Abuelo es un término que, dependiendo de las circunstancias y de la entonación, puede resultar hasta insultante. Al menos en cuanto a su intención se refiere. Sin embargo, eso no fue siempre así. A lo largo de la historia, siempre se ha respetado y hasta venerado a las personas de edad.
Hace poco, por razones que no
viene al caso, hablaba con una chica hondureña de veinticuatro años que,
lógicamente, me trataba de usted. Acostumbrado al tuteo desde hace décadas, le
dije que, por favor, me apease el tratamiento, que me hacía más mayor de lo que
soy consciente. Y ella, me respondió: “Es que mi mamá, desde que éramos chicos,
a mis hermanos y a mí, nos enseñó que había que respetar a las personas mayores,
llamarles de usted hasta que ellos te dieran permiso para cambiar el trato. Que
había que saludar en la calle cuando te cruzabas con una persona conocida. Y
pobre de nosotros si no lo hacíamos así”. Ese es el gran salto educacional y no
tanto generacional, que nos separa, como muy bien decía hace no mucho el gran
Pérez Reverte en un artículo.
Decía al comienzo que, a lo largo
de la historia, muchas han sido las culturas en las que se ha venerado a los
ancianos. En nuestros días, China y Japón, representan bien a las claras, parte
de esas sociedades en las que los ancianos disfrutan de ciertos privilegios y,
sobre todo, de respeto.
En Japón, por
ejemplo, se celebra el Keirō No Hi (Día del Respeto a los ancianos), una
festividad muy importante en la que participa activamente la familia. Los ancianos
japoneses son respetados como pilar de la sociedad.
En los anales
de la historia, cuando apenas éramos sólo unos homínidos, la esperanza de vida
no era demasiado alta. Las luchas tribales, los rigores del clima y sobre todo
las enfermedades, no ayudaban demasiado a alargar la vida. Como
consecuencia, las personas que alcanzaban una edad poco habitual, eran
consideradas casi sobrenaturales.
En la antigua Grecia, el poder
estaba en manos de los ancianos, que eran más ricos y que inculcaban a los
jóvenes el respeto por los mayores. El mismo Platón pensaba que la virtud se
adquiere con el conocimiento, al que se llegaba con una educación que daba sus
frutos a partir de los 50 años.
En el Imperio Romano, todo el
poder se concentraba en el Senado Romano, formado fundamentalmente por
ancianos. Eran los encargados de la administración, de la justicia y de las
relaciones diplomáticas. Los privilegios de los ancianos eran enormes y las
clases más bajas de la sociedad los consideraban sabios y virtuosos.
La Edad Moderna y Contemporánea,
trajo los mayores avances de la medicina: las vacunas y los antibióticos. Con
ellos, se dio un giro radical a la esperanza de vida, produciendo un
significativo salto demográfico. Al mismo tiempo, a finales del siglo XIX,
comenzaron a aparecer las primeras corrientes filosóficas que rechazaban la
idea de asociar vejez con enfermedad. Ese fue el origen de la Geriatría y la
Gerontología.
Y así, dando un ligero salto,
llegamos hasta nuestros días en los que los abuelos, abarrotan las residencias
geriátricas, porque ya no hay familiares que puedan hacerse cargo de sus
cuidados. Porque ahora, la mujer que, hasta finales del siglo XX, había
permanecido en casa cuidando de todos – del marido, de los hijos y de los
padres – se puso a trabajar en un poderoso salto hacia una supuesta libertad.
Así es que ahora, los ancianos están mejor en las residencias. Y es allí donde,
inermes, fallecen en masa víctimas de un virus asesino que alguien les ha
contagiado.
Y si tienen la ventura de seguir
siendo independientes y de mantener su casa, además de haber criado a sus
hijos, ahora les toca criar a sus nietos, por la misma razón de que ambos
padres, tienen que trabajar fuera de casa y no disponen de tiempo para poder
compaginar todas las tareas.
Esos ancianos son los mismos que
fueron a una guerra civil, consiguieron salvar el pellejo y se encontraron al
final con un país en la Edad de Piedra, lo levantaron con sus manos, tuvieron
hijos, consiguieron tener una casa, mandaron a sus hijos a la universidad
cuando ellos mismos, muchos, habían dejado la escuela a los ocho, diez o doce
años; consiguieron prosperar, comprarse un frigorífico y hasta un Seat 600. Y
ahora, les pagamos con nuestro desprecio.
Yo no tuve la suerte de conocer a
mis abuelos. Tan sólo tuve la oportunidad de conocer a mi abuela paterna,
Josefina, una vasca nacida en Orio (Guipúzcoa) en 1891. Y su pérdida se produjo
de una forma paulatina. Pero sí que me habría gustado tener trato con ellos.
Mi abuela nunca me contó nada de
su vida. Y me habría gustado. Claro que yo era demasiado niño para meterme una
sobredosis de realidad entre pecho y espalda. Se limitaba a jugar conmigo al
tute y a enseñarme francés. Ella hablaba francés perfectamente y se empeñó en
que yo lo aprendiera incluso antes de ir al colegio. Su empeño, tal vez, procediera
de su convencimiento que, sabiendo más idiomas, había más posibilidades de
sobrevivir o de vivir mejor. Porque, tal vez, - otro tal vez – fue eso lo que
la dio de comer a partir de 1937, cuando se quedó viuda con cuatro hijos, en
medio de una guerra civil y cuarenta y seis años. Curiosamente, cuarenta y seis
años, sería la misma edad que tendría mi madre al enviudar, casi treinta años
después.
