Hace un tiempo veía un vídeo de un enajenado bajando una montaña en bicicleta a velocidad terminal. Al verlo pensé que el tipo estaba ejecutando una suerte de suicidio exclusivo. Sólo de verlo a uno se le cierra el píloro como a Ignatius J. Reilly. Al ver cómo se jugaba la vida de una manera tan absurda, me recordó a un individuo que conocí hace muchos años.
Corrían los primeros años de la
década de los 70. Las vacaciones de verano transcurrían mortalmente aburridas y
monótonas en un secarral a unos kilómetros de El Escorial. Las únicas que
parecían disfrutar de lo lindo eran las chicharras, que cantaban alegremente, cuanto
más calor, mejor. Los días pasaban en un “dolce far niente” desde finales de
junio hasta septiembre. A los pocos días, una vez superado el stress de los
exámenes de fin de curso y vuelta el cuerpo a un ritmo normal, aquello empezaba
a resultar bastante tedioso. Así es que, en vista de la escasez de alicientes
externos, Fernando ideó un sistema que aumentara el flujo de adrenalina en
vena.
Uno de los escasos métodos de
diversión que tenía a su alcance era una vieja bicicleta. Un elemento que había
sobrevivido a los años y que convenientemente tuneada, subiendo el sillín al
máximo y haciendo lo propio con el manillar, todavía seguía prestando un buen
servicio, al margen de la pobre imagen - casi de circo - que pudiera provocar.
Sobre todo, porque el resto de los amigos de su pandilla solía moverse en moto.
El caso es que eso de dar pedales
estaba bien, pero el secarral en sí, era un conjunto de cuestas, alguna de las
cuales era directamente inasequible para un no profesional o alguien sin una
bicicleta con cambios de marcha. Claro que siempre que hay una cuesta arriba,
tarde o temprano hay una cuesta abajo.
La mente de un adolescente de 16
años, como la de Fernando, es una máquina de hacer estupideces y sin sentidos.
En una de esas excursiones que realizaba de vez en cuando con la sana intención
de “ampliar horizontes”, había descubierto un trayecto en el que, a partir de
cierto punto, todo era cuesta abajo. Era un trayecto bastante largo, de un par
de kilómetros y de hecho era la vía de comunicación entre dos urbanizaciones de
chalets, colindantes la una con la otra. Lo malo era llegar hasta allí, pero
una vez alcanzado ese punto, dejarse llevar cuesta abajo por aquel camino
asfaltado - aunque lleno de arena en muchos tramos - y con curvas amplias,
constituía toda una aventura.
Con ese espíritu tan inquieto como
inconsciente, Fernando urdió un plan que iba más allá de la simple aventura. Se
adentraba - sin saberlo - en el terreno del suicidio.
Al igual que hace Alonso con los
circuitos, una vez que Fer se lo supo de memoria, podía anticipar los
movimientos, mejorar la toma de las curvas, prestar atención a la posible
salida de vehículos y finalmente, llegar sano y salvo al final, donde, tras
volver a pedalear un poco, regresaría a casa. Tal dominio llegó a tener, que en
cada pasada intentaba tocar los frenos lo menos posible. Hasta que consiguió
realizar el trayecto en más de una ocasión sin frenar nada; a tumba abierta. Igual
que hacen los profesionales en el Tour.
Y con una lógica cartesiana,
aunque discutible, se dijo para sí: “Y si no frenas, ¿para qué quieres los
frenos?” Dicho y hecho. A partir de ese día, a la bici le quitó las zapatas de
los frenos.
Sin red. Como Pinito del Oro.
Para tirarse en bicicleta por un
recorrido largo, sobre asfalto, con arena y polvo en muchas partes del mismo,
sin frenos y la mayoría de las veces, en traje de baño, hace falta estar tan
chalado como el de la bici bajando por la montaña. O tener 16 años, que viene
siendo lo mismo. Al final, todo el mundo se echaba las manos a la cabeza cuando
les hablaba de lo que, para Fernando, más que una hazaña, no era más que una
forma de añadir algo de excitación o interés al tórrido y aburrido verano.
Ya fuera por sus habilidades como
ciclista, por simple suerte, o por la Divina Providencia, el caso es que el descerebrado
de Fernandito, Fer, para sus amigos, nunca tuvo ningún contratiempo.
Pero como todo buen artista que
se precie, uno nunca está del todo satisfecho con su obra. Siempre necesita ir
un poco más allá, superarse a sí mismo, batir su propia marca. Y eso fue lo que
hizo.
El chalet donde vivía estaba en
un altozano de donde tomaba el nombre: “La Colina”. Para introducir el coche en
el garaje, la subida era muy pronunciada y para favorecer el agarre del
vehículo, se había solventado con cemento grumoso. Es decir, no se había
alisado. Así es que, cada vez que salía de expedición con su bicicleta tuneada,
lo único que tenía que hacer era abrir la verja de entrada y salir disparado
cuesta abajo, como el hombre del cañón en el circo. Sin casco, sin traje
protector, sin frenos, con chanclas y en bañador. Es decir, que en caso de
caída es probable que se habría quedado sin piel, como si hubiera sido víctima
de una bomba de napalm.
