El departamento de Jardines y Limpieza estaba ubicado en un barracón largo en forma de semitubo, y en mitad de lo que parecía ser una especie de bosquecillo salvaje. Tanto la puerta como las escasas ventanas, ofrecían una imagen de provisionalidad, como si lo hubieran tenido que construir deprisa y corriendo y no hubieran tenido más alternativa que recurrir a materiales de desecho y reconvertirlos.
El sargento Caballero era el
responsable del departamento. Era un hombre que aparentaba ser muy mayor, por
lo que el cargo de sargento le debía venir por la cantidad de años que llevaba
trabajando en el ejército y no tanto por sus dotes o valía. Era un hombre
chaparro, algo grueso, una especie de Sancho Panza, pero sin tanta cultura ni
sentido común; de rasgos duros, voz ronca y de trato hosco. Intentaba
amedrentar y lo que conseguía era quedar en ridículo.
Dentro del propio personal que
formábamos el departamento, abundaban los estudiantes universitarios, algo que
no le gustaba nada al sargento y siempre que tenía ocasión, intentaba
ridiculizar a alguno de nosotros haciéndole ver que por muy universitario que
fuera, allí, el que más sabía era él.
La sorpresa fue que el hijo del
sargento también formaba parte del equipo con el grado de cabo. La verdad es
que el pobre chaval daba pena. La relación con su padre no debía ser mejor que
la que el mismo tenía con nosotros. Se le veía siempre temeroso y como
queriendo agradar al padre con su actitud, algo, en lo que, por cierto, no
obtenía demasiado éxito.
De entre las funciones que
debíamos desempeñar, estaban, lógicamente, la del cuidado de los jardines de
las zonas españolas, que básicamente se limitaba a regar las plantas y el
césped. Todas las demás tareas asignables a un entendido en la materia, las desempeñaba
el sargento. Nosotros, sólo éramos la mano de obra. Una mano de obra, a decir
verdad, muy poco cualificada, porque en cierta ocasión se nos encomendó plantar
unos 300 árboles, y dado que la mayoría eran sólo unos palos, muchos de ellos,
los plantamos al revés: boca abajo. Algo que en el fondo satisfizo al sargento
porque así pudo demostrar que él sabía algo que los demás desconocíamos.
Otra de las tareas encomendadas
era la de recoger la basura de todas las dependencias de la parte española,
incluida especialmente, las de las cocinas. Esta tarea, iba por turnos
semanales.
Lo de regar las plantas y el
césped, yo ya era un experto por haberlo hecho en el chalet de mis tíos en
Valdemorillo. Ahora lo de ser basurero, tenía su guasa.
El llamado camión de la basura,
en realidad, era un vehículo al que se le habían incorporado una serie de
adaptaciones para que pudiera realizar esas tareas. Así, por ejemplo, a la caja
del camión, se había acoplado una estructura metálica en forma de pirámide,
totalmente cerrada, con cuatro portezuelas, dos en cada lateral. Al abrirse
estas trampillas, permitían echar dentro la basura.
Otra de las mejoras que se
implementaron fueron sendos tablones de madera, muy resistente, a cada lado del
vehículo. El objeto de dichos tablones era permitir el traslado de las 4
personas – dos a cada lado - que formaban la cuadrilla de los basureros ya que,
dentro de la cabina del camión, no había espacio para todos. Es decir, excepto
el conductor, que iba cómodamente instalado en la cabina y que se limitaba a
conducir y nada más, el resto viajábamos en los tablones del exterior y
agarrados a las portezuelas, ya fuera verano, invierno, hiciera calor o
lloviera.
Recoger los papeles de las
oficinas y la peladura de alguna naranja de un piloto de combate, no tiene
mayor relevancia. Lo duro era acudir al lugar donde se depositaban los restos
de la comida del pabellón de reclutas.
Los cubos de la basura estaban
formados por antiguos bidones de unos cientos de litros de capacidad, que
habían sido serrados por la mitad y a los que se les había soldado unas
agarraderas para poder manejarlos. No debían ser demasiado grandes ni demasiado
profundos, porque una vez repletos de restos de comida debían ser manipulados
por dos personas, de fuerza normal.
Al llegar al temido destino se
iniciaba un complicado proceso de mentalización y de organización entre
nosotros. Lo primero de todo, era respirar lo menos posible para evitar que la
peste de toda esa inmundicia se quedara a vivir en nuestra pituitaria. Después,
nos acercábamos con más asco que miedo, para comprobar el volumen de la mierda
allí contenida. En ocasiones, sobre todo en los días más calurosos del verano,
se podía apreciar, incluso en la distancia, cómo esos restos depositados en los
cubos, hacía chup-chup, debido a la fermentación.
Una vez analizada la situación de
los cubos, de su capacidad, de su peso, de lo podrido de su contenido y demás
parámetros pestilentes, se formaban dos equipos de dos. Uno de los equipos se
subía a los tablones laterales del camión y abrían las portezuelas por donde en
breves momentos se iban a descargar los cubos hediondos. Los otros dos eran los
encargados de coger aire, agarrar los cubos y subirlos a pulso hasta el tablón,
donde eran relevados por el otro equipo y serían los encargados de cogerlos y
echarlos por las portezuelas. En el mismo instante en que los que habían cogido
los cubos, los depositaban en el soporte, salían de la zona de influencia lo
más rápidamente posible, en primer lugar, para recuperar la respiración y, en
segundo lugar, para evitar que los que estaban subidos en el camión, les fueran
a salpicar al lanzar los cubos una vez habían sido vaciados de su inmundo
contenido. Los equipos se turnaban en sus funciones y se tomaban el tiempo
necesario para evitar que ninguno se pusiera a vomitar. Normalmente, ese era el
último punto al que se acudía. Desde allí, los basureros, nos dirigíamos al
vertedero a depositar nuestra contribución. Aunque nuestra tarea no siempre
terminaba ahí.
El sargento Caballero en lugar de
efectuar su entrada a la base por el sitio que utilizaban las personas
normales, lo hacía atravesando el vertedero. La razón era que así, de este
modo, podía comprobar si había algunas cosas de metal. Él aprovecharía esos
restos que estaban depositados en la basura y los revendería a un chatarrero o
a quien le pudiera interesar, sacándose un sobre sueldo. Cada día, daba
instrucciones a los basureros para que metieran en el camión lo que él
consideraba oportuno y que había visto por la mañana al entrar.
La buena noticia era que el
oficio de basurero te tocaba de vez en cuando y no era fijo. Incluso así, era
preferible a estar en la PA.
Un día llegó un compañero nuevo.
Un tipo de aspecto serio y taciturno. Hablaba poco, y cuando lo hacía era con
monosílabos. Le acababan de destinar a Jardines y Limpieza y venía de la PA. Al
preguntarle cómo había conseguido salir de la PA y que le metieran con
nosotros, fue muy claro.
“Un día que
estaba de guardia, en un momento de descanso en las instalaciones, salí a la
terraza con mi fusil, metí el cargador y disparé al aire el cargador entero (15
disparos) con una ráfaga.”
Además de cambiarle de destino,
visitaba a un psicólogo en el Hospital del Aire, en la calle Arturo Soria de
Madrid.
Como método, sin duda, era
novedoso.