A mí, nunca me han gustado las fiestas de
Nochevieja. Seré un rancio, vale. Pero lo soy desde pequeñito. Yo creo que
tiene que ver con que no soporto los mogollones, las aglomeraciones, y tampoco
he entendido nunca eso de tener que divertirse por narices, por el mero hecho
de que era Nochevieja. Y las escasas experiencias que he tenido, dan fe de que
no ando muy desencaminado cuando considero una pérdida de tiempo la diversión
por obligación. Y si no, algunos ejemplos.
Por circunstancias que sería prolijo
detallar, aquellas Navidades, las íbamos a pasar en un chalet de un familiar,
en una urbanización situada a unos 50 kms de Madrid, camino de El Escorial. El
nivel de habitantes de aquella urbanización en invierno, debía ser ligeramente
inferior a la media de habitante por kilómetro cuadrado de Siberia o del
desierto de Goby, en cualquier época del año. Así que la cosa no pintaba
precisamente fastuosa. Fuera de casa, hacía un frío del carajo y dentro, sólo
tenías la opción de colocarte al calor de la chimenea. A pesar de lo cual, y
aunque sólo fuera por salir de la jaula en la que se había convertido aquello, salías
de casa a ese desierto helado de calles vacías, donde se escuchaba el eco de
tus propias pisadas y de tus orificios nasales salía algo que parecía humo de
tabaco, pero que tú sabías que sólo era la exhalación de tus pulmones.
Por pura casualidad, te topas con otro
sufridor amigo de la pandilla. Éste, con más suerte que tú, más dinero y mejor
equipado, había decidido hacer lo mismo que tú: salir de expedición, aunque él
iba en moto, mientras tú ibas con tus zapatitos de piel y suela de cuero y
hacía rato que tenías la impresión de que los pieces se te habían gangrenado
hacia tiempo. Ya subido en la moto, te acurrucas detrás de tu amigo para que el
gélido aire, que se metía por todos los rincones de tu vestimenta, no terminara
de congelarte la nariz ni te ahogara. Aunque a pesar de todo, el lagrimeo
constante no te lo quitaba ni la paz ni la caridad.
Al menos, como en las películas del oeste, al
llegar a alguna casa en la inmensidad de las planicies, en la que detectas que
hay vida porque sale humo de la chimenea, te abren sus brazos, te acogen, se
compadecen de ti y de tu amigo el de la moto y os invitan a sentaros lo más
cerca posible de la chimenea, para que por lo menos, se te calienten las
pelotas que hace tiempo que no sabes dónde están.
Allí, instalados cómodamente, calentitos y
atiborrándote de mazapán, de polvorones y de una copa de sidra El Gaitero, vas
entrando en calor al tiempo que eres consciente de que en un rato - corto - vas
a tener que volver a salir “ahí fuera”. Por lo menos, el viaje y el esfuerzo han
merecido la pena. La dueña de la casa - o sea, la hija, claro - ha decidido
hacer una fiesta de Fin de Año en el garaje. Para lo cual, se comienza a hacer
una lista de los posibles asistentes a tenor de la información de la que se
disponía, al tiempo que se estableció el protocolo de quién iba a avisar a
quién. En total, y tirando por arriba, una docena. Ahí, los que tenían moto,
pringaban, claro. Una ventaja la de ser un mísero, pero al menos, se rompía esa
monotonía insufrible, ese aburrimiento mayúsculo, esa sensación de haberte
trasladado a un monasterio budista en mitad del Tíbet.
Llegado el día de marras, - más bien la noche
- y después de haber dado las consiguientes explicaciones en casa, después de
tomar las uvas - como corresponde - tu amigo te viene a buscar, pero esta vez
con el coche del padre, que para eso tenía carné, era de noche y probablemente
estábamos a bajo cero.
Al llegar al guateque - término este en
desuso salvo como título de una genial película de Peter Sellers - y entrar en
el garaje, lugar del fiestorro, el ambiente era agradable y calentito. El padre
de la criatura, había pensado en la posibilidad de muerte por congelación de
los allí reunidos y organizó en un santiamén una estufa de leña, que hacía
habitable aquella estancia.
