El mero hecho de salir a la calle era en sí mismo un alarde de valentía. Desde que se había declarado la huelga general, todas las empresas permanecían cerradas, a excepción de aquellas de primera necesidad: alimentación, suministros, farmacias, etc. Y éstas, en su mayoría, estaban protegidas por escuadras de militares con el fin de evitar el pillaje y los asaltos.
Al mismo tiempo, “piquetes
informativos” compuestos por ciudadanos adeptos fuertemente armados con palos,
barras de metal, puños americanos y demás parafernalia, patrullaban por doquier
asegurándose de que todos los establecimientos permanecieran cerrados y
aquellos que debían suministrar los alimentos básicos, cerraran después del
horario acordado de apertura.
Las montañas de basura acumulada
en las calles, como consecuencia de la huelga indefinida de los basureros, era
una inagotable fuente de pestilentes olores y de enfermedades, al tiempo que
representaba un excelente lugar de recreo para todos los roedores de las ciudades.
El fantasma de la peste bubónica comenzó a hacer acto de presencia.
Las barricadas callejeras,
improvisadas con los elementos más dispares, alguno de ellos sustraídos a la
fuerza tanto de hogares como de empresas, y casi siempre incendiadas, dificultaban
el paso de vehículos, que debían detenerse antes los grupos armados que las
custodiaban, exigiendo explicaciones acerca de cuál era el origen, el destino y
el motivo del traslado de los ocupantes.
A pesar de esta atmósfera apocalíptica
y de que se habían prohibido toda clase de reuniones de más de 10 personas,
todavía se producían algunas manifestaciones por parte de aquellos que reivindicaban
el regreso a lo que fue una democracia; pero a pesar del espíritu pacífico de estas concentraciones; a pesar de ir encabezados por una
bandera blanca, individuos incontrolados y sin identificar, reprimían a base de plomo esos fatuos intentos de
los ciudadanos que anhelaban un estado libre y de iguales. Los calificaban de contrarrevolucionarios
y fascistas.
El país había sido expulsado de
todos los foros internacionales en los que había venido participando desde
hacía décadas: el FMI, la Unión Europea, la OTAN, la OCDE… Todo se fue
produciendo como en un diabólico dominó, en el que las fichas fueron cayendo
una tras otra, sumiendo al país en el caos más absoluto y abandonado por todos
los que habían sido sus socios poco tiempo atrás.
Las fuerzas de seguridad del
estado habían sido eliminadas bajo la acusación de “refugio de fascistas”. En
su lugar, una nueva organización de carácter paramilitar denominada “Sociedad
Adelante (SA)” actuaba con total impunidad y libertad a la hora de imponer de
modo discrecional lo que cada uno entendía como orden y disciplina. No rendían
cuentas a nadie excepto a su líder y fundador Carlos Pérezmont.
La Constitución había sido
abolida y en teoría, se estaba redactando una nueva, aunque al parecer, los
responsables se estaban demorando mucho más de lo esperado en ponerse de
acuerdo. Corría el rumor de que dicho retraso no representaba ningún obstáculo
a los auténticos objetivos del gobierno, pues ello le permitía gobernar a base
de decretos, algo que no parecía preocupar a ninguno de los 32 ministros que
formaban el Consejo del Líder, título con el que se hacía llamar el otrora
presidente del gobierno.
El país se había vuelto
ingobernable, imperaba la ley marcial, el toque de queda, y libertad a las SA
para abrir fuego contra todo aquel que incumpliera con las normas establecidas.
La inflación estaba descontrolada
porque el gobierno había limitado los márgenes de beneficios de las empresas,
había intervenido en el mercado de los precios y todo ello había desembocado en
un gigantesco mercado negro, al que todos debían acudir si querían comer más
pan, más leche o más pollo del establecido en las cartillas de racionamiento.
Escaseaban toda clase de alimentos, pero también el papel higiénico, la
gasolina, el tabaco…
Todos los medios de comunicación,
tanto radios, como prensa escrita, como digitales, habían sido clausurados mediante
una ley que se tramitó por vía de urgencia máxima y fue aprobada en una semana.
Dicha ley excluía de por vida a todo medio que difundiera cualquier información
que no fuera calificada previamente como VERDAD por el gobierno. Por tanto,
sólo había un periódico, una radio y una televisión, que proporcionaban a los
ciudadanos una información veraz.