Según el conocido aforismo griego “conócete a ti mismo”, yo soy plenamente consciente de mis limitaciones en cuanto a manualidades se refiere. El Señor, nuestro Dios, no me ha llamado por el camino de los trabajos manuales. De cualquier tipo.
Este convencimiento, que tiene bastante de
herencia genética, me viene de mis primeros años de infancia, cuando en el
colegio de curas al que acudía cada día para sufrir tortura psicológica,
represión y acoso, recibía clases de manualidades. Los materiales eran
diversos: unas veces plastilina, otras un simple papel y otras una vulgar
botella de vino casero, que convenientemente pintada de amarillo y sometida a
fuego, daba la sensación de ser un dálmata con ictericia y con sus pintas
negras, o ser el anticipo del caballo de Pipi Langstrum.
Los intentos de bucear en los insondables
misterios de la papiroflexia, terminaban inexorablemente, en un “gurruñigo” de
papel, de formas irreconocibles y por supuesto, sin ningún parecido con el
modelo que se pretendía imitar, que no era otro que el que el cura de turno
había elegido.
Después de la constatación del nuevo fracaso
era el propio cura - el hermano Alberto - el que promovía el descojone general
del resto de la clase, en un ejercicio poco educativo que tuvo sus
consecuencias. Y es que, con un entrenamiento exhaustivo en esos campos de
batalla, tales como afrontar el ridículo al que uno se exponía o le exponían,
al cabo del tiempo acabé desarrollando una total indiferencia acerca de la
opinión que todos los demás pudieran tener de mis acciones, decisiones u
opiniones. Y aún me dura.
En otras ocasiones, el ejercicio trataba de
realizar una figura con yeso, y con un molde en plastilina. Habida cuenta de
que no existía una planificación previa sobre qué tipo de figura había que
diseñar, ni tampoco se nos había informado acerca de cómo diseñar un molde para
que luego la figura fuera reconocible, servidor - presionado por la
improvisación - cosechó otro sonoro descojone general de la clase, promovido -
una vez más - por el Picasso de turno que, vestido con su sotana negra, se
suponía que nos enseñaba manualidades.
Ni qué decir tiene que las clases de dibujo,
constituían un suplicio más, en las se confirmó que podría resultar mucho más
peligroso con un lápiz que con un puñal.
Daba igual que el dibujo fuese artístico o lineal. Tal vez, si esas
clases se hubieran producido en un tiempo posterior, mis obras pudieran haber
sido calificadas de naïf, arte abstracto o vaya usted a saber qué. Pero por
entonces, la nota del insigne artista era un suspenso tras otro, sempiterno y
asumido. Semana tras semana, año tras año.
Con semejantes antecedentes, es fácil
comprender que los trabajos manuales y el bricolaje no hayan formado parte
nunca de mis aficiones predilectas. A nadie en su sano juicio le apetecería
comprobar una y otra vez, su incapacidad manifiesta para tales menesteres y la
constatación de su predecible fracaso. Aún así, las circunstancias me han
empujado en ocasiones a tener que afrontar este tipo de situaciones, con la
mejor de las predisposiciones y la máxima hidalguía.
Así, por ejemplo, cuando disfruté de mi
primera vivienda en propiedad me dispuse a realizar las tareas más simples del
nuevo hogar. El primer reto era colocar el porta-rollos de papel higiénico en
el baño. Para semejante y descomunal desafío me hice acompañar de un experto en
manualidades. Un amigo que, entre otras cosas, dibujaba como Miguel Ángel y,
además, tenía un taladro.
Una vez elegida la zona del baño y aplicada
toda la ciencia que el cerebro de dos hombres fue capaz de diseñar para
semejante obra, mi amigo tomó entre sus manos el Black & Decker y comenzó a
perforar el ladrillo. Al cabo de unos breves segundos comprobó que había algo
que impedía avanzar la taladradora.
Al sacar la broca los dos expertos en
manualidades se sorprendieron mucho del intenso color rojo que tenía, y que
parecían los restos del ladrillo de la pared. Pronto mi amigo se percató al
tocar la broca, que eso de color tan intenso no era ladrillo; era más bien la
temperatura que había llegado a alcanzar la broca al chocar con una viga
maestra de acero.
Inmediatamente después del grito y de unos
cuantos juramentos en arameo, procedió a introducir el dedo bajo el grifo del
agua fría, como vano intento de evitar la ampolla que finalmente le salió en la
yema del índice.
La cosa prometía: primer agujero, viga
maestra. No estaba nada mal.
Podría seguir y seguir detallando ejemplos
que atestigüen mi incontestable incompetencia a la hora de hacer trabajos
manuales, pero terminaré por relatar la última reseñable.
Por delante tenía un doble reto. Por un lado,
se trataba de colocar un manto de césped artificial en una terraza de unos 20
metros cuadrados. Y por otro, montar unos muebles de jardín, que por supuesto,
venían con la consabida llave Allen.