Al comienzo todo eran energías y alegría,
pero al cabo de unas tres horas, aquello empezó a decaer. La supuesta
obligatoriedad de permanecer allí hasta el amanecer, para luego desayunar un
chocolate con churros no se sabía muy bien dónde, aunque todo apuntaba que iba
a ser en la planta noble, arriba del garaje, no fue suficiente estímulo para un
servidor. Así que, mientras los demás intentaban no aburrirse demasiado, y ser fieles
a esa promesa de aguantar toda la noche de fiesta, servidor se buscó un sitio
estratégico al lado de la estufa, se acomodó lo mejor que permitían las
circunstancias y se metió una sobada hasta el amanecer, en el que, por
supuesto, tras haber disfrutado de un sueñecito reparador, se apuntó al
chocolate con churros. Y todo ello, gratis. Ventaja de que el padre de la
criatura, era constructor.
A partir de esa experiencia, tuvieron que
transcurrir unos 20 años hasta que unos amigos me convencieran - sin presionar
mucho, he de decir la verdad - para asistir a su fiesta en Torrelodones, a
escasos 30 kms de Madrid, por la A-6.
Debido a las múltiples mudanzas que durante
una época trashumante de mi vida me vi en la necesidad de efectuar, ahora mismo
ni siquiera recuerdo dónde vivía, pero sí que tengo claro, que me tenía que
trasladar desde Madrid. Y la verdad, es que la fiesta me apetecía mucho.
El problema fue que hubo miles de personas
que debieron tener una idea similar y lo que en condiciones normales es un
trayecto en el que se tarda media hora por autopista, en esta memorable
ocasión, tardé 3 horas! Sí, sí. Tres horitas. De hecho, llegué casi cuando ya
estaban a punto de dar por finalizada la fiesta y muchos ya la habían
abandonado. O sea que fue algo como vini, vidi y no vinci.
Finalmente, algunos años después de semejante
trauma, una vez que consideré que había digerido la nefasta experiencia, me
aventuré a trasladarme en Nochevieja a tan sólo 5 minutos de donde residía por
aquel entonces - un lugar de cuyo nombre no quiero acordarme. No parecía que
trasladarse a 5 minutos en coche, pudiera constituir un reto. No lo parecía,
pero lo fue.
El problema se estableció al minuto de salir
de la casa donde se tomaron las uvas y camino de la mía propia. El obstáculo,
una rotonda de dimensiones considerables - la conocida como Plaza Elíptica, en
Madrid - en la que por circunstancias que nadie conoce, se montó la madre de
todos los atascos. De hecho, algún vehículo intentó atravesar por el centro de
la rotonda, sin importarle las plantas y los parterres, en dirección a alguna
hipotética salida y se encontró con que al llegar al otro lado de la
circunferencia, la situación no era mejor de la que había abandonado.
Y allí nos quedamos durante una hora y media,
parados como en alguna película de Hollywood cientos de coches, que ante la
imposibilidad de moverse en ninguna dirección, la mayoría adoptamos la decisión
de apagar el motor, con lo que al cabo de unos minutos, se hacía notar la rasca,
uséase el relente, que estaba cayendo, como era costumbre en Madrid por esas
fechas.
Y hasta aquí en modo breve, quedan expuestas
sucintamente las razones por las que hace mucho tiempo decidí que no me da la
gana salir en Nochevieja a ninguna parte. Me ahorro un montón de pasta, me
evito tener que ir a un lugar masificado, repleto probablemente de macarras
disfrazados de señores, que en breve, además, estarán bolingas. Prefiero ver “Qué
bello es vivir” o alguna similar, calentito en casa, ciego a base de champán -
de Cáceres, por supuesto - de mazapán y de turrón del duro. Y al día siguiente,
por supuesto, sentado frente a la tele a ver el Concierto de Año Nuevo desde
Viena.
Lo dicho: Clodomiro y yo, os deseamos un
Feliz Año Nuevo 2017.
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