un perro como mascota y que seamos todos los demás, los que no tenemos ninguno, los que tengamos que ser tolerantes con la mala educación que han recibido. Me refiero a los dueños que se van de casa y dejan a los animales en la terraza un fin de semana entero, o la noche del sábado, o con acceso desde dentro para que el animal entre y salga, o se los llevan al Mercadona y como no pueden entrar, los dejan aparcados en la entrada atados a una verja. Más de uno y más de dos, comienzan a ladrar en el instante en que su amo traspasa el umbral del super mercado y no para de lamentarse, de lloriquear y de protestar hasta que éste regresa después de hacer sus compras. El problema es que el amo, no parece tener prisa por resolver el problema de las viandas y mientras él o ella se toma su tiempo decidiendo si los guisantes congelados han subido 2 céntimos o si los huevos están por las nubes, el perro de las narices no deja de ladrar como si se hubiera terminado el mundo. Y sus ladridos reverberan entre las paredes de las viviendas en la calle, entre los anaqueles del super y entre los coches del parking.

Y yo me pregunto, ¿es imprescindible traerse al perro al supermercado? ¿no lo podía dejar en casa? ¿O es que en casa es igual de coñazo y los vecinos han amenazado con cortarle el cuello al perro, al amo o a los dos? Porque, de verdad, no entiendo que te lleves al perro y lo dejes en la puerta, sabiendo y oyendo que está dando el coñazo. Porque, vale, si lo haces rapidito, puede valer, pero si te recreas en la suerte del apasionante mundo de Mercadona, dan ganas de asesinar al perro, primero, y esperar junto al cadáver la llegada del antiguo amo y hacer lo mismo con él, para que no se compre otro.

 

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