Hace unos días leía en Facebook un post de Pilar Mayo Gandullo a quien siempre sigo con mucho interés porque me encanta cómo escribe. Allí venía a decir que, quien más, quien menos, todos los que echáramos la vista atrás, tendríamos algún motivo para el arrepentimiento, porque nadie es perfecto y todos nos equivocamos. Y al hilo de esta reflexión también recuerdo otras conversaciones con otras personas en la misma línea: la de replantearse ciertas decisiones del pasado y qué habría pasado si en lugar de la opción A hubiéramos elegido la B.
Pero
yo tengo otra teoría. Mi teoría asume que no hay posibilidad de
arrepentimiento.
Para
ello, parte del hecho de imaginar cada momento, como un instante mágico que
jamás se va a volver a producir. Es así, con esa mentalidad, como actuamos a la
hora de hacer una foto. Esa es nuestra intención al apretar el disparador:
capturar un momento único.
En
ese preciso instante el sol luce – o no – y está a una altura determinada en el
cielo; el viento mueve suavemente las copas de los árboles; el agua del arroyo
baja abundante, limpia, fría y cristalina. Y queremos capturar ese momento
mágico apretando el botón de la cámara. Nos ha gustado tanto, que unos segundos
más tarde, o tal vez unos minutos, o al cabo de unos días, o años, incluso, intentamos
repetir esa magia. Pero es imposible.
El
Sol ya no está a la misma altura, las nubes ya no son las mismas, son otras; el
viento se ha convertido en vendaval y el arroyo se ha convertido en una masa de
agua que lo arrastra todo a su paso y el planeta ha dado unas cuantas vueltas.
Han cambiado las circunstancias en relación a la primera foto. Por tanto, no es
la misma foto, es otra parecida.
Con
nuestras decisiones sucede exactamente lo mismo. Cuando tomamos una decisión en
un momento dado, lo hacemos bajo unas circunstancias concretas, una situación
psicológica determinada, un entorno que nos influye; unas condiciones que nos
afectan.
Y
luego, más adelante, cometemos el error – a mi juicio – de regresar con la
mirada de nuestro presente en ese momento, a evaluar aquella decisión de
nuestro pasado. Y digo que lo considero un error por varias razones.
En
primer lugar, cualquier postura que tomemos en relación a aquella del pasado,
no va a cambiar nada. Por tanto, dedicar tiempo a reflexionar sobre algo en lo
que no podemos intervenir, me parece una pérdida de tiempo.
En
segundo lugar, es imprescindible relativizar los diferentes momentos. En
aquella ocasión, como ya he dicho antes, las condiciones para tomarla eran
unas, mientras que ahora, son otras radicalmente distintas. Es como en el
ajedrez: hay movimientos que te ves obligado a realizar sin demasiadas
alternativas. O escoger el estilo de navegación en función de la dirección del
viento y tu destino. No siempre cambiar de rumbo es un signo de equivocación,
mientras que no hacerlo puede conducirte a la catástrofe.
En
tercer lugar, creo que es bastante habitual juzgar la bondad de una decisión
por el resultado obtenido al cabo del tiempo. Y tampoco estoy muy de acuerdo
con ese enfoque.
Cuando
Edison inventó la bombilla incandescente le preguntaron cuántos experimentos
había realizado hasta dar con la solución y él contestó que unos 2.000.
Entonces, el periodista pretendió apostillar: “entonces tuvo dos mil fracasos
antes de triunfar”, a lo que el inventor respondió: “No. He descubierto dos mil
maneras de cómo NO hay que hacerlo”.
Las
personas tendemos a considerar un divorcio como un fracaso estrepitoso, cuando
en realidad, no es más que una lección acerca de cómo debería ser el matrimonio
adecuado para nosotros, y eso, no siempre se aprende a la primera (ni a la
segunda…). De este tipo de tics y “taras” psicológicas nacen los
arrepentimientos, los complejos y los problemas.
En
mi teoría, - personal, subjetiva y discutible-, sólo sirve si en el momento en
el que tomaste la decisión fuiste fiel a ti mismo. Si lo hiciste, es difícil
que tiempo después puedas echarte en cara a ti mismo cualquier contratiempo que
hubiera podido surgir. Los imponderables son esos factores imprevisibles que
nos afectan más o menos, pero que existen.
Fernando
Arrabal, antes de convertirse en famoso escritor, trabajaba en una empresa, ya
desaparecida, como administrativo. El hombre, al parecer llevaba mal eso del
horario y solía llegar al trabajo con un cierto retraso y de manera frecuente.
Hasta que un día el director de Personal le llama a su despacho para llamarle
la atención y pedir que modifique su comportamiento.
- Pero,
señor director, es imposible que yo llegue tarde a fichar – intentó defenderse
el bueno de Fernando.
- Mire
usted, señor Arrabal, aquí tengo su ficha y como ve los fichajes en rojo son
constantes. Debe usted cambiar su actitud o la empresa se verá en la obligación
de tomar medidas disciplinarias.
- Pero,
señor director. Es imposible que yo llegue tarde a la oficina. Yo salgo de mi
casa a mi hora y vengo a mi paso.
Este
es el mejor ejemplo de que la confianza en uno mismo convierte en estéril el
tener que revisar nuestras decisiones en un futuro.
Para
terminar, yo dejaría una sugerencia, más que un consejo. Para evitar los
arrepentimientos lo mejor es no mirar atrás. No vas a cambiar nada del pasado y
es posible que te estampes contra el poste que tienes frente a tus narices. Es
mejor intentar centrarse en el presente, que es lo único que realmente está
sucediendo, ya que el futuro, por definición, es incierto.