La vida de Ignacio J. Ruiz, no atravesaba por su momento más brillante. Alcanzada la mitad de la treintena. Abandonado por su esposa unos pocos años atrás en favor de una compañera de trabajo del tamaño de Moby Dick, asistió inerme al traslado de la nueva pareja a Australia, país originario de la amante, llevándose consigo al hijo de ambos. La salida del armario de su ex, fue un palo duro de roer, pero al menos daba sentido al hecho, hasta entonces incomprensible, de que las relaciones íntimas entre ellos fueran tan escasas que Ignacio tenía la impresión que sólo se producían cada 29 de febrero.
Desempleado desde hacía unos
meses, intentaba estirar los ahorros al máximo. Y, por si no fuera suficiente,
la relación que inició con Almudena Chamorro, al poco de divorciarse, estaba dando
sus últimos coletazos.
Tras el doloroso abandono,
Ignacio decidió poner tierra de por medio. De hecho, puso tierra y mar de por
medio y se marchó de vacaciones a Santo Domingo, a olvidar, beber, tomar el sol
y no meterse con nadie. Quiso el diablo que en el mismo resort coincidiera con
una chica de su misma edad, divorciada, 1.70, rubia, talla 38 y de Madrid.
Al principio, Almudena, le
proporcionó algo nuevo para él: la posibilidad de satisfacer su más que
justificado apetito sexual. La cosa se empezó a complicar, cuando las
exigencias sexuales de ella, fueron en aumento. A partir de la media docena
diaria, Ignacio empezó a dar síntomas de flaqueza y lo que era peor, justo en
el momento del clímax, le sobrevenían unos dolores de cabeza tan intensos, que
le hacían gritar de dolor, al tiempo que se terminaba “el embrujo” del instante
culmen. El médico, le recetó dos cosas: paracetamol cada ocho horas y algo más
de calma.
Al mismo tiempo, Ignacio comenzó
a observar un comportamiento que, cuanto menos, le resultaba extraño. Cuando
regresaba del trabajo sufría una especie de examen. “¿Cómo te has hecho este
arañazo? Hoy has tardado más que otros días. Hueles a tabaco. Hueles a perfume
barato”, y otras frases similares, constituían el protocolo previo a una
estúpida discusión, sin motivo alguno, porque Ignacio no fumaba, Ignacio no
bebía alcohol entre semana porque tenía que trabajar y lo del perfume, a veces
iba acompañado del epíteto “perfume barato de puta”, algo en lo que
Ignacio no podía opinar pues nunca había estado con ninguna y no sabía a qué
olían.
La situación empezó a ponerse más
y más asfixiante. Fue entonces cuando Ignacio propuso a Almudena que fuera a
visitar a un psicólogo. Casi le abre en canal “¡Aquí el único loco eres tú!
¡Pero tú qué te has creído!” fueron algunas de las lindezas que recibió su
propuesta. Ante la presión se su familia, Almudena hizo un pacto consigo misma y
accedió a tratarse en un sicólogo, sólo si iban los dos. A
Ignacio, le pareció una buena idea. Fue entonces cuando iniciaron un peregrinar
por una serie de gabinetes psicológicos. Hasta que al final, dieron con uno
especial. Se llamaba Miguel.
El diagnóstico de Miguel fue que
Almudena sufría un trastorno obsesivo compulsivo con tintes esquizoides. Sólo
escucharlo, acojona, pero vivirlo, era mucho peor. A Ignacio, se le abrieron
las puertas de la sabiduría al poner nombre al calvario que llevaba sufriendo
desde hacía años. Al psicólogo, le valió una denuncia de Almudena ante el
colegio de psicólogos de Madrid, por misógino.
Ignacio, a partir de ese momento
desistió de invertir más energías en una batalla perdida. Ya sin trabajo, se
dedicó a esperar el momento más oportuno para coger sus pertenencias y
marcharse a su propio apartamento.
Un día, a Almudena, se le ocurrió
la feliz idea de marcharse sola a pasar el fin de semana a la playa, algo que
en el fondo Ignacio agradeció. Y de paso, aprovechó para quedar con unos
íntimos amigos a los que no veía desde hacía mucho.
Sus amigos le presentaron a una
íntima amiga. Al final fueron cuatro.
Durante toda la cena observaron
que alguien parecía estar celebrando algo, por el número de flashes que se disparaban.
Y lo mismo sucedió cuando después de la cena, se trasladaron a un elegante
lugar a tomar la última copa antes de retirarse a dormir.
El resto del fin de semana
transcurrió en paz y tranquilidad, solamente alteradas, por las incesantes
llamadas telefónicas a las que, tras descolgar el teléfono, nadie respondía.
El lunes siguiente apareció enfurecida
Almudena, y tirando unas fotos sobre el sofá, comenzó a insultar a Ignacio. “¡Eres
un cabrón! ¡Me has estado engañando durante todo este tiempo! ¡Aquí están las
pruebas!” gritaba mientras señalaba las fotos en las que Ignacio aparecía con
sus amigos, cenando y charlando en un elegante pub.
Al día siguiente, Ignacio hizo la
mudanza y se marchó.