Yo creo firmemente que los seres humanos
tenemos una clara tendencia a acumular. Es cierto, que unos más que otros, pero
todos llevamos una mochila a cuestas que, dependiendo de los casos, hasta te
puede hacer caer.
Nos cargamos de recuerdos, de experiencias,
de olores y hasta de trastos. Trastos que vamos almacenando en las cada vez más
grandes habitaciones al uso que se habilitan en los garajes, para aquellos que
no son capaces de desprenderse de ciertos muebles que jamás van a volver a
usar, de ropa que hace mil años que no les entra y de fotos y películas, que
atesoran un pasado que en ocasiones, fue mejor.
Pero no hay nada como hacer una mudanza para
mandar a la mierda toda la basura que guardabas y que hace que te plantees tu
estado mental y te preguntes si no habrás empezado a sufrir el síndrome de
Diógenes. Es entonces cuando comienza una labor casi detectivesca y por sorpresa,
comienzas a encontrar las más variopintas inutilidades que una vez necesitaste
y - a las pruebas me remito-, fuiste capaz de sobrevivir sin ellas. Y al
desprenderte de ellas, te das cuenta del pequeño o gran error que cometiste al
guardarlo, y te sientes menos pesado, más liviano.
Bueno, pues con los teléfonos pasa algo
parecido.
Después de permanecer fiel a Nokia durante
unos 20 o 30 años, me acabo de comprar un Motorola, con guasá y todo. La
verdad, es que si no fuera porque la batería del móvil duraba menos que las
promesas de un político en campaña, yo hubiera seguido con mi teléfono. Soy la
prueba fehaciente de que se puede vivir sin guasá, sin chepa de tanto agachar
el melondrio para ver la pantalla del móvil y sin descargar cinco mil
quinientas aplicaciones, que me dicen desde qué tiempo hace hasta lo que tengo
que comer para no engordar. ¡Pero leche! ¿Es que no ves que hace un frío del
carajo?
Bueno, pues eso, que tengo móvil nuevo. Y
claro, como con todo lo nuevo y más en tecnología, vienen las
incompatibilidades. Y si además son de marcas diferentes, ni te cuento. A mí,
la verdad, es que lo único que me interesaba - fíjate que hablo en pasado - era
la agenda de contactos. Una base de datos que se ha ido alimentando durante los
años, hasta convertirse en un remedo de la guía telefónica. Total, poca cosa,
más de quinientos teléfonos, entre cuyos propietarios existen algunos a los que
hace mil años que les he perdido la pista y no voy a buscarles; otros que no me
van a buscar a mí y finalmente, un tercer grupo que son los que verdaderamente
me interesan.
No voy a contar todas las vicisitudes que he
padecido por pretender, ingenuo de mí, traspasar los contactos del viejo al
teléfono nuevo. No os voy a aburrir, pero no te creas que no me apetece
desahogarme y cagarme en la madre que los parió. Pero me voy a contener. Tan
sólo diré que, como en una mudanza de casa, esto de cambiar de móvil me ha
obligado a mandar a tomar por saco, el 95% de los teléfonos de esos más de 500
que tenía. Lo cual, dicho sea de paso y ateniéndonos a las estadísticas de
Murphy, puede ser un indicio para constatar que en algún caso, seguro que la he
cagado y se me ha olvidado alguno de esos a los que no quiero olvidar. Si eres
un masoca y te apetece descubrir si uno de esos es el tuyo, no tienes más que
llamarme al teléfono de siempre. Si ves que no te saludo por tu nombre, es que
la he cagado.
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