Sólo el que alguna vez ha trabajado a turnos rotatorios sabe lo incómodo y poco saludable que resulta andar cambiando cada semana de horario de comidas o incluso de dormir. Trabajar de esa manera llega a convertirse en una pesadilla, sobre todo cuando normalmente, te pasas noches enteras en blanco. Y si a los inconvenientes propios del sistema, unimos que dependiendo de los turnos debes coincidir con según qué tipejos, la cosa es como para deprimirse. Pero no siempre era así.
Los turnos no es que fuesen agotadores por la carga de trabajo, ni
mucho menos. Eran turnos de 6 horas que coincidían con las 6 y las
12. Lógicamente, el turno más tranquilo de todos era el de noche,
que iba de las 00.00 hasta las 06.00. En realidad, el trabajo en sí, ocupaba sólo dos horas, hasta las 02.00, pero claro el inconveniente era que tenías que estar allí hasta las 06.00.
Había otro turno que tampoco se caracterizaba por el volumen de
trabajo precisamente. Era el que iba desde las 18.00 a las 24.00.
Dado que el horario de las oficinas ya había terminado, salvo casos
puntuales, normalmente no había que hacer casi nada.
La rotación del personal hacía que la coincidencia de ciertas personas en el turno de tarde-noche, tuviera más o menos las mismas consecuencias que la conjunción de ciertos planetas en un momento determinado de su traslación espacial. Entre esa circunstancia y el hecho referido antes del escaso volumen de trabajo, el destino hizo de las suyas y finalmente todo desembocó en unas meriendas dignas de envidia por el propio Pantagruel.
Así, por ejemplo, Zacarías, un gallego de 1.90 y obsesionado por el
fútbol y por comer “como un gallego”, solía iniciar los
prolegómenos.
-
A ver. ¿Cuántos somos? - preguntaba a la plebe.
-
Ocho - respondía alguien.
- Vale. Ocho barras de pan, ocho litros de cerveza y cuatro pollos asados -
era el plan para ese día para “merendar”.
- ¿Habrá bastante con 4 pollos? - preguntaba preocupado el bueno de Zacarías.
- ¡Pero mira que eres bruto, gallego! ¡Que sí hombre, que sí! ¡A ver si te
vas a comer ahora un avestruz! - le respondían al unísono el resto de
comensales.
Entonces, como salido de entre las sombras, aparecía José y sentenciaba:
-
Yo me encargo del postre. Es que he visto en la cafetería de la esquina una
tarta de chocolate rellena de naranja que tenía buena pinta.
En ocasiones, el tema del
postre tenía varios voluntarios. Por ejemplo, en ocasiones, era Manuel el que
en ese momento advertía:
El flan de Manuel era una
masa temblorosa que se movía más que las caderas de una brasileña en carnaval,
con 8 huevos en sus entrañas y que confeccionaba con primor su mujer. Para el
bueno de Manolo aquello representaba un problema de logística porque debido a su descomunal tamaño, se las veía y
deseaba para poder trasladarlo desde su casa al trabajo, sin que el líquido se
derramara por el camino.
-
Bueno, ¿y quién se viene conmigo? Yo sólo no puedo - decía el gallego. ¿Te
vienes tú, Patxi?
-
Vale. Voy contigo.
Mientras unos iban a buscar
provisiones, como si se avecinara una guerra nuclear y hubiera que sobrevivir
bajo tierra varios años, los que se quedaban en la oficina comenzaban a
preparar “el comedor”.
Desplazaban un par de mesas,
que, colocadas convenientemente, proporcionaban espacio suficiente, tanto para
el banquete como para los comensales. Como mantel, el papel pijama inservible,
que de eso había cientos de kilos. Y se limitaban a esperar la llegada de los
refuerzos.
Una vez que llegaban con el
pan, los pollos troceados, las cervezas y demás, lo colocaban todo encima de
las mesas. Después, llegaba José con la tarta de chocolate rellena de naranja, y
la metía en la nevera pequeña que había para tales menesteres.
Era el momento de proceder a
“echar cuentas” y pagar la juerga a escote. Todos, menos Yo.
-
¡Lo siento, cabrones! Pero es que yo estoy a dieta.
Pues sí, yo seguía la
sempiterna dieta hipocalórica que me acompañaba como mi sombra desde tiempo
inmemorial. Nada de alcohol, nada de azúcar, nada de hidratos de carbono,
carnes blancas a la plancha, pescaditos blancos a la plancha, ensaladas sin
mucho aceite, sopitas sin grasa y sin demasiada pasta. Y todo ello, además,
compaginado con dos partidos de fútbol sala a la semana. Y total, para mantenerme
en un peso asequible y normal, que ni siquiera era el que oficialmente debía
tener por mi estatura.
Es decir, que mientras los
cabrones de mis colegas se estaban preparando el festín, con un olor a pollo
asado que quitaba el hipo, con la visión de 8 barras de pan que incitaban a la
infidelidad del Dr. Arangüena – el endocrino - y con una tarta de chocolate
rellena de naranja esperando en la nevera, por la que estaría dispuesto a
vender mi alma a quien me la pidiera, yo cenaría una sopita muy clara con
fideos y de postre una manzana.
Una vez se habían roto las
hostilidades, alguno de esa panda de cabrones procedía a hurgar en la herida
aún más.
-
Yo he traído dos latas de sardinas en aceite - decía uno.
-
Yo tengo dos latas de anchoas.
-
Yo he traído sobrasada.
Y mientras se iba anunciando
como en un mercado o en una subasta, las viandas disponibles, se iban partiendo
las barras de a kilo por la mitad para abrirlas en canal e ir depositando en
sus tiernas y templadas entrañas, el contenido de las sucesivas latas que se
iban abriendo, cuidando eso sí, de procurar ocupar la mayor cantidad de espacio
y así distribuir mejor los alimentos y que todos pudieran probar de todo.
-
¿Tú no comes de esto? – me preguntaba Patxi, mientras la boca dibujaba una
sonrisa cómplice disfrutando de un buen bocado y el aceite le resbalaba hasta
el codo.
-
No, cacho cabrón, no. Yo estoy a dieta. ¿No ves? Una sopita que me he
traído en un termo y de postre una manzanita - decía resignado mientras las
tripas me crujían de envidia.
-
Pues tú te lo pierdes - terminaba de rematar la provocación Julián, con las
carcajadas y chanzas de los demás como acompañamiento.
Y todavía quedaba la tarta
de chocolate rellena de naranja. O el flan de Manuel. Y así cada día.
En fin, una vida llena de
sacrificios y abnegaciones, más dignas de un asceta. Y total, para terminar con
un cuerpo escombro.