Vivía en un chamizo de aspecto endeble situado en mitad de un descampado completamente llano y aislado de todo contacto humano. Por alguna razón, escogió la soledad, la intimidad, antes que ir a alguna barriada chabolista, aunque por esa zona del noroeste de Madrid, no parecía que hubiera muchas.
No había árboles, vegetación o
arbusto que pudiera servir de cortina, de parapeto, contra los gélidos vientos
invernales o que le pudieran servir de sombra en los bochornosos días del
verano. Los días de lluvia todo lo que le rodeaba se convertía en barro y
desconozco cómo solucionaba ese problema dentro de su refugio. Estaba ahí, en
medio de ninguna parte, como si fuera el mismísimo teniente John J. Dunbar,
de “Bailando con lobos”, padeciendo los rigores del clima.
Por alguna extraña broma de los
dioses, quiso el destino que, justo frente a su “residencia” fuera a instalarse
una gran empresa. La empresa construyó un edificio enorme, con capacidad para
miles de empleados, y un garaje enorme exclusivamente para ellos. Pero además
de los empleados propios de la empresa, se necesitaban muchos más; cientos, tal
vez, miles de personas sub contratadas. Y entonces, a esos miles de personas
que se veían en la necesidad de acudir al trabajo en coche, pronto se les
planteó un problema: encontrar un sitio para aparcar.
Aunque la zona en la que estaba
enclavada la empresa era amplia, el número de coches era tal, que algunos
terminaron aparcando en lugares indebidos, con la consiguiente alegría por
parte del ayuntamiento de turno, subsección de multas. Por tanto, había que
encontrar una alternativa y parecía que la más lógica era dejar el coche justo
frente al edificio en cuestión. Un lugar ideal. Tan sólo había un detalle que solventar:
en ese descampado había una mini chabola.
Lo primero sería averiguar si
estaba ocupada por alguien o sólo eran los restos de una vida anterior.
Después, habría que confiar en el individuo no se fuera a dar el caso de que se
dedicara a sustraer todos los objetos de valor del interior de los vehículos, o
los coches en sí. Y al igual que sucedió en la película mencionada más arriba,
fue la curiosidad y la necesidad las que llevaron a un grupo de personas a
entablar relación con el habitante misterioso, que rara vez se dejaba ver.
El resultado de la charla fue de
lo más interesante.
Resulta que ese terreno donde el indigente
tenía su cobijo, pertenecía a una persona que, al parecer, había fallecido sin
dejar herederos, por lo que, la empresa multinacional que construyó justo
enfrente de su descampado, no pudo ejercer sus deseos de adquirir dicho terreno
porque no había nadie legal a quien comprarlo. El indigente vivía así en un
limbo legal que le permitía estar allí sin tener que rendir cuentas a nadie.
Era lo más parecido a un paraíso fiscal.
La comitiva le propuso
directamente, si vería con buenos ojos que los coches pudieran aparcar en su
extenso terreno. A cambio, cada vehículo le daría una “propina” simplemente por
el favor de vigilar que nadie se acercara a robar.
Y así, de esta manera tan
rocambolesca, fue como aquel indigente, que sobrevivía por puro instinto en un
descampado, en un chamizo, se convirtió en el gerente de su propio
aparcamiento.
Cada vehículo que deseaba aparcar
en ese terreno, debía comunicárselo a él, para que así lo hiciera constar en su
lista. De esta forma, podía llevar un control de quién le había entregado la
propina, quien se había retrasado y quien pretendía abusar de su buena fe y
aparcar sin pagar.
Se calcula que al final aparcaban
unos 200 vehículos a razón de unos 10 o 20 euros al mes cada uno. Sin
contratos. Sin facturas. Sin impuestos. Un paraíso fiscal en medio de Boadilla
del Monte y frente a un banco multinacional español.
Una ganga para los conductores y
una nueva vida para el indigente.