miércoles, diciembre 28, 2016

La Nochevieja y la madre que la parió



A mí, nunca me han gustado las fiestas de Nochevieja. Seré un rancio, vale. Pero lo soy desde pequeñito. Yo creo que tiene que ver con que no soporto los mogollones, las aglomeraciones, y tampoco he entendido nunca eso de tener que divertirse por narices, por el mero hecho de que era Nochevieja. Y las escasas experiencias que he tenido, dan fe de que no ando muy desencaminado cuando considero una pérdida de tiempo la diversión por obligación. Y si no, algunos ejemplos.

Por circunstancias que sería prolijo detallar, aquellas Navidades, las íbamos a pasar en un chalet de un familiar, en una urbanización situada a unos 50 kms de Madrid, camino de El Escorial. El nivel de habitantes de aquella urbanización en invierno, debía ser ligeramente inferior a la media de habitante por kilómetro cuadrado de Siberia o del desierto de Goby, en cualquier época del año. Así que la cosa no pintaba precisamente fastuosa. Fuera de casa, hacía un frío del carajo y dentro, sólo tenías la opción de colocarte al calor de la chimenea. A pesar de lo cual, y aunque sólo fuera por salir de la jaula en la que se había convertido aquello, salías de casa a ese desierto helado de calles vacías, donde se escuchaba el eco de tus propias pisadas y de tus orificios nasales salía algo que parecía humo de tabaco, pero que tú sabías que sólo era la exhalación de tus pulmones.

Por pura casualidad, te topas con otro sufridor amigo de la pandilla. Éste, con más suerte que tú, más dinero y mejor equipado, había decidido hacer lo mismo que tú: salir de expedición, aunque él iba en moto, mientras tú ibas con tus zapatitos de piel y suela de cuero y hacía rato que tenías la impresión de que los pieces se te habían gangrenado hacia tiempo. Ya subido en la moto, te acurrucas detrás de tu amigo para que el gélido aire, que se metía por todos los rincones de tu vestimenta, no terminara de congelarte la nariz ni te ahogara. Aunque a pesar de todo, el lagrimeo constante no te lo quitaba ni la paz ni la caridad.

Al menos, como en las películas del oeste, al llegar a alguna casa en la inmensidad de las planicies, en la que detectas que hay vida porque sale humo de la chimenea, te abren sus brazos, te acogen, se compadecen de ti y de tu amigo el de la moto y os invitan a sentaros lo más cerca posible de la chimenea, para que por lo menos, se te calienten las pelotas que hace tiempo que no sabes dónde están. 

Allí, instalados cómodamente, calentitos y atiborrándote de mazapán, de polvorones y de una copa de sidra El Gaitero, vas entrando en calor al tiempo que eres consciente de que en un rato - corto - vas a tener que volver a salir “ahí fuera”. Por lo menos, el viaje y el esfuerzo han merecido la pena. La dueña de la casa - o sea, la hija, claro - ha decidido hacer una fiesta de Fin de Año en el garaje. Para lo cual, se comienza a hacer una lista de los posibles asistentes a tenor de la información de la que se disponía, al tiempo que se estableció el protocolo de quién iba a avisar a quién. En total, y tirando por arriba, una docena. Ahí, los que tenían moto, pringaban, claro. Una ventaja la de ser un mísero, pero al menos, se rompía esa monotonía insufrible, ese aburrimiento mayúsculo, esa sensación de haberte trasladado a un monasterio budista en mitad del Tíbet. 

Llegado el día de marras, - más bien la noche - y después de haber dado las consiguientes explicaciones en casa, después de tomar las uvas - como corresponde - tu amigo te viene a buscar, pero esta vez con el coche del padre, que para eso tenía carné, era de noche y probablemente estábamos a bajo cero.

Al llegar al guateque - término este en desuso salvo como título de una genial película de Peter Sellers - y entrar en el garaje, lugar del fiestorro, el ambiente era agradable y calentito. El padre de la criatura, había pensado en la posibilidad de muerte por congelación de los allí reunidos y organizó en un santiamén una estufa de leña, que hacía habitable aquella estancia.

