En esa multinacional americana no había comité de empresa, simplemente, porque las relaciones entre el departamento de RR. HH y los empleados eran tan fluidas que no se hacía necesario. Pero eso fue hasta que a alguien se le ocurrió la feliz idea de deshacerse del director y poner en su lugar a otro.
El nuevo, un individuo mucho
más joven y con un talante muy distinto, aterrizó como un elefante en
cacharrería y pronto comenzó a notarse su impronta en el ambiente de la empresa.
Una serie de decisiones
estrafalarias por parte del nuevo director general, que incluían entre otros,
aspectos relativos a la vestimenta de todos los trabajadores para acomodarse al
más puro estilo norteamericano, fueron aceptadas por parte del nuevo director
de Recursos Humanos, sin rechistar.
Según estas nuevas normas,
los caballeros – que ya habían aceptado desde hacía mucho tiempo la
obligatoriedad de la corbata-, ahora, deberían, además, prestar especial
atención al ancho de las rayas en las camisas, el color de las mismas e incluso
el consejo de evitar usar pajarita en vez de la corbata.
A las señoras y señoritas,
se pretendía obligarlas a vestir con faldas por debajo de la rodilla, prohibir
las blusas y camisetas que dejaran los hombros al descubierto y, por supuesto,
sin escote alguno. Y el uso obligatorio de medias incluso en los meses de
verano.
Todas estas medidas,
incomprensibles e inasumibles por parte de los trabajadores, tuvo como
consecuencia directa un deterioro inmediato del ambiente laboral y una
creciente animadversión hacia la nueva cúpula directiva de la empresa. Por todo
ello, lo que hasta ese momento no había sido necesario – el Comité de Empresa –
pasó a ser absolutamente prioritario. Y así se organizaron las elecciones
sindicales y ganó la única candidatura que se presentaba que era la de CC.OO.
Para un director general de
una sucursal en España de una matriz norteamericana, no debe resultar fácil
hacer entender a los jefes en NY que eso de tener un Comité de Empresa
comunista, es algo natural. Por eso, el astuto director general ideó todo un
maquiavélico plan con el fin de intentar camuflar ese comité junto a la
existencia de otros, aunque de carácter muy distinto.
Con esa finalidad – la de
enmascarar - se creó un nuevo grupo de trabajadores, que se denominó “Estamos
Para Ayudar”. Dicho grupo, al que también se le puso el apelativo de “comité”
por delante, estaba supuestamente orientado a mejorar el clima laboral de la
empresa, alguno de los procesos de los distintos departamentos, la atención al
cliente, pero, sobre todo, a maquillar eso del comité de empresa con CCOO, que,
en las altas esferas de la compañía, allá lejos en Nueva York, no terminaban de
aceptar muy bien.
El comité E.P.A., lo
formaban 15 personas, que habían sido nominadas por sus respectivos directores
de área, por lo que, en buena medida, se podría afirmar que ese comité, lo
formaba el nivel 2 de dirección de la compañía.
La compañía, o sea, el D.
General, contrató los servicios de unos consultores de empresa que serían los
encargados de diseñar, dirigir y coordinar el macro proceso en el que la
compañía se iba a embarcar. Así, la empresa consultora, decidió que los 300 empleados
que formaban parte de la compañía, formaran grupos de unos 15 y se trasladaran
a un hotel situado en la localidad de El Escorial, donde permanecerían - como
en unos ejercicios espirituales - un par de días, trabajando según el sistema
definido por los consultores, fines de semana incluidos. Este sistema, llevaba aparejado toda una
logística importante, en cuanto a alquiler de autobús para el traslado del
personal, reservas de las habitaciones en el hotel, sala de reuniones, medios,
comidas, cenas y demás. O sea: una pasta.
Para darle más solemnidad al
nacimiento del comité, el director general invitó a los miembros de dicho
grupo, junto a alguno de los directores de la empresa, a un hotel en Segovia,
durante un día o dos. La idea era que los consultores de empresa que habían
sido contratados para toda esta operación, presentaran dicho grupo el plan de
trabajo, la forma de desarrollarlo, los objetivos que se pretendían cubrir y
finalmente, como colaboradores necesarios, informarles de qué era lo que se
esperaba de ellos como comité.
Durante la cena que tuvo
lugar en un afamado restaurante de Segovia, el director general, sorprendió a
todos con unas sudaderas blancas y un logo en el centro del pecho con el lema:
ESTAMOS PARA AYUDAR. Una horterada típicamente americana, que no tienen sentido
del ridículo y que pretendía que todo el mundo, en el restaurante, se pusiera
la camiseta. Por mucho que insistió, fue él el único insensato con capacidad
suficiente para hacer el ridículo sin ser consciente de ello. Se la puso.
