Septiembre marca la frontera del fin del verano, aunque, en realidad, esa frontera invisible no está determinada por la temperatura. Viene definida por el regreso a las rutinas, al trabajo, el inicio del curso escolar, etc. Y todo ello nos empuja a regresar a un estado de indolente felicidad anterior. Una situación que hemos perdido. Huimos a refugiarnos en la nostalgia de revivir ese pasado reciente, repasando, tanto mentalmente, como las fotos de las que hemos ido haciendo acopio y todo lo que ellas encierran en su contorno.
En
esas fotos intentamos atrapar esos momentos únicos e irrepetibles y serán el
testigo de todo lo que almacenamos en nuestra memoria, en nuestro cerebro.
Aquel amanecer; aquella puesta de sol; esos jardines tan exuberantes; la playa
semi desierta; aquella alegre comida y su larga sobremesa; aquella excursión en
barco. Esas fotos notarizan lo vivido.
Hasta
la aparición de las cámaras digitales esos recuerdos se imprimían en papel y se
guardaban cuidadosamente en los álbumes, debidamente clasificados por años, junto
con las anotaciones de fecha y lugar en donde fueron tomadas. Y lo mismo cabe
decir de las películas, mudas, por supuesto.
Pero,
incluso con el advenimiento de la tecnología digital, a nadie se le ha pasado
por la cabeza desprenderse de esos recuerdos encapsulados en unos álbumes y en
unos pequeños trozos de papel. Unos pedazos que con el tiempo van perdiendo la
intensidad de los colores originales, como si los personajes allí encerrados
fueran desapareciendo de nuestra vida, poco a poco. Y a veces, sucede.
El
ser humano, desde que pisa la Tierra, ha sentido la necesidad de dejar su
huella allá por donde ha estado. Las pinturas rupestres, los petroglifos, las grandiosas
construcciones que, en ocasiones, confunden a los expertos por desconocer cómo
se hicieron o la razón de por qué. Los restos de civilizaciones antiguas que
desaparecieron sin motivo aparente, son sólo algunos ejemplos del interés del
ser humano por dejar un legado a quien venga después. Por eso, la aparición de
la fotografía y de la película, no son sino, una continuación de la historia
que intentaban contar aquellos hombres y mujeres que vivieron en las Cuevas de
Altamira o en Atapuerca. En realidad, los techos de Altamira son la precuela
del muro de Facebook.
Nuestros
antepasados más cercanos, abuelos y bisabuelos, utilizaban la fotografía,
también como una distinción social. Los pobres, los obreros, no solían aparecer
en las fotografías de antaño. Bastante tenían con intentar no desaparecer de la
faz de la tierra debido a enfermedades, guerras, hambre o vaya usted a saber
qué. No tenían mucho que recordar.
Pero
en esas fotos nos reconocemos como integrantes de una tribu, de un clan, de
nuestra familia. Sabemos quienes eran, de dónde venimos. Nos proporciona
seguridad. Nos hablan de otros tiempos, de otras costumbres. El señor sentado
en un sillón, símbolo de autoridad y poder, mientras la esposa y los hijos, permanecen
alrededor del amo de sus vidas. Anacrónico para nuestros días, pero fiel
reflejo de lo que fue en su momento una sociedad matrimonial. La foto de los
rostros del matrimonio, con aspecto serio, como peces fuera del agua.
Y
de alguna manera sucede lo mismo con las fotos actuales. Da igual si se trata
de un viaje, una escapada, unas vacaciones o un cumpleaños. Dan fe de nuestra existencia
y de quienes estaban a nuestro lado en esos momentos. Con la diferencia de que
estas fotos, ahora digitales, se pueden guardar de diversas formas, no
exclusivamente en papel. Y eso, proporciona una ventaja, aunque no elimina del
todo los riesgos de perderlo todo.
Los
recuerdos que sólo se pueden tener en papel están expuestos a multitud de
riesgos, que, en caso de producirse, pueden arruinarlos y hacerlos desaparecer.
Una mudanza en la que se pierde una caja; un incendio fortuito en la vivienda;
un fenómeno natural que lo destruye todo, como un terremoto, un tsunami o un
volcán. Esos recuerdos en papel, son el único vestigio de nuestro origen más
cercano. La prueba irrefutable del parecido razonable con esa figura. Nuestro
lazo de unión con nuestro pasado. El eslabón anterior de nuestra historia.
Y
¿qué sucede si lo perdemos? ¿Qué sensación queda cuando, debido a circunstancias
ajenas, te ves en la situación de dar por perdidos todos esos recuerdos?
Recuperar
la copia de la escritura de la casa, puedes hacerlo. Todos los papeles de
índole legal, con más o menos esfuerzo, los puedes recuperar. Tendrás que
peregrinar de un lado a otro, pero puede hacerse. Lo que no puedes recuperar,
son las fotos de tus antepasados; las tuyas de aquellas primeras vacaciones
cuando ni siquiera existían las cámaras digitales. Aquellos recuerdos de una
vida anterior, la tuya, que ahora, tras el desastre, ya sólo anidan en tu
memoria y en la de aquellos que compartían su vida contigo en esas fotos.
Cuando
los abuelos se fueron, dejaron su impronta y su sello. Ellos ya no estaban,
pero había métodos para poder recordarlos. Ahora, esas herramientas, esos
recuerdos apresados en una foto, han desaparecido. Se ha roto el eslabón de la
cadena y a la pérdida de los enseres y de los bienes materiales, se une el
valor sentimental de los recuerdos de los que nos precedieron.
Para
mantener vivo el recuerdo de nuestros mayores, no nos quedará más alternativa
que apelar al método tradicional; el que utilizó la humanidad durante siglos:
la tradición oral. Un método infalible para transmitir historias y recuerdos.