Hace unos años en una reunión familiar, alguien mostró su preocupación por el futuro profesional de unas personas, que ahora no recuerdo a qué se dedicaban. La inquietud por semejante situación me pareció gratuita. Era evidente – al menos para mí lo era – que el trabajo de esas personas ya no tenía sentido en nuestra sociedad, como no lo tendría hoy en día, encontrarse con un vendedor de barras de hielo, un carbonero que te vendía pedazos de carbón para el brasero de casa, un afilador de cuchillos ambulante, un vendedor de lana para el colchón o la chica que recogía y arreglaba las medias a las señoras.
Todos
esos oficios los he conocido yo, pero la evolución social los ha hecho
desaparecer. El vendedor de hielo ya no tiene sentido cuando hace ya años que algunos
frigoríficos ya te proporcionan hasta los cubitos hechos sin mojarte las manos.
Lo mismo cabe decir del vendedor de
carbón: ya no hay braseros, porque hay calefacción en las casas y si a alguien
le apetece tener un brasero, ahora son eléctricos. Y hoy, nadie lleva medias e
incluso si las llevas, es con agujeros y queda súper guay.
Por
tanto, la sociedad va creando una serie de negocios en función de las
necesidades de cada momento, y en ocasiones llega un punto en el que esos
negocios no son rentables porque la sociedad no los necesita y desaparecen. Y
ejemplos de esto tenemos muchos.
Tristemente,
se cierran librerías que han sobrevivido a guerras y destrucción, pero no han
podido soportar la aparición del libro electrónico. Lo mismo se puede decir de
las mercerías de barrio, donde las señoras compraban todo lo necesario para
hacer o remendar los vestidos y los pantalones de su familia. Hoy nadie cose y
si necesitas alargar la vida de alguna prenda, ya sea por razones económicas o
sentimentales, pues vas a una tienda especializada, que, en ocasiones, hasta
pertenece a una franquicia.
Más
extraña es la desaparición de ciertos bares, cafeterías y demás. Lugares en los
que las personas de toda clase y condición se sentaban a degustar un buen café,
un rico chocolate, todo ello acompañado o no de alguna bollería típica, pero,
sobre todo, donde las personas se comunicaban, compartían, socializaban.
Algunos
de esos bares forman parte de la historia. De la Historia con H mayúscula,
porque allí se juntaban toreros, escritores con aspiraciones de serlo, otros
consagrados, y hasta espías, ya fueran alemanes o de los aliados. Incluso
alguno de los escritores consagrados incluía esos lugares en algunas de sus
obras, por lo que, finalmente, han alcanzado la inmortalidad.
Desconozco
qué razones pueden convertir un lugar destinado al esparcimiento, a la
tranquilidad, al hedonismo, en algo poco o nada atractivo a los ciudadanos.
¿Quién puede rechazar charlar con una taza de buen café por medio? ¿Quién puede
negarse a sentarse a degustar un chocolate o un té, mientras el camarero le trae
el periódico para que lo lea gratis? ¿Qué ha hecho que la gente no quiera dejar
de correr quince o veinte minutos y sentarse y relajarse? ¿Ha sido el móvil, el
WhatsApp, las redes sociales, el precio del café, del cruasán?
Acabo
de leer que, en Madrid, en plena calle Serrano, que es tanto como hablar de la
Quinta Avenida de NY, cierra una bombonería con más de cien años de historia.
Puedo entender que desaparezca un carbonero, la chica que “cogía” las medias y
las arreglaba. Y hasta una mercería, aunque después, cuando perdemos un botón,
tengamos que comprarnos una prenda nueva. Pero ¿una bombonería?
¿Es
que ya nadie come bombones? ¿Nadie los regala? ¿No hay cumpleaños,
aniversarios, fechas señaladas, compromisos sociales, enfermos que visitar,
amigos o amigas a los que alegrar un poco el día? ¿Es que todos estamos a
dieta? ¿Es que hay tanto diabético por ahí suelto? ¿Ya no hay caballeros que
regalen bombones a una dama? ¿Qué hay de malo en regalar un dulce? ¿Se trata de
que la edad media en el barrio de Salamanca es demasiado alta? ¿Es por ello que
la ingesta de dulces está contraindicada por los médicos? ¿Es el precio de los
productos básicos, el cacao, el azúcar? ¿Es el aumento del salario mínimo a los
dependientes la causa de su baja rentabilidad?
Es
bien sabido que al comer chocolate el cerebro libera endorfinas y serotonina,
que aumentan la sensación de felicidad y bienestar. Se trata de las mismas
sustancias que se liberan al practicar el sexo. Pero también lo hacen al tomar
el sol.
No
se trata de zamparse cada día un kilo de bombones de chocolate belga, como
tampoco sería muy aconsejable practicar sexo como un bonobo, ni tomar el sol
hasta chamuscarse la piel, pero tener que cerrar una pastelería de más de cien
años, en pleno centro de Madrid, en uno de los barrios más ricos, es lo más
parecido a un sacrilegio. Las pastelerías deberían ser propiedad del Estado,
como pretende serlo en Telefónica, como la SEPI o como los Paradores del Estado.