A pesar de que la terraza tiene una forma
rectangular y sin demasiados recovecos, manejar una única pieza de 20 metros
cuadrados de césped artificial, no es tan fácil. Al menos, para in inútil
confeso como yo.
Una vez que el vendedor ha conseguido plegar
la pieza con ayuda de un compañero, la cosa es tan sencilla como introducirla
en el asiento de atrás del coche, ya que, en el maletero, no entra ni de coña.
Después que llegas a tu destino, sacas el
mogollón que tienes doblado, lo llevas hasta el ascensor, lo subes a casa y
comienzas a preparar la terraza. Que si aparta la mesa y las sillas que hay.
Que si barre. Que si friega. Que finalmente pones la pieza en la terraza y
empieza la ingeniería.
¿Por dónde corto? ¿Cómo lo ajusto? ¿Cómo lo
fijo? ¿Y si me paso al cortar con el cúter? La sombra del fracaso, del “ya la
has cagado, otra vez”, inunda tus más íntimos pensamientos.
Después de varios tajos aquí y allá, de ir
recortando y recortando, ajustando, midiendo y recolocando; después, de varias
horas en cuclillas - ni se te ocurra ponerte de rodillas porque el césped se
vuelve como las espinas que le pusieron a Cristo - la cosa finalmente, parece
que tiene buen aspecto. Hombre, hay alguna esquina que parece que la ha cortado
un loco en pleno frenesí, pero esperas que nadie vaya allí a realizar una
inspección de calidad ni a darte un título de profesional cualificado. Es entonces
cuando haces un alto en el camino y decides comer algo.
Mientras estás en el sofá, baldado como un
apaleado, empiezas a pensar en el siguiente reto que te espera después: el
montar los muebles con la llave Allen y la hoja de instrucciones. Y te empiezas
a preguntar si serás capaz de no tirar las sillas por la terraza, en un típico
arrebato de tu discutible paciencia; de no ciscarte en el maldito chino que
probablemente inventó ese sistema y sobre todo, si serás capaz de no perder el
conocimiento de puro cansancio, porque todavía te queda un montón de escorzos
por hacer y antes de empezar, ya estás fundido.
Terminas de comer - ligero, para evitar que
tengas que vomitar después - y te pones con los muebles y su desembalaje.
Comienzas a esparcir todas las piezas, los tornillos, las arandelas…
Ya entrado en materia, empieza el suplicio de
verdad. Las piezas que supuestamente han sido fabricadas por la misma empresa,
muestran una dificultad casi insalvable a la hora de hacer coincidir los
agujeros por los que deberían entrar los tornillos y sus arandelas.
Cuando sale en la tele el del bricolaje todo
le encaja al milímetro y todos los tornillos y las tuercas y los tirafondos
entran como con vaselina. Y tú estás ahí, en la terraza, con el sol dándote en
la espalda, después de comer, sometiendo el cuerpo a torsiones inverosímiles
con el fin de intentar descubrir por qué coño el maldito tornillo no coincide
con el otro.
Y entonces decides aflojar todos los
tornillos que previamente - y con tanto esfuerzo - habías apretado, para
reiniciar el proceso una vez más. Y al final, hay un agujero o dos, que resulta
imposible atornillar, bien porque los tornillos no alcanzan a cubrir la
distancia que los separa, o bien, porque están tan descolocados que es
imposible hacerlos coincidir.
Y repites la operación con el segundo sillón.
Y te vuelves a ciscar - en silencio y para tus adentros - en el hijo de Satanás
que ha fabricado esa mierda. Y vuelves a desmontar lo que previamente habías
montado. Y vuelves a desistir de poner ciertos tornillos en ciertos agujeros
porque no es posible.
Y finalmente, ya sólo te queda el sofá. Que
es igual que los otros dos, pero el doble de grande. Con la experiencia
acumulada, ya consigues montar sólo una vez el mueble, sin tener que
desmontarlo. Pero nadie te libra de no poder instalar todos los tornillos otra
vez, debido a esa deficiencia de fábrica.
En resumen: en vez de montar dos sillones y
un sofá, has montado unos 4 o 5 sillones y un sofá.
Cuando terminas la verdad es que la terraza
parece otra, pero tú también. Y es entonces cuando te sientas en el sofá del
salón y descubres que te duelen músculos que no sabías que tenías, que hacía
tiempo que no usabas y que por supuesto, no sabes cómo se llaman.
Has empezado a eso de las 11 de la mañana y
son las 20.30. Y todavía tienes que hacerte 50 kilómetros para llegar a casa y
a ser posible, ver el resumen de Estudio Estadio. Y resulta que como hay un
partido de tenis femenino que se ha ido al tercer set, el resumen te lo ponen
cuando ya empiezas a perder el conocimiento en el sofá.
La terraza quedó preciosa, pero yo odio a
muerte el bricolaje.