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martes, julio 18, 2023

La lista de Carlitos

Todos los seres humanos tenemos una serie de usos, costumbres o manías. Unas son más inocuas que otras, más inconfesables que otras. En algunos casos, esas manías pueden llegar a dirigir la vida de las personas y entonces se entra en el terreno de la obsesión. Pero en general, las manías suelen ser bastante inocentes. Por ejemplo, en mi caso, entre otras, suelo fijarme en el calzado de las personas, sean hombres o mujeres. Ya escribí sobre eso en otra ocasión.

Otra de esas manías inocentes consiste en almacenar datos o imágenes, perfectamente etiquetadas, y no volver a verlas nunca. En este sentido, desde siempre, me ha dado por guardar los movimientos bancarios desde los tiempos en los que se comenzó a poder descargarlos. Los tengo de todos los bancos por los que he ido peregrinando. Están ahí, guardaditos y no los miro jamás. Como las fotos y las películas del pasado.

Hace ya algunos años, envié las películas antiguas que tenía de súper 8mm a un laboratorio para que me las juntaran todas en un DVD. Mudo, por supuesto, como las propias pelis. Más tarde, cuando el mundo del cine evolucionó, también tenía cintas de vídeo de 8mm y me tomé la molestia de guardarlas y de hacer una copia en DVD, esta vez, claro, sonoro. Todo eso, junto con las fotos normales de toda la vida, está guardado en sus correspondientes álbumes, cajas, algunas en el trastero y otras en casa.

Pero además de todo este despliegue acumulativo, también desde hace muchos años, tengo la costumbre de hacer copias de seguridad de los teléfonos del móvil. Hoy en día, con esto de Google y demás, resulta casi transparente, si lo has definido en los ajustes de tu teléfono, que se hagan copias de seguridad cada cierto tiempo, pero en los años en los que yo lo hacía, tenía que comprarme un cable USB y utilizar una aplicación específica del fabricante, en este caso, NOKIA.

Este proceso, que hoy puede parecer antiguo, obsoleto y caduco, en su día era fundamental en el caso de que cambiaras de teléfono, ya que, normalmente, la capacidad de las tarjetas no era suficiente para almacenar los contactos y te veías obligado a usar – en combinación o no – la memoria del propio teléfono.

Como todo lo demás, toda esa información la tengo almacenada en mi PC, en sus correspondientes carpetas y con sus fechas. Muy rara vez, he acudido a esas listas – algunas con una antigüedad de decenas de años – para recuperar algún contacto que, con el paso del tiempo, se ha ido enfriando o se ha perdido por circunstancias. Hoy, todo esto suena antediluviano, arcaico, pero es porque actualmente la integración del móvil, con tus emails, tus grupos de WhatsApp o tu almacenamiento en la nube, se hace de forma mucho más natural, casi, aunque no quieras. Vas añadiendo contactos y casi sin darte cuenta, un día envías un wasap cuando antes enviabas SMS. Y entonces tienes el contacto en la lista de teléfonos y en la de wasaps. Y aunque no te pases el día revisando ni una lista ni la otra, de vez en cuando te encuentras con alguien que ya no va a recibir ninguna llamada ni ningún wasap. Ayer me volvió a pasar.

Recibí una llamada para informarme que José Luís, ya no estaba. No se puede decir que mantuviéramos una amistad, pero sí que teníamos una buena relación con cierto grado de confianza. La suficiente, al menos, para que su viuda se tomara el tiempo de buscar mi teléfono e informarme. La mala noticia me sorprendió poco. Hacía ya años que venía superando con esfuerzo un diagnóstico grave, lo que, unido a su edad, sin duda, ayudó a empeorar su aspecto físico. Pero lo que más me llamó la atención fue el tono de ella, de su ya viuda. Era sereno, firme. Seguro que después de varias décadas juntos, sentía en el alma su ausencia, pero no se le notaba en la voz.

Y cuando colgué, me volví a encontrar con él, con José Luís, en mi lista de wasap. Y entonces, sí, entonces dediqué unos segundos a repasar esa lista y pude comprobar que en mis listas había ausencias. Están ahí, pero sé que no habrá comunicación posible. Y, sin embargo, no soy capaz de eliminar esos nombres. Me parece una traición a su memoria. Ya sé que es una tontería, pero no puedo dar a “eliminar”; como si su presencia en mi lista fuera una especie de certificado de permanencia en mis recuerdos; como si en el fondo, me negara a aceptar lo evidente.

