Tras la jura de bandera en la base de Getafe, de cuyo acto guardo constancia gráfica, todos los reclutas temen dos cosas: el destino y el número de guardias que les va a tocar hacer, fines de semana, Navidades y Semana Santa incluidos.
En cuanto a los destinos, el peor
de todos con diferencia, el auténtico coco de los reclutas, era la Policía
Aérea, la P.A. Si caías en ese pozo, tu vida a partir de ese instante y durante
el próximo año, se iba a dividir entre partes:
- Retén. Tienes que permanecer en las instalaciones de acuartelamiento de la PA sin otro cometido que el de estar disponible por si fueras necesario.
- Guardia. Durante 24 horas estabas de guardia, en diferentes puestos de la base.
- Libre. Te ibas a tu casa.
Y así, a este ritmo de
retén-guardia-libre, estarías los 365 días del año, fuera invierno o verano,
agosto o Navidad, hiciera frío o calor. Ni que decir tiene que era la unidad
con más bajas por depresión de todas.
Si los hados se hubieran
conjurado a tu favor y hubieras evitado la temible P.A., el resto de destinos
tenía una valoración variable. Te podían destinar a mecánica de aviones, de
vehículos, a chófer, a las oficinas, etc.
A mí me tocó en primera instancia
ser camarero en el pabellón de oficiales. Eso comportaba servir las mesas del
comedor, tanto al mediodía como por la noche, pero, sobre todo, atender al bar
de la piscina del club, a la que iban los familiares de los oficiales, tanto,
esposas, como novias o hijos.
El bar estaba situado en una
esquina, afortunadamente protegido del sol por la sombra de los árboles y setos
que rodeaban el recinto. El infortunado allí destinado, debía vestir
formalmente con botas y traje de faena, debiendo permanecer allí mientras la
piscina estuviera abierta, al tiempo que los ánimos se excitaban ante la
contemplación de algunos cuerpos en bikini que ni siquiera el bromuro era capaz
de atemperar. Tampoco se respetaba mucho aquello de los fines de semana, que
era, principalmente, el tiempo en el que los oficiales disfrutaban de su tiempo
libre con sus familias. Ahí comprendí muy bien que lo mío no iba a ser el
negocio de la restauración, y que lo de llevar la bandeja con salero no me
atraía ni una miaja. Es más, la visión de esos bikinis tenía efectos
perniciosos en el equilibrio emocional y por ende, de la propia bandeja.
Así es que, si por un lado debía
felicitarme por haber tenido la suerte de no haber caído en el pozo de la P.A.,
por el contrario, el destino de camarero tampoco lo veía claro.
Pero hete aquí que el diablo, en
ocasiones, obra milagros.
Quiso el destino que el suegro de
un compañero de trabajo de mi hermano, fuera, casualmente, la persona que
adjudicaba los destinos en el Ejército del Aire. ¡Quién hubiera podido imaginar
semejante carambola! El caso es que Antonio – que así se llamaba el yerno del
militar responsable – habló con su suegro y en menos de lo que te quitas un
bikini, me cambiaron de destino.
Otra de las casualidades con las
que en muy contadas ocasiones he sido favorecido, fue que el jefe de personal
de las oficinas del ejército, tenía un íntimo amigo allí, en Torrejón. Un
teniente, al que yo conocía por prestar mis servicios de camarero en el
pabellón de oficiales, pero con el que – lógicamente – no tenía mayor trato.
El momento en el que el teniente
comunicó a todos los allí presentes el cambio de mi destino, con carácter
inmediato, se convirtió en una situación extremadamente tensa.
Mi salida inmediata del pabellón,
significaba trastocar todos los planes de servicio y de guardia que se habían
establecido, incluido el hecho de que a alguno le significaba quedarse el fin
de semana entero allí. Ello provocó que todos fueran en masa a protestar al
teniente, quien se vio en la necesidad de mandar silencio al tiempo que
gritaba:
- ¡Alto! ¡Silencio! ¡Esto es sedición!
Ninguno de los que estábamos allí
teníamos ni repajolera idea de lo que significaba eso, pero captamos el mensaje
por la seriedad del rostro y el tono del teniente.
Dado que mi salida era en ese
instante, me dirigí para salir de la base, casi corriendo. Pero aún hubo un
pequeño incidente. Uno de los afectados, que al parecer no estaba muy de
acuerdo con la decisión tomada, intentó evitar por la fuerza que yo saliera de
la base. Me agarró por la espalda y yo no tuve más remedio que zafarme como si
de un” boina verde” se tratara y hacerle comprender, también por la fuerza, que
no había violencia humana capaz de detenerme. Le lancé una patada al hígado
que, por ventura, hizo el daño suficiente, pero no todo el que pudiera haber
ocasionado de alcanzarle de lleno.
El pequeño incidente se saldó con
una hombrera de mi camisa descosida, aunque no era muy visible y un testigo en
la distancia que no sabemos muy bien qué vio o qué no vio, pero cuando pasó por
nuestro lado, le saludamos y ahí se quedó la cosa.
Y yo conseguí llegar a casa con
un destino nuevo: Jardines y Limpieza.
Mi carrera militar iba viento en
popa: de camarero a barrendero.
Lo de la camisa, me lo cosería mi madre en un plis plas.
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