jueves, mayo 15, 2025

Un piano en un henal

Estaba solo en el comedor terminando el apetitoso desayuno que ofrecía la casa rural; el resto de los huéspedes había abandonado la estancia en dirección a sus habitaciones.

El plan, como cada día, era realizar alguna excursión y visitar los pueblos de la comarca de La Vera, en Cáceres, muy especialmente, por supuesto, el monasterio donde se retiró el Emperador Carlos V.



Cuando se levantó para abandonar el comedor un sonido le sorprendió repentinamente y le dejó algo confuso. A través de la puerta que separaba el comedor del salón principal, unas notas extraídas del teclado de un piano inundaban toda la casa. Al principio, con el breve desconcierto inicial, pensó que se trataba de un vinilo o un CD; pero, pronto se percató de que esas notas eran el resultado del trabajo de unas manos que sabían muy bien lo que se hacían.

La destreza del pianista, la belleza de la melodía, el embrujo con el que de pronto se llenó la atmósfera del lugar, consiguieron paralizarlo, literalmente, justo al lado de la puerta. Apoyado en el marco se deleitó al escuchar esas notas que venían del otro lado, a tan solo unos pocos pasos. Tenía la extraña sensación de escuchar algo que en teoría no encajaba con el entorno.

Es cierto que cuando viajas a lugares algo recónditos, en plena naturaleza y alejados del pueblo más cercano, lo haces, principalmente, para recuperar algo de aliento, de sosiego, de paz, de equilibrio interior; recuperar algunos sonidos olvidados de la naturaleza y disfrutar del placer de pasear y no correr; comer y no engullir, o despertar sin necesidad de alarmas. Pero una cosa es escuchar cantar a los grillos, a los gayos o las urracas, y otra bien distinta es tener, al otro lado de la puerta a un Rubinstein o un Barenboim, interpretando a Chopin. Eso era lo que le resultaba chocante. Además, no sabía quién era el artista. Podría ser uno de los huéspedes que había salido antes.

La curiosidad pudo con él y poco a poco, como si se tratara de un niño que está a punto de descubrir a los Reyes Magos, fue abriendo la puerta muy despacio, muy lentamente, hasta que el artista se percató de que, a su derecha, le habían descubierto.

    - Oh, lo siento – se disculpó-. Era el propietario del establecimiento quien deleitaba al piano, al tiempo que se levantaba como un resorte del taburete. – Creí que no había nadie…

    - No, no. Perdone usted. No quería interrumpirle. Por favor, continúe. Estaba disfrutando mientras le escuchaba.

  - Lo siento, pero tengo muchas cosas que hacer. Será en otro momento. Ahora, si me disculpa…

Ese mismo día, un poco antes de anochecer, regresó de sus andanzas por la comarca. Al entrar en el salón principal un característico olor a leña quemada y un ambiente cálido, le dieron la bienvenida y comprobó que provenían – por supuesto- de la chimenea encendida. Para terminar de proporcionar una sensación de hogar, en el equipo de música – esta vez sí – se escuchaba la inconfundible voz de la Callas.

Todo allí era una invitación para el disfrute de los sentidos. La decoración a base de muebles robustos, de calidad, de estilo castellano, era sobria y encajaba perfectamente con la arquitectura de la vivienda, un antiguo henar reconvertido en casa rural. Qué mejor que un aparador de nogal o un taquillón de roble en el recibidor. La chimenea hipnotizando con el fuego y el crepitar de la leña, inundando toda la estancia del típico aroma. Los sillones de cuero y rellenos de plumas, custodiaban una mesa baja frente a la chimenea invitando a disfrutar del calorcito, de una conversación, o de una copa del mejor brandy.

Había sido un día largo; estaba algo cansado y todo allí era una tentación a la que se dejó sucumbir. Al sentarse en uno de los sillones, enseguida encontró acomodo. Era fácil: la Callas en el vinilo, la leña ardiendo en la chimenea, el silencio en la casa; cuando cerró los ojos, por un instante, creyó que era la suya propia.

Al poco de entrar en estado de éxtasis escuchó unos pasos que provenían de la escalera. Pensó que sería algún cliente, y que, de alguna manera, se rompería el embrujo del momento; pero no se trataba de ningún huésped. Era Alejandro, el propietario; el mismo que por la mañana acariciaba con primor las teclas del piano.

Alejandro era un hombre algo obeso, de educación exquisita, de trato afable y dispuesto a entablar una animada conversación en cuanto tuviera oportunidad. Hablaba deprisa, como si le faltara tiempo para contar todo lo que necesitaba contar. Y así fue. Alejandro se sentó a su lado y comenzó a contarle su historia.

     - Yo vivía en Madrid – comenzó a relatar-. Era profesor de piano. Daba clases a niños a los que el piano no les interesaba tanto como a sus padres. Era algo frustrante. Así es que me quitaba el estrés practicando algo de deporte.

      - ¿Qué deporte?

      - Esgrima.

      - ¿Espada, sable o florete?

      - Un poco todas, pero prefiero el florete.

Y continuó con su confesión.

«Al final llegó un día en el que vi que aquello no tenía ningún sentido para mí y decidí dejarlo todo atrás. Entonces, decidí viajar, evadirme, limpiar mi espíritu, ordenar mi futuro. Visité museos, asistí a conciertos, disfruté del arte, de nuestros pueblos, algunos de ellos auténticas joyas y sin embargo olvidados.

Así fue como llegué aquí: casi por casualidad. Me gustó la ubicación, el paisaje, sus gentes, el entorno y me tentó la idea de iniciar este proyecto. Algo que no me había planteado jamás. Conocí a mi socio y pareja, Mohamed. Ahora ha ido unos días a visitar a su familia a Marruecos y por eso estoy solo para atender a todo.

Aquí en invierno hay semanas enteras que no viene nadie. Entonces me puedo dar el placer de pasarme todo el día en la cama, descansando, o durmiendo; o levantarme a media noche y tocar el piano sin molestar a ningún vecino y acostarme al alba. A veces, me levanto, me preparo algo de comer y vuelvo a acostarme. Es una auténtica anarquía, pero eso me hace feliz. Hago lo que quiero, cuando quiero y no molesto a nadie. Pero, sobre todo, una de las cosas con la que más disfruto es dedicarme a cocinar. Me encanta todo lo relacionado con la cocina.

¡Dios mío, hablando de cocina! ¡Es tardísimo y todavía tengo que preparar los volovanes para la cena!»

Con el mismo entusiasmo y energía con el que había estado charlando mientras le contaba su vida a un extraño, se levantó y salió corriendo para desaparecer tras una puerta que llevaba a la cocina. Allí tenía que preparar la cena de los huéspedes a base de delicatesen culinarias que rara vez se ofrecen, simplemente, por amor a la cocina.

Tanto los volovanes como el resto de la cena fueron un placer al paladar.

A veces ocurre que buscas algo y terminas encontrando mucho más de lo que esperabas, aunque no tenga nada que ver con lo que pretendías. Burlas del destino.