Y entonces, asocié la lista de Schindler y la mía. En la de aquel, estar en ella significaba la vida y si no estabas, la muerte. Estar en la mía, mantenerlos vivos en mi memoria. Al fin y al cabo, es allí donde ahora están todos los que ya no están: en nuestra memoria, en nuestras listas de contactos, en nuestros grupos de wasaps.

sábado, julio 08, 2023

De los silbos de otros tiempos

Ayer vi un reportaje sobre la isla del Hierro y esa peculiar manera que tienen de comunicarse entre ellos debido a la orografía de la isla: a silbidos, o silbos, como lo llaman ellos. La isla de El Hierro no es muy grande en tamaño, pero es muy agreste, lo que obligó a sus habitantes a inventarse un método de comunicación rápido y eficaz entre ellos. Se podría decir que fueron ellos los que inventaron la primera conversación sin hilos.

La verdad es que me sorprendió, porque yo conocía los silbos de la isla de la Gomera, en donde, por idénticas razones orográficas del terreno, tuvieron que implantar el silbido como un lenguaje audible en la distancia.

El lugareño dio algunos ejemplos de cómo un padre podría querer informar a su hijo de alguna novedad importante, cuando éste podía permanecer con el ganado en las montañas durante meses. Incluso, si el interesado no había escuchado el mensaje, pero lo había hecho algún vecino, éste hacía de repetidor indicando al pastor que su padre le andaba buscando para darle alguna noticia. Toda una filosofía de vida encerrada en un simple silbido.

Más tarde, allá por los años 70 del pasado siglo, llegó la modernidad a las islas Canarias. Al parecer, antes de que el uso del teléfono se convirtiera en un sistema generalizado entre los habitantes, alguien decidió que hubiera al menos un aparato, en una tienda, más o menos céntrica de la isla, donde además de recibir a los escasos turistas de aquella época, también podían recibir y enviar mensajes a las personas que estuvieran desperdigadas por la geografía herreña. Así, por ejemplo, recibían una llamada para indicar que Fulanito debía estar prevenido y llegarse hasta el teléfono, porque algún pariente emigrante en Venezuela, iba a contactar con él al cabo de veinte, treinta minutos o una hora, tiempo suficiente para transmitir a base de silbidos el aviso y de que al sujeto le diera tiempo de llegar hasta ese infernal invento.

Al margen del aspecto romántico que tiene recordar este tipo de comunicación, hay que ponerse en el lugar de los herreños en casos de necesidad. Hoy nos puede parecer algo idílico y curioso, pero si te sitúas en tiempos pasados y estás en mitad de la isla y tu hijo tiene un ataque de peritonitis, maldita la gracia que te haría vivir en un sitio tan apartado de la civilización. Lo paradisíaco se convertía entonces en una suerte de naufragio, y tú estabas abandonado a tu suerte.

Pero todo esto me hizo recordar una época en la que cuando querías hablar desde Madrid con alguien de fuera de tu ciudad, tenías que llamar a Telefónica – la única, la imperial, la Compañía Telefónica Nacional de España propiedad del Estado, y solicitar a la señorita que te atendía que querías hablar con un teléfono de Ponferrada, por ejemplo. Y entonces, la señorita te respondía que la conferencia tenía una demora de tantos minutos o de varias horas, porque las líneas estaban sobrecargadas. Y a partir de ese momento, tenías que hacer guardia entorno al negro aparato de bakelita que tenías en el salón, con un sonido estridente - que se escuchaba en todo el bloque de vecinos - cuando recibías una llamada y con un peso que más parecía inventado como arma mortal que como un sistema de comunicación. Anclado a la pared con un cable negro y no extensible, el concepto de intimidad no existía.

Todo esto parece que pasó en otro planeta, en otro país, pero fue aquí, y de vez en cuando conviene echar la vista atrás y recordar de qué mundo venimos, sobre todo hoy, que hay gente que no suelta el móvil ni cuando se ducha.