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sábado, julio 22, 2023

Nasío pa barrer (capítulo 2)

Lo peor de todo era el toque de corneta por las mañanas, aunque con el tiempo, acabé encontrando cierto paralelismo con la manera de despertarme de mi madre, aunque ella sin corneta. El cabo responsable de tocar diana, se colocaba al pie de la escalera del bloque de tres pisos y soplaba con toda su alma, haciendo retumbar el edificio como si se tratara de las trompetas de Jericó, hasta que conseguía hacer saltar, literalmente, a los reclutas de sus literas, aunque se escondieran en el ático. Después, un tiempo regulado para la ducha, el afeitado y el aseo general. Traje de faena, bajada al comedor a desayunar y dispuestos a aprender a formar, desfilar y obedecer las órdenes del cabo primero al mando de la formación.

Poco a poco nos fuimos acostumbrando al entorno. A las comidas, los horarios, los colchones, el ruido de los aviones.

El primer día, a la hora de afeitarme, me habían regalado una maquinilla eléctrica Braun. Entonces no necesitaba afeitarme a diario, pero era mejor que nada. Cuando llegó la hora de enchufar la máquina, un compañero, con la mejor de sus intenciones, me aseguró que él no creía que la corriente fuera a 220 voltios. Así es que le hice caso, cambié en mi Braun a 125 v y me dispuse a afeitarme. La máquina duró exactamente dos días. La corriente era de 220 voltios. Tuve que explicar al cabo primero que lo de estar mal afeitado se debía a eso y que al no tener cuchillas de afeitar no había podido terminar. Fue generoso y comprensivo y no me metió un paquete.

De tanto subir y bajar, y andar para arriba y para abajo, la mayoría teníamos agujetas. Alguno de los suboficiales, de tanto forzar la voz para dar las órdenes, se quedó afónico y tuvo que ser reemplazado por un compañero.

Llevábamos tres días allí, incomunicados con el exterior, secuestrados por el ejército del aire, en una base conjunta EE. UU- España. Una tarde, sentado en mi litera y charlando con uno de mis nuevos colegas, a través del ventanal reconozco la figura de mi hermano. Desconcertado, intento lo imposible: abrir una ventana inexistente, seguramente por motivos de seguridad. Intento llamar su atención desde el primer piso, pero es inútil. Así es que salgo como alma que lleva el diablo escaleras abajo para ver qué ocurría. Cuando llegué al patio pude ver cómo se introducía en su coche y enfilaba la carretera camino a la salida. No pudo escuchar mi llamada ni tampoco debió mirar por el retrovisor del coche.

Todavía nos quedaban unos días más, hasta el viernes, cuando nos dieron el pase “per nocta” y pudimos regresar a casa a pasar el fin de semana. Habíamos sobrevivido a nuestra primera semana en la mili. La jura de bandera sería en junio-julio de ese año, 1976.

Era una época muy convulsa. Tras la muerte de Franco, los atentados de ETA eran día sí y día no. Los ánimos en las “salas de banderas” ([1]) militares, víctimas elegidas por los asesinos, estaban exaltados. Los de extrema derecha hacían de las suyas, asesinando a los abogados de la calle Atocha.

Para nosotros, los simples reclutas, nuestro principal problema era que a alguien se le ocurriera la feliz idea de acuartelarnos, por razones de seguridad, con lo que los pases para ir a casa a pasar los fines de semana, podrían verse cancelados.

Distintas perspectivas.

El viernes, después de la instrucción, nos llevaron de regreso a la Compañía y nos indicaron que usáramos el traje de paseo. Eso significaba que nos íbamos a casa.

Formamos en el patio y el cabo furriel fue nombrando uno a uno a todos los reclutas de la promoción, al tiempo que el suboficial cogía la identificación y se la entregaba personalmente al sujeto. Para cuando llegaron a la “U” yo ya tenía taquicardias. No sería la primera vez que me han llamado Husein, Ausin, Fusil, e incluso cosas peores. Con tanta gente nueva, y con diversidad de apellidos, no era de extrañar que a alguien que se llama Froufe García, terminaran por rebautizarlo como Frute Gracia. Yo tan solo esperaba que ese error tipográfico no supusiera un impedimento para salir de allí escopetado.

Cuando nos entregaron el carné, rompimos filas, fuimos a recoger nuestras pertenencias de las taquillas, donde se quedaba lo imprescindible, y nos dispusimos a salvar la distancia hasta la garita de salida. Como había compañeros que disponían de coche propio, enseguida comenzaron a establecerse relaciones mercantiles entre el conductor y los usuarios habituales para pagar a medias la gasolina. Un negocio en el que yo no podía entrar. Mi negocio era hacer dedo, o sea, autostop.