Fer siempre tenía la precaución
de comprobar que la verja estuviera abierta. Uno podía estar loco pero otra
cosa era ser gilipollas. Pero hubo un día, en el que, entre la comprobación de
la apertura y el momento de salir disparado se produjo un evento inesperado que
cambió el statu quo de la situación.
Como era su costumbre, se subió
en la máquina de la muerte y a pesar de lo pronunciado de la cuesta y de que
ésta, además estaba en curva ciega, dio una pedalada. Se ve que ese día, o
tenía prisa o quería una dosis extra de adrenalina. Y ¡vive Dios! que la tuvo.
Justo al girar la curva para
enfilar la verja y salir disparado, comprobó que la verja estaba casi cerrada.
Sólo se mantenía entreabierta la hoja de la izquierda, mientras en la derecha
había un coche aparcado. El coche pertenecía al “evento inesperado” y era lo
que obligaba a cerrar la verja.
Durante unos nanosegundos analizó
las diferentes alternativas de las que disponía, antes de estamparse contra la
verja, contra el coche, contra ambos o contra el muro de piedra.
A. Abandonar
el proyecto, tirándose en marcha de la bici. Esta opción fue descartada de
inmediato, toda vez que había alcanzado el “punto de no retorno” y que la
indumentaria del kamikaze - además de en bañador, iba con chanclas - lo hacían altamente
desaconsejable. Los daños de una caída sobre el grumoso cemento, podrían dejar
marcas de por vida.
B. Chocar
contra la verja, saltar sobre ella, sobre el coche aparcado e intentar no
estamparse contra el muro de piedra de enfrente. Demasiado arriesgado,
incluso para un enajenado.
C. Entrar por el hueco que quedaba.
En efecto. La opción elegida, fue
la C.
La hoja de la verja, la
izquierda, había dejado un escaso hueco con respecto al coche. El objetivo
consistía en hacer una finta, casi una auténtica filigrana con la máquina del
infierno que llevaba bajo sus piernas, pasar por el hueco, y en todo caso, si
no fuera posible evitarlo, que el seguro de accidentes del propietario del
vehículo - un tío suyo - , se hiciera cargo de los daños. Ahora, sólo se
trataba de verificar si por ese minúsculo espacio, cabía la bici y Fer sobre
ella, sin que por el camino se dejara atrás ninguna costilla ni ninguna rodilla
enganchada ni con la verja, ni con el coche.
Por algún extraño sortilegio, consiguió
pasar por el hueco, sorteando la verja, al coche aparcado y de paso, dar un
susto mortal al vehículo que venía por la calle tranquilamente, a sus espaldas,
y que vio cómo repentinamente, apareció de la nada un tarado montado en una
bici suicida, incorporándose a la calzada a velocidad de Match 1.
Instintivamente, el conductor frenó en seco al tiempo que hizo sonar el claxon,
más asustado que el propio Fernando, quien, según confesó más tarde, debía
tener las pulsaciones a 200, como mínimo. Los exabruptos del conductor no los
escuchó, pero se los imaginó. Pero entre la velocidad que llevaba Fer y el
frenazo que tuvo que dar el pobre hombre - que nunca llegó a saber quién era - se
alejó de él como un rayo, mientras ambos se recuperaban de sus correspondientes
ataques cardiacos.
Una vez que recuperó el ritmo
cardíaco, regresó a casa inmediatamente.
Lo primero que hizo fue colocar
de nuevo las zapatas de los frenos en la bici. A partir de ese día, la usó
poco. Eso sí, fue el centro de atención de todos los amigos de la pandilla
durante una semana.
Pero al parecer, estaba en deuda
con el destino y éste lo sabía.
Habiendo abandonado las prácticas
suicidas utilizando métodos sofisticados, como una bici trucada, a partir de
entonces, sólo se trasladaba a pie. Pensó que, con ese sistema, el nivel de
riesgo de accidente era cero. Se equivocó.
A los pocos días, había quedado
con un amigo para jugar al tenis en las pistas centrales de la urbanización.
Así es que, cogió la bazofia de raqueta de tenis que tenía, se calzó las
zapatillas adecuadas, el consabido bañador y bajó corriendo la maldita cuesta
de cemento grumoso. Con tan mala fortuna, que tropezó. Debió ser la falta de
costumbre. El caso es que, cuando iba por el aire, en bañador, camino de meterse
un leñazo de campeonato contra el cemento grumoso, y con la raqueta en una
mano, pensó “qué burlón es el destino”.
Cuando le vieron aparecer en la casa
con el resultado del accidente, no lo podían creer. Pensaban que se había caído
de algún avión.
La mercromina se la dieron a
brochazos. Tenía las dos muñecas dislocadas, arañazos en las manos, en los
muslos y en la espalda. Tuvo que llevar ambas muñecas vendadas durante varios
días y las heridas escocían lo suyo. Sobre todo, cuando se metía en la piscina
con el cloro. Si ya les costaba un esfuerzo entender lo que había pasado
mientras bajaba a pie la cuesta del garaje, no tenía mucho sentido comentarles
lo de la bici de unas semanas atrás.
Al verle sus colegas de la pandilla con esas pintas, que parecía haberse peleado con un león en el Serengueti, todos dieron por hecho que la culpable era la bici o en su defecto, un accidente de moto. Cuando les contó que no, que iba corriendo, y no en bici ni en moto, la reacción básica fue de descojone general.