Mi abuela me llevaba a los
jardines de las Vistillas o a la explanada de la Almudena, al lado del Palacio
Real. Yo iba con mi triciclo o con una pelota. Ella siempre llevaba un libro
entre las manos, ya fuera de paseo o estuviera en su habitación. Con más de
setenta años, intentaba aprender inglés a través de un programa de radio. Con
un par. ¡De Orio!
De entre mis recuerdos de mi más lejana
infancia, extraigo como si de una nebulosa se tratara, un viaje con mis padres
y la abuela, en el Seat 600, a casa de los Marqueses de Comillas. Eran
Marqueses de verdad, no como los de Galapagar. Imagino que mi abuela, debió
desempeñar algún tipo de tarea similar a institutriz de sus hijos o algo así.
Nunca tuvimos confidencias, ni me
contó secretos, ni experiencias del pasado, ni siquiera los buenos recuerdos
que pudiera tener. Sólo compartimos buenos momentos. Y antes de comenzar a
conocerla como un adulto, a mi abuela la comencé a perder allá por 1970 cuando
el Alzheimer, empezó a devorarla. Para entonces, su vida podría resumirse en:
una guerra civil, fue testigo de cómo José Luís, un hijo suyo, casi muere en un
accidente en un taller del ejército; más tarde, le vio partir, para no volver a
verle nunca más, camino de Argentina; la muerte de su marido en 1937; la muerte
de un hijo en 1965. Era como para quebrar la voluntad de cualquiera
Se le olvidó jugar al tute, el
francés y quién era yo.
De su marido, mi abuelo, sólo sé
que era hijo de Guardia Civil, que nació en Casalareina, (La Rioja), que
trabajaba en el periódico ABC y que era diabético.
Mis abuelos por parte de madre
eran de Murcia ambos. Él, Carlos, era químico de profesión. Viajó mucho por
motivos de trabajo y dos de sus cinco hijos, nacieron, una en Camas y la
pequeña en Cádiz, aunque tanto mi madre como mi tía, tenían de andaluzas lo
mismo que yo de arzobispo de Sigüenza.
El bueno de mi abuelo Carlos tuvo
la genial idea, allá por 1919, de apuntarse a una logia masónica en Tánger. Mi
abuelito ya tenía edad suficiente como para saber, aunque fuese de oídas, que
eso de la masonería, nunca ha estado bien visto. Desconozco bajo qué tipo de
sustancias sicotrópicas decidió tamaña gilipollez, pero el caso es que veinte
años después, comenzó a ser perseguido por toda España por el Tribunal Especial
para la Represión de la Masonería y el Comunismo. De nada sirvió que alegara
que aquello de Tánger fue una solemne estupidez, que nunca jamás volvió a saber
nada de esa gente y que tanto él, como toda su familia, era gente honrada,
militantes de Falange Española desde 1934 y asiduos asistentes a los mítines de
José Antonio Primo de Rivera por toda Castilla La Mancha.
Al final, tras declarar en un
juzgado de Barcelona en 1952, le dejaron marchar, dado su más que delicado
estado de salud – sufrió una apoplejía hacía años –. Finalmente, unos pocos meses después, en 1953, murió
solo – como
los de hoy en día en España - en el Asilo de Ancianos Desamparados de Vigo.
En el fondo tengo un poco de
envidia de aquellos que han tenido la oportunidad de disfrutar de sus abuelos.
Por algún misterioso motivo, existe una especial conexión entre esas dos
generaciones. Algo que podemos constatar cada día, cuando a una persona mayor
le preguntan qué es lo que echa más de menos con esto del virus y las medidas
restrictivas y el 99% habla de sus nietos.
Yo sólo conocía a una de mis
cuatro abuelos. Los demás, partieron antes de llegar yo a este mundo. Y encima,
a la única que conocí, tampoco es que disfrutara demasiado.
Por eso creo que puedo imaginar,
someramente, la sensación de frustración ante lo inevitable de aquellos que se
han visto sorprendidos por el fallecimiento repentino de un ser querido, del
que ni siquiera se han podido despedir y en ocasiones, ni acudir al entierro. Y
esa frustración es posible que se torne complejo de culpa, dependiendo de la
actitud y del comportamiento de las personas hacia sus mayores. No debemos
olvidar que, a raíz de esta pandemia, aquellos abuelos que se han sentido
olvidados, han desheredado a muchos de sus familiares, lo cual, dan testimonio
de ello los notarios.
Creo que deberíamos de replantearnos las relaciones que tenemos con nuestros mayores. Tal vez, el sentimiento que más corroe a algunos de los que han perdido a sus abuelos, a sus ancianos, sea una sensación de arrepentimiento de no haber hecho algo más por ellos…si es que se tuvo la ocasión.