La mili, como los penaltis en un partido de fútbol o las dobles faltas en uno de tenis, siempre llega en un mal momento, pero nada se podía hacer con un asunto cuyo cumplimiento era obligatorio. Ante la imposibilidad de rebelarse contra el destino, sólo cabía la alternativa de presentarse voluntario al matadero. Si dejabas al libre albedrío tu futuro, tenías muchas posibilidades de que te enviaran al culo de España, al Sahara, a Canarias o por lo menos, a tomar por saco de tu casa, que viene a ser lo mismo. Sin embargo, si te presentabas voluntario al martirio te trataban con benevolencia y te destinaban a un lugar civilizado, más o menos cercano a tu domicilio.
Como decía al principio la mili
nunca llega en un buen momento. Tienes que dejar lo que estuvieras haciendo
para cumplir con el deber. En mi caso, había conseguido una especie de trabajo
temporal, rellenando a mano los códigos postales del Padrón Municipal de no sé
qué provincias. Recuerdo muy bien que tenía un montón de hojas de Padrón de
Requena. No recuerdo lo que me pagaban ni si lo hacían por hoja de padrón o por
horas, pero para alguien como yo que tenía presupuesto de ingresos cero
patatero, aquello era como jugar al póker y ganar. Estaba entusiasmado con mi
lapicero rellenando constantemente las casillas donde llevaba el código postal de
la localidad. Una y otra y otra, así hasta que se me terminaban las horas. Y
así un día tras otro.
Dicen que la ignorancia es muy
atrevida y así, cuando ya había decidido que tenía que irme a la mili, le
pregunté al que ejercía de mi jefecillo si cuando terminara el servicio militar
me guardarían el trabajo. Supongo que aquel joven debió pensar que le estaba
vacilando. Me miró a la cara para intentar descubrir la broma en mi sonrisa,
pero se dio cuenta de que lo que tenía enfrente, sólo era un gilipollas
ignorante. Así es que, con todo el dolor
de mi corazón un día tuve que abandonar aquel trabajo remunerado, el primero de
mi vida, si descontamos el que me daba mi tío – de vez en cuando – por cuidar
el césped y la piscina del chalet en Valdemorillo.
Después de haber solicitado
formalmente mi incorporación voluntaria a filas, imagino que recibiría una
carta en la que se me informaba que desempeñaría mis funciones destinado en el
glorioso Ejército del Aire, en la base conjunta hispano-norteamericana de
Torrejón de Ardoz. Allí, debía presentarme en una fecha determinada del mes de
abril de 1976. Es decir, escasos meses después de que Franco hubiera fallecido
en noviembre del 75. Por tanto, pertenezco a la segunda promoción que juró
lealtad a S.M. el Rey Juan Carlos I.
Según las leyes de Murphy, si
algo puede ir mal, lo más probable es que vaya peor. Hasta hacía poco más de un
par de años, me quejaba amargamente de la distancia que tenía que recorrer a
diario para ir desde casa al colegio. Y allí estaba yo, un par de años más
tarde, teniendo que ir hasta Torrejón de Ardoz, por supuesto, sin coche, claro.
Algo así como, si no quieres taza, toma dos.
No recuerdo cómo llegué hasta la
garita de entrada a la base que estaba atendida por personal mixto, tanto de la
Policía Aérea (PA) española como de la PM americana. Ningún particular que no
estuviera previamente autorizado, podía pasar la barrera y adentrarse en la
inmensidad de la base, de la que se decía que cubría un perímetro de 50 kms
cuadrados. Tampoco recuerdo qué medio de transporte utilizamos hasta llegar al
lugar de la cita. Tal vez fuera algún autobús o camión de transporte de tropas
interno. El caso es que la distancia desde la garita de entrada hasta el
edificio donde pasaríamos las siguientes
semanas, era de unos cinco kms, más o menos.
La primera sensación al llegar a
un sitio así fue peor incluso que mi primer día en el colegio, pero al igual
que en aquel momento histórico me dije a mí mismo: esto tiene fecha de fin. Y
así conseguí sobrevivir.
Seríamos unos 250-300 tíos. Todos
igual de despistados, supongo. Nos juntaron en el patio que formaban los
edificios de nuestro alojamiento, una cafetería y comedor, y un salón de actos.