No recuerdo si el primer día me llevaron hasta la salida y me dejaron allí o si, por el contrario, alguien pudo llevarme hasta la Avenida de América para coger el Metro. El caso es que a media tarde conseguí llegar a mi casa, después de una semana sin noticias. El recibimiento fue como el que le hicieron a John Wayne en la película “Centauros del desierto”, después de una búsqueda durante varios meses infructuosa de su sobrina, raptada por los comanches. Pero mi urgencia era, por este orden, ducharme y comer.

Es cierto que en el campamento las duchas estaban muy bien, con agua caliente, amplias, nuevas, limpias y demás, pero en casa todo sabe distinto. La comida sabe diferente, imagino que no echar bromuro influye en el sabor. La ropa sucia a lavar y a esperar que el lunes estuviera seca. Y dormir.

 

 



[1] Sala de Banderas. Un lugar exclusivo de reunión de jefes y oficiales, en donde además de éstos, solo podían entrar los gastadores, ordenanzas y camareros.

sábado, julio 15, 2023

Nasío pa barrer (capítulo 1)

La mili, como los penaltis en un partido de fútbol o las dobles faltas en uno de tenis, siempre llega en un mal momento, pero nada se podía hacer con un asunto cuyo cumplimiento era obligatorio. Ante la imposibilidad de rebelarse contra el destino, sólo cabía la alternativa de presentarse voluntario al matadero. Si dejabas al libre albedrío tu futuro, tenías muchas posibilidades de que te enviaran al culo de España, al Sahara, a Canarias o por lo menos, a tomar por saco de tu casa, que viene a ser lo mismo. Sin embargo, si te presentabas voluntario al martirio te trataban con benevolencia y te destinaban a un lugar civilizado, más o menos cercano a tu domicilio.

Como decía al principio la mili nunca llega en un buen momento. Tienes que dejar lo que estuvieras haciendo para cumplir con el deber. En mi caso, había conseguido una especie de trabajo temporal, rellenando a mano los códigos postales del Padrón Municipal de no sé qué provincias. Recuerdo muy bien que tenía un montón de hojas de Padrón de Requena. No recuerdo lo que me pagaban ni si lo hacían por hoja de padrón o por horas, pero para alguien como yo que tenía presupuesto de ingresos cero patatero, aquello era como jugar al póker y ganar. Estaba entusiasmado con mi lapicero rellenando constantemente las casillas donde llevaba el código postal de la localidad. Una y otra y otra, así hasta que se me terminaban las horas. Y así un día tras otro.

Dicen que la ignorancia es muy atrevida y así, cuando ya había decidido que tenía que irme a la mili, le pregunté al que ejercía de mi jefecillo si cuando terminara el servicio militar me guardarían el trabajo. Supongo que aquel joven debió pensar que le estaba vacilando. Me miró a la cara para intentar descubrir la broma en mi sonrisa, pero se dio cuenta de que lo que tenía enfrente, sólo era un gilipollas ignorante.  Así es que, con todo el dolor de mi corazón un día tuve que abandonar aquel trabajo remunerado, el primero de mi vida, si descontamos el que me daba mi tío – de vez en cuando – por cuidar el césped y la piscina del chalet en Valdemorillo.

Después de haber solicitado formalmente mi incorporación voluntaria a filas, imagino que recibiría una carta en la que se me informaba que desempeñaría mis funciones destinado en el glorioso Ejército del Aire, en la base conjunta hispano-norteamericana de Torrejón de Ardoz. Allí, debía presentarme en una fecha determinada del mes de abril de 1976. Es decir, escasos meses después de que Franco hubiera fallecido en noviembre del 75. Por tanto, pertenezco a la segunda promoción que juró lealtad a S.M. el Rey Juan Carlos I.

Según las leyes de Murphy, si algo puede ir mal, lo más probable es que vaya peor. Hasta hacía poco más de un par de años, me quejaba amargamente de la distancia que tenía que recorrer a diario para ir desde casa al colegio. Y allí estaba yo, un par de años más tarde, teniendo que ir hasta Torrejón de Ardoz, por supuesto, sin coche, claro. Algo así como, si no quieres taza, toma dos.

No recuerdo cómo llegué hasta la garita de entrada a la base que estaba atendida por personal mixto, tanto de la Policía Aérea (PA) española como de la PM americana. Ningún particular que no estuviera previamente autorizado, podía pasar la barrera y adentrarse en la inmensidad de la base, de la que se decía que cubría un perímetro de 50 kms cuadrados. Tampoco recuerdo qué medio de transporte utilizamos hasta llegar al lugar de la cita. Tal vez fuera algún autobús o camión de transporte de tropas interno. El caso es que la distancia desde la garita de entrada hasta el edificio donde pasaríamos las siguientes  semanas, era de unos cinco kms, más o menos.

