Sin duda el año 1963 no fue bueno para nada. En absoluto. Si ya el año anterior el mundo estuvo a punto de caer en una tercera guerra mundial con la crisis de los misiles en Cuba, el 63 no terminó mucho mejor.
Ese año tal vez fuera el último
en el que pasé el verano en Foz. Hay alguna foto en la que la fecha está con
interrogación. De todas formas, la noticia del año - y probablemente del siglo-
fue el asesinato de JFK en noviembre.
Hacía un mes que acababa de
cumplir los siete años y recuerdo perfectamente el momento. Era de noche.
Entrábamos en casa, aunque no recuerdo de dónde veníamos, imagino que, de casa
de mis tíos, porque de la ópera seguro que no. Pusimos la radio – marca
Telefunken – y escuchamos la noticia. Tanto mis padres como yo mismo nos
quedamos estupefactos al escucharla. No podíamos dar crédito al hecho de que
fueran capaces de asesinar al hombre, supuestamente, más poderoso del mundo.
Luego, a medida que se iban produciendo los acontecimientos, fui recogiendo
información como una esponja. Se me fueron almacenando los nombres de Lee
Harvey Oswald, Dallas, Jackeline Kennedy, Lyndon B. Johnson, Jack Ruby (el
posterior asesino de Oswald) y todos los rumores referentes a las preguntas que
surgieron entorno al crimen que marcó a una generación y que hoy día siguen sin
convencer a la mayoría.
Más tarde vendría la llamada
“Comisión Warren” (también se me quedó el nombre) creada a instancias del ya
presidente Johnson, con el supuesto fin de investigar y esclarecer las
circunstancias del asesinato. Dicha comisión estuvo integrada por diversos
políticos de ambos partidos. La Comisión tomaba su nombre de su
presidente, Earl Warren, magistrado y presidente de
la Corte Suprema de los Estados Unidos.
Con el transcurrir de los años y
los datos que se han ido conociendo, existe un amplio consenso al tachar a
dicha comisión como una burla a la verdad, una manera burda y grosera de
acallar para siempre los rumores y maledicencias que pudieran surgir. Dicha
comisión llegó a una serie de conclusiones que hoy en día nadie se cree, pero
de entre todas ellas hay una en la que me gustaría hacer especial hincapié. Se
trata de la llamada “bala mágica”. Según esta teoría, una bala de
rifle de una pulgada de largo (3 cms) recubierta por una funda de cobre que es
disparada desde el sexto piso del Texas School Book Depository, atravesó el
cuello del Presidente, el pecho y la muñeca de Connally para terminar
finalmente en el muslo de este último.
En aquel tiempo no estaba en condiciones
de entender todo lo que sucedía, pero sí recuerdo vívidamente la mayúscula
incredulidad de todos los que consideraban tener dos dedos de frente a las
descabelladas conclusiones de la investigación oficial.
Sin duda alguna, el asesinato de
JFK es uno de esos acontecimientos que han marcado mi vida, aunque el que la
marcaría definitivamente, no tardaría mucho en llegar.
Creo que fue a raíz de lo de JFK
que mi padre decidió comprar una TV. Recuerdo que la marca era Marconi. Aunque
bien pronto comenzamos a tener serios problemas para poder verla.
Enfrente de nuestro edificio, al
otro lado de la Ronda de Segovia, había un ambulatorio de la Seguridad Social.
A partir de las cuatro de la tarde o así, los aparatos que allí se usaban
creaban unas interferencias en la tele que hacían prácticamente imposible ver
nada. Y lo malo es que hasta pasadas las seis o las siete, la cosa continuaba
de igual manera.
Llamamos a un técnico y nos
informó que el individuo que instaló nuestra antena, la había colocado justo al
lado de una palometa de alta tensión, con lo que no había nadie dispuesto a
quedarse frito por una descarga de miles de voltios. Nuestro gozo en un pozo.
Hasta entonces, el problema de
ver la incipiente tv española lo solucionábamos yendo a casa de mi tío, el
hermano mayor de mi padre, que vivía en la puerta de enfrente del rellano de la
escalera.
En el salón de mi tío se
acomodaban los mayores, entorno a la tv.
Yo tenía dos opciones. Una de ellas era sentarme en las rodillas de mi
tío – que era el que tenía la posición más privilegiada - y ponerme cómodo,
pero cuando ya estaba crecidito y pesaba, la otra alternativa fue tirarme al
suelo y apoyar la cabeza en el perro de mis tíos, un foxterrier con una mala
leche de impresión que por algún motivo decidió convertirse en mi protector y
no consentía que nadie me riñera o me levantara la voz. Tal era el grado de
autoconfianza que había cogido con semejante guardaespaldas que un día no se me
ocurrió mejor idea que soplarle en la oreja mientras dormía. Reaccionó a la
velocidad del rayo y casi me arranca una oreja a mí.
Aquella reunión familiar más que
para ver la tele era todo un espectáculo en sí mismo repleto de bromas,
comentarios y chascarrillos, en una especie de show organizado entre mi tío, mi
padre y mi primo. Eran los años de Bonanza, Los Picapiedra, Hertha Frankel y
sus marionetas, y Franz Johan, un austríaco que vino de gira con su compañía de
variedades y se quedó a vivir en Barcelona. El hombre a pesar de llevar muchos
años en España se hacía unos líos con el español tremendos, pero él supo sacar
partido de eso y se reía de sí mismo y de su nula capacidad de hablar español
correctamente. Formaba pareja con otro cómico que se llamaba Gustavo Re. Si
aparecían las hermanas Kessler bailando, mi tía Pepa comentaba “¡hay que ver!
qué piernas más largas tienen” y mi tío le respondía: “Pepa, yo no las quiero
para echar carreras”.
Algunos recordarán 1964 porque la
selección española de fútbol se proclamó Campeona de Europa de selecciones al
vencer en la final a la todopoderosa URSS, en el Santiago Bernabéu, con aquel
gol de Marcelino que pasó a la historia junto con su “escorzo”, tal y como lo
definió Matías Prats padre.
Hablando de fútbol, el Real Madrid,
tal y como era costumbre, ganaba una y otra vez la Copa de Europa con Di
Stefano, Kopa, Puskas, Gento y el resto.
Como no podía ser de otra forma,
yo le pedí a los Reyes Magos la camiseta de Di Stefano y me la trajeron, aunque
años después, mi madre, en un acto sacrílego sin precedentes, decidió según sus
propias palabras, romperla y destinarla a limpiar los suelos.
Sin embargo, mis recuerdos están
más relacionados con las sucesivas visitas a la clínica COVESA (desaparecida),
donde con mucha más frecuencia de lo deseable, a mi padre le operaban una y
otra vez. También recuerdo sus largos procesos de reposo en casa, en la cama, y
tengo una vívida imagen de estar sentado todo el día, en una silla a los pies
de su cama, mientras veíamos juntos la televisión. Evidentemente no era capaz
de anticipar lo que se avecinaba.