sábado, octubre 12, 2013

A los que ya no están.

Existe la creencia generalizada que la sensibilidad es un patrimonio exclusivo de los niños y de los ancianos. Al margen de que dicha creencia, se base en algún principio científico o sea, como otras muchas, fruto de la sabiduría popular, lo cierto es que debo ser mitad niño y mitad anciano, porque de un tiempo a esta parte, me están afectando mucho más que antes, las muertes de algunas personas, incluso, aunque como en el caso de María de Villota, no tuviera ninguna relación.

Lo he sentido porque me parece, como dijo Carlos Saínz, injusto. Injusto, que a una mujer joven, con 33 años, y después de haber superado las secuelas físicas que le quedaron de su tremendo accidente de hace poco más de un año, se le pare el corazón, de repente, con nocturnidad y en la soledad de una habitación de hotel, sin la compañía del hombre con el que hace tres meses te has casado. Injusto, porque a los padres, hermanos, amigos y familiares, les han arrebatado de golpe, como un ladrón, la vida de María, su sonrisa, su empuje, su valentía. Injusto, porque parecía que lo del accidente,había quedado atrás como una pesadilla. Injusto, porque en España, necesitamos gente así, que sea un ejemplo de que rendirse, no forma parte del vocabulario. Injusto, simplemente, porque es una putada.

Imagino lo que debe sentir el presidente de la federación, cuando al levantarse por la mañana, tenía un SMS de María de la noche anterior, y poco después le dieron la noticia de su muerte. Parece una broma macabra, desalmada, a traición. Lo imagino porque a mí, hace unos años, me pasó algo parecido con mi amigo Ángel.

A Ángel, le había conocido 20 años atrás y era una de esa personas que, como dice el poema de Machado y la canción de Serrat, "buena".  La vida, como a muchos, le fue acorralando y quitándole mieles para convertirlas en hieles y al final, terminó con su matrimonio desecho, viviendo él en Madrid y ella en su pueblo y el hijo en su propia casa. Ángel vivía solo, en una casa antigua y algo descuidada, por lo que él mismo me contaba, del centro de Madrid, en un barrio humilde. A pesar de toda la miseria que le inundaba, siempre procuraba "buscarse la vida", "tirar pa lante", mirar al frente. 

Solíamos estar en contacto aunque no con demasiada frecuencia. Pero ambos sabíamos del otro. Un día le llamé y estuvimos charlando. Hacía tiempo que no nos veíamos. Yo vivía fuera de Madrid y desplazarme ex profeso a una zona de difícil aparcamiento para tomar una caña, salía algo caro. Así que sustituimos las entrevistas cara a cara, por el teléfono, que además era gratis. Estuvimos charlando largo rato y quedamos en que le enviaría un correo. Era algo más de mediodía y tenía que dejarme porque había quedado a comer con su hijo.

Tal y como acordamos le envié el email y al poco, me lo devolvió diciendo algo así como que el buzón estaba lleno. Ya le llamo mañana, pensé, mientras le envié un SMS en el que le advertía del hecho. Al día siguiente, le llamé al móvil y me lo cogió una mujer. Pregunté por Ángel y su esposa me dijo que Ángel, había fallecido.  No supe qué decir. Me quedé noqueado, aturdido como un boxeador que deambula sin rumbo por el ring. Pensé que era una broma pesada, sin gracia alguna. Pero no, era cierto. Ángel, había fallecido el día anterior en la misma ducha. Según me indicó su ya viuda, se estaba duchando porque había quedado a comer con su hijo y éste, al ver que tardaba y que no atendía el móvil, fue a su casa a ver qué pasaba. Es muy probable que yo fuera la última persona con la que Ángel hablase. Y desde entonces me asalta una sensación de angustia cada vez que le recuerdo y recuerdo nuestra última conversación. 

Me lo arrebató el destino, o más bien, un infarto, que como todos, llegó en un momento inoportuno. No me dió tiempo a ir asumiendo progresivamente la posible desaparición de un amigo. Se fue para siempre, de golpe, despidiéndose como se despiden los franceses: sin decir adiós, simplemente, desapareciendo.