La primera sensación al llegar a un sitio así fue peor incluso que mi primer día en el colegio, pero al igual que en aquel momento histórico me dije a mí mismo: esto tiene fecha de fin. Y así conseguí sobrevivir.

Seríamos unos 250-300 tíos. Todos igual de despistados, supongo. Nos juntaron en el patio que formaban los edificios de nuestro alojamiento, una cafetería y comedor, y un salón de actos.

Cuando al parecer ya estábamos todos nos hicieron formar. Yo pensé, “pues hasta ahora. Igual que en el colegio”. Y empezaron a pasar lista. Por orden alfabético, claro; o sea, que a mí debieron de nombrarme el 221. De hecho, ese fue mi número de recluta. También el sargento o lo que fuera, iba indicando a algunos que debían pasar por el peluquero, una especie de esquilador de ovejas que te dejaba la cabeza sin un pelo de tonto. En previsión de semejante agresión, yo ya me había cortado el pelo, bastante corto, antes de ir y arriesgarme.

Después de la formación nos hicieron pasar en fila de a uno por unos almacenes para recoger toda la indumentaria: el traje de faena, el de paseo, tres camisas, una corbata, las botas de faena, los zapatos de paseo, un “tres cuartos” de abrigo forrado con lana, unos guantes de faena y otros blancos, calcetines y el gorro. Por supuesto, nada de lo que te daban era de tu talla. Así es que con todo eso acarreando como mejor podías, nos dirigieron a los dormitorios, a las literas donde cada uno elegía la que le apetecía. Una vez allí, comenzó la operación “busco mi talla” y aquello se parecía más al Rastro que a un cuartel. Todo el mundo ofreciendo camisas de cuello 42, cuando lo que necesitaba era un 37; y lo mismo con los zapatos, los pantalones y el resto de la ropa. Yo, pensé que el gorro me venía pequeño, pero luego comprobé que era así, que no me lo tenía que encajar hasta las cejas.

Yo tuve suerte y me pillé la litera de arriba que, además, daba directamente al ventanal y al patio donde habíamos estado. En la litera de abajo, tenía a un canario, de piel muy oscura, de nombre Javier y apellido muy raro. Sobre los colchones de rayas, había una almohada, unas sábanas y no recuerdo si alguna colcha o manta. Tampoco recuerdo que nos cambiaran las sábanas. Aquello era cualquier cosa menos un hotel. Las taquillas eran compartidas por cada dos literas. Aparte de la ropa de civil y de las cosas de aseo, nadie necesitaba mucho más. Al menos durante los primeros días.

Los dormitorios eran una nave alargada en la que se abrían unos espacios a cada lado, que era donde se instalaron las literas y las taquillas. Al fondo de todo, estaban las duchas. Todo era espacioso, nuevo y limpio. De allí, una vez realizados los cambios de talla pertinentes, debíamos salir vestidos con el traje de faena, que sólo lo sustituiríamos por el de paseo, al abandonar la base. Después, nos llevaron al comedor. No recuerdo el menú, pero lo que sí recuerdo es que mi paso por el servicio militar supuso una considerable pérdida de peso y no solamente por la calidad de la comida, que no era mala del todo; más bien por una mezcla entre eso y el ejercicio. Por otra parte, desconozco si el bromuro con el que nos anestesiaban nuestros más bajos y primitivos instintos ejercía algún tipo de efecto secundario en la pérdida de peso.

Después de la comida nos condujeron al salón de actos. Allí recibimos las primeras instrucciones de cómo se iban a desarrollar nuestras próximas semanas. A qué hora nos iban a despertar, cómo se debía saludar, el aspecto aseado, etc. También nos informaron el salario que recibiríamos por cumplir con la patria: 300 pesetas al mes. O lo que es lo mismo, unos 2€. Sí, lo sé: ridículo. Incluso entonces parecía una broma de mal gusto.

No había forma de comunicarse con la familia. Entonces, por supuesto, no había móviles, y tampoco recuerdo que hubiera ningún teléfono público; y aunque lo hubiera, sería insuficiente para más de 200 reclutas, algunos de los cuales, venían de localidades como Valdepeñas, Toledo y otras partes de Castilla la Mancha.

Muy cerca de nuestro alojamiento estaba la cabecera de pista de los aviones. El estruendo de sus motores acelerando para despegar, se hizo habitual, tanto, que llegó un momento en el que casi no los escuchábamos. Y desde luego, nunca supe de nadie que tuviera problemas para conciliar el sueño a pesar del escándalo.

Por miedo a contagios, sólo usé la sábana bajera. Pensé que así, además de no coger lo que no tenía, también tardaría menos en dejar la litera lista al día siguiente.

La primera noche caí rendido y ni el ruido de los cazas despegando a quinientos metros de mi cama, me impidió dormir como un tronco.