Sentado cómodamente en la terraza del Café de la Paix de Paris, disfrutaba de la buena tarde que hacía, -a pesar de ser primeros de junio-, y del espectáculo que era la propia ciudad. Paris es una ciudad que agota, porque para disfrutarla es preciso patearla. Posiblemente, como a todas las ciudades del mundo, pero en esta, las distancias, pueden ser algo diferentes. Por eso, se agradecía tomarse un descanso y hacerlo en una terraza típica de un no menos típico café parisino, después de haber pasado la mañana, -como tantas otras mañanas-, andando de un lado a otro.
El
tráfico, aunque intenso, discurría sin las atronadoras bocinas con las que
habitualmente se conduce en ciudades como Madrid, por ejemplo. Otra cosa que me sorprendió mucho era la
alocada velocidad a la que conducían los taxistas, que parecían torpedos en
busca de su víctima. A pesar de lo cual, no se producían accidentes, ni
alcances. Era como un caos ordenado.
Mientras
degustaba mi café au lait, veía pasar por delante de la terraza a varios
transeúntes que, ataviados con sus mejores galas (ellos con smoking y ellas con
vestidos largos y vaporosos) se dirigían hacia la ópera de Paris, que estaba
justo a nuestra izquierda a escasos metros del café. Realmente, era todo un
espectáculo ver a gentes vestidas de manera tan elegante y al mismo tiempo,
acercarse a pie hasta el teatro, en vez de utilizar un taxi. Lo del coche
propio, estaba descartado porque allí, no había posibilidad alguna de aparcar.
Repentinamente,
comenzó a acercarse un individuo, de aspecto inquietante, y ropajes andrajosos,
más propios de un sin techo. Las greñas, entre canosas, hacía tiempo que no
habían visto un peine, explotaban en todas direcciones debajo de un sombrero
que, sin duda, había conocido momentos más gloriosos. Su barba se confundía con
las greñas de su cabeza, lo que, en conjunto, le confería un aspecto más de
hombre de Cromañón que otra cosa. Su chaqueta, raída, oscura y con suciedad
incrustada, merecía más echarla al fuego que acercarse. Sus pantalones y sus
zapatos, parecían que se los había regalado Charlot.
Ataviado
de esta guisa y con evidentes signos de embriaguez, se apostó justo frente a la
acera del café, apoyándose en una farola, para intentar mantener el escaso
equilibrio que le quedaba. Como era lógico, algunos de los transeúntes, al ver
que se iba a cruzar en su camino hacia la Ópera, no tenían ningún reparo en
bajarse de la acera e incluso, invadir la calzada por la que circulaban los
vehículos.
No
contento con el desconcierto que su sola presencia había levantado, tanto entre
los parroquianos del café, como en los amantes del bell canto, de repente,
mientras se acercaba una pareja de respetables parisinos que, sin duda alguna,
se dirigían a asistir a la función programada, se sacó de uno de los amplios
bolsillos de su enorme chaqueta, una rata del tamaño de un Miura, que mostró a
la incauta pareja de avanzada edad, al tiempo que simulaba que iba a vomitarles
encima. El grito que dio la pobre señora, levantó diversas reacciones entre los
allí presentes. A saber. Su acompañante – no sabemos si su marido o su amante,
porque en esto los franceses, siempre han sido muy liberales – respondió con un
gesto de indudable desprecio hacia un ser tan zafio y tan inapropiadamente
vestido para la ocasión. Alguno de los clientes del café, compartieron la
animadversión por el vagabundo, que no solamente se mostraba a todas luces
ebrio, sino que además se permitía la licencia de molestar a las personas. Pero
también, los hubo, que reaccionaron con alguna sonrisa malévola, al escuchar el
grito de la pobre señora, que por un instante, pensó horrorizada, que un
vagabundo desaprensivo le iba a vomitar encima y le iba a amargar la deliciosa
velada en la Ópera y de paso, también, su caro vestido y sus no menos caros
zapatos.
La
pareja en cuestión, aceleró el paso, lo cual, añadía un cierto hándicap a la
dama, pues llevaba unos zapatos con unos tacones de aguja generosos.
El
vagabundo se debió encontrar cómodo en su nuevo papel de actor callejero y con
público, sentados tranquilamente en un café. Y continuó su inesperado
espectáculo.
Y
lo que son las cosas. Hay que ver qué raritos somos los seres humanos.
Camino
del evento, venía una dama, vestida apropiadamente, pero esta vez, sin
compañía. El vagabundo, debió pensar que, en esta ocasión, al ser una pobre
damisela solitaria, su actuación con la rata de goma, tendría aún más
aclamación entre el público, y la señora, hasta era posible que perdiera el
conocimiento del susto. Como en las películas de Hitchcock, todos estábamos
esperando la reacción de la pobre incauta que se acercaba, sin siquiera
sospecharlo, al peligro de verse asaltada por un vagabundo, borracho y con una
gigantesca rata de goma, amenazando con vomitarla encima. Y la señora llegó. Y
el vagabundo sacó nuevamente su enorme rata de goma. Y se la volvió a mostrar a
la dama elegantemente vestida. Y amenazó con vomitarla encima. Y entonces,
sucedió lo imprevisto.
La
dama, que se percató enseguida de que la rata era de goma y del resto de la
actuación, estalló en una carcajada de tal calibre, que contagió a toda la
terraza del café, tan sorprendidos por su reacción como el propio “actor”. Es
más, le gustó tanto y le hizo tanta gracia la, - llamémosle- bromita, que
regresó sobre sus pasos y volvió a pasar por delante del vagabundo para que le
volviera a hacer “la gracia”. Y entre risas, ella continuó su camino hasta la
Ópera de Paris, mientras, es de suponer, el vagabundo empezaría a pensar que
todos los viandantes se parecían unos a otros.
Después,
cuando ya consideró que era el momento de retirarse, el vagabundo dejó de
apoyarse en la farola, guardó su rata de goma en el bolsillo, se quitó el
sombrero y, tambaleándose, comenzó a pasar por entre las mesas, solicitando una
especie de salario por el espectáculo con el que nos había deleitado.
Paris.
Siempre Paris.