Todos los seres humanos tenemos una serie de usos, costumbres o manías. Unas son más inocuas que otras, más inconfesables que otras. En algunos casos, esas manías pueden llegar a dirigir la vida de las personas y entonces se entra en el terreno de la obsesión. Pero en general, las manías suelen ser bastante inocentes. Por ejemplo, en mi caso, entre otras, suelo fijarme en el calzado de las personas, sean hombres o mujeres. Ya escribí sobre eso en otra ocasión.
Otra de esas manías inocentes
consiste en almacenar datos o imágenes, perfectamente etiquetadas, y no volver
a verlas nunca. En este sentido, desde siempre, me ha dado por guardar los
movimientos bancarios desde los tiempos en los que se comenzó a poder
descargarlos. Los tengo de todos los bancos por los que he ido peregrinando.
Están ahí, guardaditos y no los miro jamás. Como las fotos y las películas del
pasado.
Hace ya algunos años, envié las
películas antiguas que tenía de súper 8mm a un laboratorio para que me las
juntaran todas en un DVD. Mudo, por supuesto, como las propias pelis. Más
tarde, cuando el mundo del cine evolucionó, también tenía cintas de vídeo de
8mm y me tomé la molestia de guardarlas y de hacer una copia en DVD, esta vez,
claro, sonoro. Todo eso, junto con las fotos normales de toda la vida, está
guardado en sus correspondientes álbumes, cajas, algunas en el trastero y otras
en casa.
Pero además de todo este
despliegue acumulativo, también desde hace muchos años, tengo la costumbre de
hacer copias de seguridad de los teléfonos del móvil. Hoy en día, con esto de
Google y demás, resulta casi transparente, si lo has definido en los ajustes de
tu teléfono, que se hagan copias de seguridad cada cierto tiempo, pero en los
años en los que yo lo hacía, tenía que comprarme un cable USB y utilizar una
aplicación específica del fabricante, en este caso, NOKIA.
Este proceso, que hoy puede
parecer antiguo, obsoleto y caduco, en su día era fundamental en el caso de que
cambiaras de teléfono, ya que, normalmente, la capacidad de las tarjetas no era
suficiente para almacenar los contactos y te veías obligado a usar – en combinación
o no – la memoria del propio teléfono.
Como todo lo demás, toda esa
información la tengo almacenada en mi PC, en sus correspondientes carpetas y
con sus fechas. Muy rara vez, he acudido a esas listas – algunas con una
antigüedad de decenas de años – para recuperar algún contacto que, con el paso
del tiempo, se ha ido enfriando o se ha perdido por circunstancias. Hoy, todo
esto suena antediluviano, arcaico, pero es porque actualmente la integración
del móvil, con tus emails, tus grupos de WhatsApp o tu almacenamiento en la nube,
se hace de forma mucho más natural, casi, aunque no quieras. Vas añadiendo
contactos y casi sin darte cuenta, un día envías un wasap cuando antes enviabas
SMS. Y entonces tienes el contacto en la lista de teléfonos y en la de wasaps.
Y aunque no te pases el día revisando ni una lista ni la otra, de vez en cuando
te encuentras con alguien que ya no va a recibir ninguna llamada ni ningún
wasap. Ayer me volvió a pasar.
Recibí una llamada para
informarme que José Luís, ya no estaba. No se puede decir que mantuviéramos una
amistad, pero sí que teníamos una buena relación con cierto grado de confianza.
La suficiente, al menos, para que su viuda se tomara el tiempo de buscar mi
teléfono e informarme. La mala noticia me sorprendió poco. Hacía ya años que
venía superando con esfuerzo un diagnóstico grave, lo que, unido a su edad, sin
duda, ayudó a empeorar su aspecto físico. Pero lo que más me llamó la atención
fue el tono de ella, de su ya viuda. Era sereno, firme. Seguro que después de
varias décadas juntos, sentía en el alma su ausencia, pero no se le notaba en
la voz.
Y cuando colgué, me volví a
encontrar con él, con José Luís, en mi lista de wasap. Y entonces, sí, entonces
dediqué unos segundos a repasar esa lista y pude comprobar que en mis listas
había ausencias. Están ahí, pero sé que no habrá comunicación posible. Y, sin
embargo, no soy capaz de eliminar esos nombres. Me parece una traición a su memoria.
Ya sé que es una tontería, pero no puedo dar a “eliminar”; como si su presencia
en mi lista fuera una especie de certificado de permanencia en mis recuerdos; como
si en el fondo, me negara a aceptar lo evidente.
Y entonces, asocié la lista de Schindler y la mía. En la de aquel, estar en ella significaba la vida y si no estabas, la muerte. Estar en la mía, mantenerlos vivos en mi memoria. Al fin y al cabo, es allí donde ahora están todos los que ya no están: en nuestra memoria, en nuestras listas de contactos, en nuestros grupos de wasaps.