Si nuestra salida de Penalva do Castelo tuvo algo de extraño, por lo del GPS, nuestro transitar por las autovías portuguesas no le fue a la zaga. Pensando en ello me pregunto si, las famosas meigas gallegas, no habrían comenzado ya a hacer de las suyas, incluso en territorio extranjero, lo cual, podría ser tachado de invasión. Tenebrosa, sí, pero invasión, al fin y al cabo.
Camino a Baiona nos encontramos
con algún peaje, que abonamos sin problemas. Pero, repentinamente nos
encontramos con uno inesperado. Al llegar a la ventanilla del operario – en
este caso operaria – nos sorprendió pidiendo un ticket.
- ¿Un ticket? – pregunté yo sorprendido-. No
tenemos ningún ticket.
Lo más sorprendente es que nos
parecía inconcebible que se nos hubiera pasado por alto un control de
autopistas. Eso no es como saltarse una ceda el paso. Pero el caso es que allí
estábamos, frente a la diligente trabajadora de la operadora de la autopista, quien
a la velocidad de Billy El Niño, y dado que ya tenía en su poder mi tarjeta, se
aprovechó de su ventaja y en menos que canta un gallo me había metido un puyazo
de 40€ en todo lo alto.
Cuando vi reflejado en la
pantalla el importe me quedé muy sorprendido, pero estaba claro que ese no era
ni el momento ni el lugar para intentar aclarar qué demonios estaba pasando. No
con una simple trabajadora cuyo empleo, tal vez, lo termine haciendo un robot
con IA, y además con la barrera del idioma, porque, estaba claro, que la amable
señora no tenía perfil como para hablar otra lengua que no fuera la de
Cristiano Ronaldo. Así es que abonamos el penalti y desde luego que nos
quedamos con el ticket.
Sin embargo, la reacción de mi
mujer fue muy diferente. Los 40€ en su caso, se transformaron en 40 latigazos y
al igual que Máximo Décimo Meridio, General de los ejércitos romanos del norte,
juró alcanzar la venganza en esta vida o en la otra.
Estuvo investigando y llegamos a
la conclusión de que esos 40€ correspondían a haber utilizado la autopista
desde el sur de Portugal hasta arriba de todo, lo cual, evidentemente no era
cierto. Pero como en ese momento no podíamos hacer más, dejamos correr el
tiempo y ya haríamos algo cuando volviéramos a casa.
Claro que eso no fue nada en
comparación con el atraco perpetuo de las autopistas una vez que ya entramos en
territorio patrio. Fue pisar Galicia y se desató una furia recaudadora casi en
cada recodo. Cada pocos kilómetros nos mandaban a otro desvío, de otra AP, como
si se tratara del del célebre villancico “pago y pago y vuelvo a pagar”.
Casi no merecía la pena guardar
la cartera. Hasta me planteé conducir con una mano, mientras con la izquierda,
fuera de la ventanilla, mantenía en el aire la tarjeta, con el único fin de no
perder demasiado tiempo en parar y arrancar. Pero lo cierto es, que corría el
riesgo de que además de los peajes, tuviera que pagar alguna multa fruto de ser
pillado in fraganti por alguna de los cien millones de cámaras que – por
nuestro bien – han instalado en las vías de circulación. Por otra parte, el
tiempo tampoco aconsejaba conducir con la ventanilla abierta. Era desapacible,
ventoso y con lluvia intermitente. Y así nos recibió Baiona: con un vendaval,
algo fresco y algo de lluvia.
El Parador Nacional de Baiona situado en lo
alto de la península de Monterreal, ofrece una majestuosa imagen, a caballo
entre un castillo-fortaleza del medievo y un súper Pazo gallego. El mero hecho
de adentrarse en sus murallas y llegar hasta la entrada principal, impresiona.
Como en una película de Poirot, al llegar al pie de la escalera de la puerta principal, se acercó un joven que, además de ayudarnos con el equipaje, se ofreció gentilmente a aparcar el coche en un lugar apropiado. Lo que desentona de una escena así es que, en vez de un Mercedes, un Audi A8 o un Rolls, el coche es un Seat y de él no descendieron unos Condes, ni unos banqueros.
Mientras nos inscribimos salió a
colación el tema de los peajes y entonces, la gente de Recepción nos comentó
que para ellos representaba un quebradero de bolsillo, más que de cabeza,
porque se veían obligados a circular por esas autovías a diario. La alternativa
era intentar hacerlo por la carretera que va serpenteando por la costa, con lo
cual, el tiempo del trayecto se multiplicaba por dos o por tres.
De poco nos sirvió el consuelo de
saber que a los lugareños les sableaban cada día para ir y volver del trabajo.