Cada uno de los grupos en
los que se dividiría a los trabajadores, estaban organizados de tal forma que
no se vieran especialmente afectados los departamentos en el normal desarrollo
de sus actividades. Cada uno de esos grupos iría acompañado por al menos un
miembro del comité EPA.
Los resultados obtenidos con
cada grupo, serían objeto de una selección y formarían parte de una especie de
resumen de cada uno de ellos, que, a su vez, se añadiría a los obtenidos por
los otros grupos y de esta forma, finalmente, proporcionaría una foto del
sentir de los empleados en relación con su propio trabajo diario, de su
percepción de los procesos, del estilo de dirección de sus jefes, etc. En
definitiva, una visión general de satisfacción y de puntos de mejora.
La medida enseguida causó
una gran excitación entre los empleados. Se sentían importantes, por una vez,
siendo tratados con todo lujo de detalles (autobús, alojamiento, manutención…)
al tiempo que todo ello se organizaba para hacer una encuesta de satisfacción,
es decir, conocer su opinión. Y encima, les daban la oportunidad de “soltar por
esa boquita” lo que llevaban tiempo callando por prudencia.
Esas ansias de participar,
se vieron enseguida reflejadas en los primeros grupos de trabajo. Y a medida
que avanzaban las reuniones y los consultores incitaban a ello y agitaban la
muleta, la gente fue soltándose cada vez más, adquiriendo más soltura, sintiéndose
más libre para expresar lo que sentían y entrando al trapo que les habían
ofrecido. Eran abundantes las anécdotas que cada uno iba relatando, en las que
quedaba de manifiesto el desprecio de alguno de los jefes por sus subordinados,
el maltrato de palabra, las condiciones en las que debían trabajar, los
salarios, las herramientas que usaban o tal vez, la inexistencia de las mismas,
todo lo cual dificultaba el normal desarrollo de la actividad de una compañía
que vivía del servicio y la atención al cliente.
Como no podía ser de otra
forma, un tema absolutamente recurrente en todos los grupos, era el asunto del
D. General. Sus decisiones, absurdas, incomprensibles y surrealistas, pasaron
de incomodar a violentar directamente a los empleados, que, en ocasiones, se
negaban a secundar.
Estas críticas al director
general, llegaron a sus oídos y la decisión por su parte, fue muy de su estilo:
queda prohibido hablar del director general. Así que, se podía hablar de todos
los directores, menos de él, que era precisamente, el que más inquina
suscitaba.
Este asunto, evidentemente,
implicaba al comité EPA, que se reunía con cierta periodicidad para ir
compartiendo los resultados de los grupos de trabajo, a los que el resto de
miembros, no había acudido al ser rotatoria la asistencia.
En una de estas reuniones de
seguimiento, el comité tuvo noticia de la prohibición del director general de
que en dichos trabajos se hablase de su gestión. Ello originó un intenso debate interno, ya
que alguno, se planteaba seriamente si tanto esfuerzo y tantas ilusiones,
merecían la pena, si al final venía el principal causante de todo ese
desbarajuste a prohibir taxativamente que se abordara su gestión al frente de
la compañía. Finalmente, por unanimidad, se acordó llamar al director general a
la reunión del comité EPA, para en primer lugar, trasladarle el malestar que su
decisión había originado en el grupo y en la empresa, y, en segundo lugar, para
escuchar las explicaciones que tuviera a bien proporcionar, si lo consideraba
oportuno.
Y para colmo, y también por
unanimidad, se nombró a un servidor, portavoz del comité. Lo cual, - dicho en
roman paladino - significaba que sería yo el responsable de llamar al director
general para que se incorporara a la reunión, para expresarle el malestar por
su decisión y pedirle explicaciones. Papel nada agradable que, con ese arrojo
que me caracterizaba, asumí no sin reservas.
El director general subió,
se incorporó a la reunión, me escuchó mientras los demás guardaban un prudente
silencio, encajó el golpe y por supuesto, no dio ninguna explicación.
Después del papelón y de que
el jefe se fuera de la reunión, en el comité EPA resurgió la idea de dimitir en
bloque, habida cuenta de que aquello tenía pinta de ser una maldita pérdida de
tiempo. Al final, llegamos a un consenso, según el cual, al menos cumplirían
con el encargo que se les había encomendado, terminarían el trabajo de recoger
el estado de insatisfacción de la empresa, la transmitirían a la alta dirección
y después, a quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga.
Y así fue. Algunos meses y
millones de pesetas después, cuando se consolidaron todos los datos obtenidos
de todos los grupos, a los que asistió una gran mayoría de empleados - no todos
- se realizó una presentación oficial de los mismos en un hotel cercano a las
oficinas, con una gran afluencia de empleados. Sin duda alguna, era un tema que
interesaba a todos.
Al día siguiente, un
servidor renunció por escrito a mi nombramiento. El comité EPA nunca más se
reunió. Tampoco recuerdo que se implementara ninguna medida sugerida en esos
talleres por parte de los empleados.