En julio pasado, hablaba con mi amigo Fernando. Hacía años que nos conocíamos. Coincidimos en una empresa y después surgió una buena amistad. Luego, coincidimos en más empresas e incluso llegamos a trabajar codo con codo. Fernando, era un súper padre y un súper abuelo. Su casa, acogía a cuantos hijos y nietos, fuera capaz de albergar. Nunca tenía un "no" para la hija, soltera y madre de un niña, a quien su última pareja había abandonado y no tenía medios para poder vivir sola y mantenerse en un piso y dar de comer a su hijo al mismo tiempo. No sólo se trasladó a casa de sus padres, es que el padre, Fernando, se dejó el lomo haciendo la mudanza, viaje va y viaje viene. En el momento adecuado, Fernando "el generoso", le regaló a su hija el coche que él se había comprado hacía un par de años, mientras él se volvía a comprar otro nuevo.

Tampoco había ningún problema en que, en verano, se alquilase un apartamento en Almería, cerca del destacamento de la Legión, donde otra de sus hijas prestaba sus servicios como legionaria. Mientras los abuelos intentaban tomarse unas vacaciones, los hijos aparcaban a los suyos en casa de papá y mamá y éstos, financiaban todo. 

Fernando empezó a tener problemas de salud. Le tuvieron que operar de la rodilla porque la tenía fastidiada. De la vista, también andaba mal y al final, en el mes de junio pasado, tuvieron que operarle porque tenía serios problemas de corazón. 

Cuando hablé con él, llevaba algún tiempo en su casa, pero me estuvo contando todo lo que pasó en el quirófano, durante las 8 horas que estuvo metido, las decisiones que tuvieron que tomar sobre la marcha su mujer y sus hijos y lo cerca que estuvo de irse al otro barrio. Mientras me lo contaba, llorando y embargado por la angustia y el miedo, intenté animarle. Le dije que lo peor ya había pasado, que ahora había que mirar hacia adelante, que poco a poco iría mejorando y que entre todos le iban a cuidar. 

Hablamos un par de veces más. Le encontraba animado. Iba él sólo a rehabilitación y aunque con cierta dificultad, despacio, iba mejorando.

El sábado, 20 de julio, mientras iba conduciendo, me sonó el móvil. Vi que era Fernando y me alegró que me llamara para darme noticias suyas. Cuando respondía a la llamada, comprobé que era Fernando, sí, pero Fernando hijo. En ese momento, me dió un brinco el corazón y me temí lo peor. Efectivamente. Fernando me dijo con voz entrecortada, que su padre había muerto la noche anterior y que estaban esperando para conocer el resultado de la autopsia. Al parecer, en la operación, le introdujeron una especie de arteria de plástico desde la pierna hasta la aorta y por alguna razón que desconocían, había sufrido una hemorragia interna y había fallecido.

Me quedé frío y mudo. Fue como si me hubieran clavado un puñal en el corazón. Juntos habíamos sufrido la muerte hacía un par de años de uno de sus hermanos. Fue mientras trabajábamos juntos en el mismo proyecto. Juntos, habíamos compartido confidencias personales, estrategias y consejos profesionales. Éramos, lo que se dice, amigos. Y me lo habían arrebatado, como años antes me habían arrebatado a Ángel. Me pareció cruel. Tanto, que hasta hoy no he tenido el valor necesario de pensar en él y escribir, sin derrumbarme.

La muerta, forma parte de la vida, aunque nunca o casi nunca pensemos o hablemos de ello. Y nos cuesta aceptar que a nuestros amigos, a nuestros familiares, a los seres que queremos, se los lleven de repente, sin darnos tiempo a despedirnos de ellos o a hacernos a la idea de que más pronto que tarde, no van a estar. 

A todos ellos, a los que ya no están, mi cariño y mi amistad.


                                                                                                                 
                                                                                               

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