Si el aspecto exterior del
Parador es impresionante, no lo es menos el caminar por el interior de sus
galerías. Amplios salones, de aspecto regio, apacible y luminosos, rodean un
patio central acristalado presidido por una fuente. Tras un largo deambular con
el equipaje rodando por mullidas alfombras que mitigan el ruido de las ruedas
de las maletas, conseguimos llegar a la habitación. En esta ocasión y en contra
de la experiencia paranormal vivida en Portugal, donde nos perdimos dos veces
por falta de señalización, aquí, siendo la distancia mucho mayor, nunca tuvimos
ningún problema en encontrar la salida, lo cual fue un alivio para mi ego. Aquí
sí había indicaciones.
La habitación, sin embargo, no parecía estar a la altura de lo esperado. Era menos espaciosa que la del Parador de Portugal.
El cuarto de baño – muy amplio -
era bastante peculiar porque tenía una bañera, normal y corriente, y, además,
un plato de ducha aparte. Había un radiador a modo de calefacción para
caldearlo, pero estaba más frío que un muerto, con lo cual, la sensación era
algo desagradable.
El colchón de la cama era de los
tiempos de Mari Castaña y dependiendo del lado de la cama en el que estuvieras,
o te clavabas los muelles o no.
A partir de ahí, hay ciertos
aspectos en los que sólo una mujer puede prestar atención. Por ejemplo, las
pantallas de las lámparas individuales que había justo encima de la cama,
estaban amarillas y eso era una señal inequívoca de falta de mantenimiento, de
cuidado. Y de que tenían tantos años como el colchón. Otro aspecto que a un tío
normal y corriente se le escapa, es que uno de los dos cuadros que adornaban la
pared del cabecero, tenía el cristal roto y nadie se había tomado la molestia
de volver a colocar uno nuevo.
Minucias aparte, dado que era la
hora de comer y que anochecería en unas pocas horas, decidimos estirar las
piernas y darnos un paseo hasta el centro del pueblo. El hecho de que el cielo
amenazara con descargar su ira en forma de agua, que el frío viento nos
obligara a abrigarnos y que el paraguas, - aunque lo abrimos en muy contadas
ocasiones – no sirviera de mucho, no nos amilanó.
Después de callejear un poco por
el paseo marítimo y sus alrededores, decidimos entrar en un bar donde ofrecían
un menú a un precio razonable. La mayoría de los demás establecimientos que
vimos en nuestro caminar, o estaban cerrados, o no daban menús, o su
especialidad eran las tapas.
Al terminar nuestro almuerzo,
decidimos aprovechar y visitar la muralla de la fortaleza del Parador. Las
vistas eran espectaculares y el tiempo mostraba un mar levemente embravecido
chocando contra las rocas de los acantilados.
Cuando dimos por terminado el
paseo, decidimos descansar un rato en la habitación. Fue entonces cuando
comenzamos a escuchar toda clase de ruidos de alguna de las habitaciones
contiguas a la nuestra. En concreto había una en la que el cliente debía estar
desprendiéndose de un kilo de cocaína, en bolsitas de a gramos, porque no hacía
más que tirar de la cadena del retrete. Lo malo es que, por la noche, el sujeto
continuó con la labor, hasta que, o bien dejó sin agua potable a Baiona, o
bien, terminó de tirar la droga.
Una vez que recuperamos algo de
fuerzas, fuimos a la cafetería a disfrutar de la copa de bienvenida. Confieso
que en este viaje he bebido más Albariño que en todos los años de mi vida
anteriores. ¡Alguien debía hacerlo!
Era un lugar agradable,
espacioso, cómodo y atendido por un camarero atento. A través de las vidrieras,
se adivinaba entre las sombras, un gran jardín, que en verano debía
proporcionar unas vistas envidiables y un agradable frescor al viajero. También
se veían a lo lejos las luces del pueblo.
Al acostarnos por la noche, el
individuo de la cisterna del baño nos siguió atormentando, haciéndonos temer
que en algún momento reventaran las paredes y nos inundara con vaya usted a
saber qué.
El desayuno a la mañana siguiente
sí que estuvo a la altura. Era variado, copioso y atendido por un pequeño
ejército de camareras que siempre estuvieron atentas y cumplieron con su
cometido a la perfección.
Nuestro siguiente destino era el Parador Nacional de Cambados. La distancia entre Baiona y Cambados es de apenas una hora, así es que, antes de partir, aprovechamos la notable mejoría del tiempo para hacer unas pocas fotos, a modo de despedida.
Después, nos dirigimos a una localidad que nos pillaba de camino: Combarro.
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