Cuando al parecer ya estábamos
todos nos hicieron formar. Yo pensé, “pues hasta ahora. Igual que en el
colegio”. Y empezaron a pasar lista. Por orden alfabético, claro; o sea, que a
mí debieron de nombrarme el 221. De hecho, ese fue mi número de recluta. También
el sargento o lo que fuera, iba indicando a algunos que debían pasar por el
peluquero, una especie de esquilador de ovejas que te dejaba la cabeza sin un
pelo de tonto. En previsión de semejante agresión, yo ya me había cortado el
pelo, bastante corto, antes de ir y arriesgarme.
Después de la formación nos
hicieron pasar en fila de a uno por unos almacenes para recoger toda la indumentaria:
el traje de faena, el de paseo, tres camisas, una corbata, las botas de faena,
los zapatos de paseo, un “tres cuartos” de abrigo forrado con lana, unos
guantes de faena y otros blancos, calcetines y el gorro. Por supuesto, nada de
lo que te daban era de tu talla. Así es que con todo eso acarreando como mejor
podías, nos dirigieron a los dormitorios, a las literas donde cada uno elegía
la que le apetecía. Una vez allí, comenzó la operación “busco mi talla” y
aquello se parecía más al Rastro que a un cuartel. Todo el mundo ofreciendo
camisas de cuello 42, cuando lo que necesitaba era un 37; y lo mismo con los
zapatos, los pantalones y el resto de la ropa. Yo, pensé que el gorro me venía
pequeño, pero luego comprobé que era así, que no me lo tenía que encajar hasta
las cejas.
Yo tuve suerte y me pillé la
litera de arriba que, además, daba directamente al ventanal y al patio donde
habíamos estado. En la litera de abajo, tenía a un canario, de piel muy oscura,
de nombre Javier y apellido muy raro. Sobre los colchones de rayas, había una
almohada, unas sábanas y no recuerdo si alguna colcha o manta. Tampoco recuerdo
que nos cambiaran las sábanas. Aquello era cualquier cosa menos un hotel. Las
taquillas eran compartidas por cada dos literas. Aparte de la ropa de civil y
de las cosas de aseo, nadie necesitaba mucho más. Al menos durante los primeros
días.
Los dormitorios eran una nave
alargada en la que se abrían unos espacios a cada lado, que era donde se
instalaron las literas y las taquillas. Al fondo de todo, estaban las duchas.
Todo era espacioso, nuevo y limpio. De allí, una vez realizados los cambios de
talla pertinentes, debíamos salir vestidos con el traje de faena, que sólo lo
sustituiríamos por el de paseo, al abandonar la base. Después, nos llevaron al comedor.
No recuerdo el menú, pero lo que sí recuerdo es que mi paso por el servicio
militar supuso una considerable pérdida de peso y no solamente por la calidad
de la comida, que no era mala del todo; más bien por una mezcla entre eso y el
ejercicio. Por otra parte, desconozco si el bromuro con el que nos anestesiaban
nuestros más bajos y primitivos instintos ejercía algún tipo de efecto
secundario en la pérdida de peso.
Después de la comida nos
condujeron al salón de actos. Allí recibimos las primeras instrucciones de cómo
se iban a desarrollar nuestras próximas semanas. A qué hora nos iban a
despertar, cómo se debía saludar, el aspecto aseado, etc. También nos
informaron el salario que recibiríamos por cumplir con la patria: 300 pesetas
al mes. O lo que es lo mismo, unos 2€. Sí, lo sé: ridículo. Incluso entonces
parecía una broma de mal gusto.
No había forma de comunicarse con
la familia. Entonces, por supuesto, no había móviles, y tampoco recuerdo que
hubiera ningún teléfono público; y aunque lo hubiera, sería insuficiente para
más de 200 reclutas, algunos de los cuales, venían de localidades como
Valdepeñas, Toledo y otras partes de Castilla la Mancha.
Muy cerca de nuestro alojamiento
estaba la cabecera de pista de los aviones. El estruendo de sus motores
acelerando para despegar, se hizo habitual, tanto, que llegó un momento en el
que casi no los escuchábamos. Y desde luego, nunca supe de nadie que tuviera
problemas para conciliar el sueño a pesar del escándalo.
Por miedo a contagios, sólo usé
la sábana bajera. Pensé que así, además de no coger lo que no tenía, también
tardaría menos en dejar la litera lista al día siguiente.
La primera noche caí rendido y ni
el ruido de los cazas despegando a quinientos metros de mi cama, me impidió
dormir como un tronco.