Cuando pienso en este concepto, tan de moda últimamente, me recuerda a un anuncio mítico de hace muchos años. Era la época en la que el Real Madrid estuvo 32 años como el Barça, o sea, sin catar una sola Copa de Europa. En el anuncio se ve a un hombre comiendo un suculento plato en una cabaña, al calor de una chimenea y acompañado por un anciano. En un momento dado el lugareño le dice al hombre:
- ¿Y qué, el Madrid otra vez Campeón de Europa?
Y el eslogan era algo así como
“donde llega un Mitsubishi Montero , hace tiempo que no llega nadie”.
¡Genial!
Y es que es muy sano apartarse
unos días del ajetreo de las grandes ciudades, del ruido, del tráfico, de los
atascos, de los problemas del trabajo, del jefe, de todo lo que forma parte de
lo cotidiano, y relajarse, descansar. Huir a un sitio apartado, tranquilo,
donde sólo se escuche el viento, las campanas de la iglesia, el trinar de los
pájaros, el canto del gallo. Donde el aire traiga aromas de hierba y el agua
del arroyo corra transparente, fresca y sin contaminar y donde apenas hay
cobertura de móvil, con lo que nadie del trabajo nos pueda molestar.
No importa lo alejado que se
encuentre ese lugar, ni que sea una casa familiar o alquilada. Al cabo de unos
días regresaremos al trabajo con el espíritu más sosegado, la tensión más baja,
los pulmones llenos de oxígeno, quinientas fotos para subir a Google y tres
kilos de sobrepeso porque nos hemos puesto ciegos de huevos fritos, pan de
pueblo, chorizo, queso, morcilla y vino, todo a precio ridículo. Y nos
proponemos firmemente regresar a la menor oportunidad. Pero en eso reside el
truco de toda esta operación.
Cuando abandonamos la ciudad, en
realidad, lo único que hacemos es alargar el cordón umbilical que nos une a
nuestra realidad, de la cual huimos unos días, pero a la cual, regresamos inexorablemente,
como si se tratara de una goma que tira de nosotros. Durante unos pocos días,
no nos ha importado si en el pueblo - al que puedes ir dando un paseo en
bicicleta -, tiene o no farmacia, médico o sucursal bancaria. Lo importante era
la tienda que te vende de todo lo necesario: huevos, pan, bollería, helados y
hasta botellas de vino. Y para lo demás, coges el coche y te das un paseo.
Pero una cosa son unas vacaciones
y otra vivir todo el año. En verano, en la montaña se está muy fresquito y
dormir con edredón es magnífico, pero en invierno las nevadas cortan
carreteras, las habitaciones no tienen calefacción y la chimenea necesita leña
y sólo se calienta el salón-comedor. Y, entonces te planteas lo del médico, la
farmacia, el banco o internet. Y para todo eso – y más – se necesita un período
de adaptación. Y asumir que hay cosas que no vas a tener, entre ellas, el
teletrabajo. La idea de aislarse unos días en vacaciones está bien, hasta que
decides vivir en un sitio sin cobertura.
El problema insoluble es que hay 1.400
pueblos en los que viven 100 personas o menos. Personas mayores, muy mayores, para
los que el teléfono fijo y la electricidad ya supone el máximo avance de la evolución
humana, así es que no les hables de Google, wifi, internet, móviles 5G ni esas
historias. En esos pueblos no es rentable nada. En muchas ocasiones no hay ni
un bar, y a veces, ni iglesia, ni párroco, que ya es el colmo.
Al margen de que se consiguiera
reconvertir alguno de esos pueblos y retornaran algunas de las infraestructuras
más elementales (escuela, médico, iglesia, comercios, etc.) la segunda parte de
la ecuación es la necesaria adaptación de los humanos a un entorno en el que
las relaciones humanas van a ser complicadas. La diferencia cultural entre los
lugareños, que nunca han abandonado su pueblo, y los nuevos vecinos, que huyen
de la civilización para convertirse en neo Robinsones, es sideral y no todo el
mundo está preparado para un cambio tan drástico. Por otra parte, tampoco hay
tantos trabajos en los que se admita la posibilidad de hacerlo desde donde se
quiera, desde tu casa y eso, en la mayoría de los casos, requiere de una
infraestructura tecnológica sólida y estable. Incluso aunque te dediques a
cultivar miel o a fabricar jabones con fragancias diferentes, necesitarás
alguna forma digital para poder vender lo que produces y comer cada día.
Antiguamente, los reyes de los
distintos territorios que formaban lo que hoy es España, cuando querían expandirse,
promulgaban leyes, fueros y normas, que en muchos casos llevaban a la exención
de impuestos a aquellos que se instalaran en esos territorios. En nuestros
días, aunque ese podría ser un aliciente, nuestra sociedad es mucho más
compleja que antaño y necesitamos de muchos servicios. No basta con una rebaja
en el IRPF o en Sociedades.
Harrison Ford protagonizó una
película hace muchos años que se titula “La costa de los mosquitos”. En ella
hace el papel de un brillante inventor que, hastiado del consumismo de la
sociedad moderna, decide alejarse de la civilización con su familia y emprender
una nueva vida en plena jungla. Bajo su guía, su nuevo hogar se convierte en un
paraíso gracias a sus inventos, pero pronto su mente comienza a desmoronarse.
Al final, el pueblo está demasiado
apartado y mal comunicado, es demasiado tranquilo; hace demasiado viento y
además es helado; las campanas de la iglesia no paran de dar por saco, y hasta
parece que los pájaros han emigrado porque ya no se oye nada. Al menos, el
maldito gallo parece que se ha muerto porque ya estaba hasta el moño de que me
despertara todos los días al amanecer. Y el viento, lo que trae, ya no es aroma
de hierba: cada día huele más a mierda de vaca; y el agua del arroyo, hace
meses que se congeló y para colmo, no hay cobertura para el móvil.
El cuento de Crusoe está muy
bien, pero sólo porque sobrevive lo justo para ser rescatado.