jueves, diciembre 19, 2024

Galicia – Capítulo 3 – Combarro

Algunos van a Galicia con el único afán de imitar a Pantagruel, y así, intentar atiborrarse hasta perder el conocimiento. Otros, simplemente acuden para no pasar calor. Yo creo que, a Galicia hay que ir con los cinco sentidos abiertos a toda clase de experiencias.

Para disfrutar Galicia es necesario llevar los ojos bien abiertos para descubrir esos paisajes que nos sorprenden mientras circulamos lentamente por sus sinuosos caminos, observando – por ejemplo - cómo los viñedos se extienden a un lado y otro de la carretera, confundiendo las lindes de unas parcelas con otras; o cómo allá, en lo alto de la colina, pastan mansamente unos caballos salvajes que, tal vez en breve, serán rapados por los “aloitadores “. O cómo, tras un recodo del camino, el horizonte se llena de mar.

Si decides hacer un alto en tu peregrinar y te apartas un poco del ajetreo, podrás escuchar el viento, sentado en una roca, en lo alto de una loma. No tendrás más compañía que alguna gaviota ruidosa y ese viento a tu alrededor. Un poco más allá, casi al alcance de tu mano, te espera un mar, a veces embravecido, y al que siempre debes mostrarle respeto. Y aunque esté ahí, cercano, inmenso y en movimiento, resulta casi mágico que no escuches las olas muriendo en la orilla.

Al reanudar el camino, prestas atención a las viviendas. Su ubicación, envidiable por sus vistas en muchos casos. Los materiales utilizados para su construcción, generalmente piedra y madera, que reflejan el nivel socio económico de sus propietarios. Y cómo no, encontrarse con su arquitectura tradicional. En este sentido, Combarro pasa por ser uno de los pueblos más bellos y en los que más hórreos hay. Y ese fue el motivo principal por el que fuéramos a visitarlo.

Y así, flanqueados por un mar de viñedos emparrados a un lado y por las rías de Vigo y de Pontevedra al otro, llegamos a Combarro.

Combarro nos recibió como si estuviera desperezándose. Parece que llegamos demasiado temprano a pesar de que ya era mediodía. Pronto nos dimos cuenta que, el concepto de prisas, o el de estrés, eran totalmente desconocidos. Era como si el tiempo se hubiera detenido y a nadie le importara volver a poner en marcha el reloj.

Transitamos por su vía principal y casi en un suspiro, sin darnos cuenta, llegamos al final. Tuvimos que dar la vuelta. Buscábamos un lugar donde aparcar el coche y deambular por sus callejuelas, en busca de sus tan afamados hórreos.

El parking, al aire libre, estaba a las puertas de lo que parecía un modesto centro comercial, apenas ocupado por un par de cafeterías restaurantes, y tan vacío como el propio parking.

Cruzamos la calle y nos dirigimos a un bar a tomar un café. En la terraza había sólo un par de personas y con nosotros, éramos cuatro. El día era soleado, el viento estaba en calma, pero la temperatura era fresca. Todo a nuestro alrededor era paz y quietud. Invitaba a sacar el equipaje del coche y buscar un alojamiento para vivir todo el año.



Cuando terminamos el café volvimos a cruzar la calle – que apenas llevaba tráfico – y nos encaminamos a lo que parecía la plaza principal, también desierta. Allí, mientras disfrutábamos de la tranquilidad, paseando sin prisas, nos encontramos con un lugareño al que preguntamos por dónde podríamos ir para visitar los hórreos. Nos indicó que, justo al final de esa plaza, había un cartel – poco a la vista, dicho sea de paso – en el que indicaba con una flecha el camino. Y hacia allí nos dirigimos.



Al adentrarnos por las callejuelas del casco histórico, tuvimos la sensación de estar viajando por un túnel en el tiempo. Todo lo que había a nuestro alrededor era piedra. El suelo, las paredes de las viviendas a nuestra izquierda y los hórreos a nuestra derecha. Todo era piedra. Era tan angosto, que, si te cruzabas con algún ser humano, - algo que no nos sucedió -debías permitir que continuara su camino dejándole sitio y apartándote a un lado.

A nuestra derecha, entre los numerosos hórreos y terrazas de restaurantes, se adivinaba la ría, en absoluta calma como si quisiera colaborar en el mantenimiento de esa quietud que parecía envolver, como por embrujo, a la localidad entera.





A la izquierda, algunas tiendas donde vendían recuerdos. Una de esas propietarias, nos invitó a entrar y subir al piso superior a disfrutar de las vistas. Una forma novedosa de mostrar al público sus creaciones artesanales colgadas aquí y allá en las paredes. Arriba, en la terraza, las vistas, efectivamente, merecían la pena.

Al reanudar la marcha comprobamos el esmero que los lugareños ponen a la hora de ornamentar sus calles, y hasta las escaleras que conducen a las viviendas superiores, convirtiendo todos sus rincones en algo hermoso para la vista, el olfato y el espíritu.





Era fácil imaginar que ese paseo tranquilo, sin más compañía que nuestra propia sombra, sería muy distinto en plena vorágine vacacional. Ríos de turistas inundando las tiendas de souvenirs y los restaurantes en primera línea de ría, convertirían a ese apacible lugar en algo totalmente distinto. Una muchedumbre escandalosa circulando arriba y abajo, a paso de procesión.

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