Al comienzo todo eran energías y alegría, pero al cabo de unas tres horas, aquello empezó a decaer. La supuesta obligatoriedad de permanecer allí hasta el amanecer, para luego desayunar un chocolate con churros no se sabía muy bien dónde, aunque todo apuntaba que iba a ser en la planta noble, arriba del garaje, no fue suficiente estímulo para un servidor. Así que, mientras los demás intentaban no aburrirse demasiado, y ser fieles a esa promesa de aguantar toda la noche de fiesta, servidor se buscó un sitio estratégico al lado de la estufa, se acomodó lo mejor que permitían las circunstancias y se metió una sobada hasta el amanecer, en el que, por supuesto, tras haber disfrutado de un sueñecito reparador, se apuntó al chocolate con churros. Y todo ello, gratis. Ventaja de que el padre de la criatura, era constructor.

A partir de esa experiencia, tuvieron que transcurrir unos 20 años hasta que unos amigos me convencieran - sin presionar mucho, he de decir la verdad - para asistir a su fiesta en Torrelodones, a escasos 30 kms de Madrid, por la A-6. 

Debido a las múltiples mudanzas que durante una época trashumante de mi vida me vi en la necesidad de efectuar, ahora mismo ni siquiera recuerdo dónde vivía, pero sí que tengo claro, que me tenía que trasladar desde Madrid. Y la verdad, es que la fiesta me apetecía mucho.

El problema fue que hubo miles de personas que debieron tener una idea similar y lo que en condiciones normales es un trayecto en el que se tarda media hora por autopista, en esta memorable ocasión, tardé 3 horas! Sí, sí. Tres horitas. De hecho, llegué casi cuando ya estaban a punto de dar por finalizada la fiesta y muchos ya la habían abandonado. O sea que fue algo como vini, vidi y no vinci.

Finalmente, algunos años después de semejante trauma, una vez que consideré que había digerido la nefasta experiencia, me aventuré a trasladarme en Nochevieja a tan sólo 5 minutos de donde residía por aquel entonces - un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. No parecía que trasladarse a 5 minutos en coche, pudiera constituir un reto. No lo parecía, pero lo fue. 

El problema se estableció al minuto de salir de la casa donde se tomaron las uvas y camino de la mía propia. El obstáculo, una rotonda de dimensiones considerables - la conocida como Plaza Elíptica, en Madrid - en la que por circunstancias que nadie conoce, se montó la madre de todos los atascos. De hecho, algún vehículo intentó atravesar por el centro de la rotonda, sin importarle las plantas y los parterres, en dirección a alguna hipotética salida y se encontró con que al llegar al otro lado de la circunferencia, la situación no era mejor de la que había abandonado. 

Y allí nos quedamos durante una hora y media, parados como en alguna película de Hollywood cientos de coches, que ante la imposibilidad de moverse en ninguna dirección, la mayoría adoptamos la decisión de apagar el motor, con lo que al cabo de unos minutos, se hacía notar la rasca, uséase el relente, que estaba cayendo, como era costumbre en Madrid por esas fechas.  

Y hasta aquí en modo breve, quedan expuestas sucintamente las razones por las que hace mucho tiempo decidí que no me da la gana salir en Nochevieja a ninguna parte. Me ahorro un montón de pasta, me evito tener que ir a un lugar masificado, repleto probablemente de macarras disfrazados de señores, que en breve, además, estarán bolingas. Prefiero ver “Qué bello es vivir” o alguna similar, calentito en casa, ciego a base de champán - de Cáceres, por supuesto - de mazapán y de turrón del duro. Y al día siguiente, por supuesto, sentado frente a la tele a ver el Concierto de Año Nuevo desde Viena.

Lo dicho: Clodomiro y yo, os deseamos un Feliz Año Nuevo 2017.
        

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