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sábado, mayo 06, 2023

Sinatra y mis recuerdos (III y IV)

Sin duda el año 1963 no fue bueno para nada. En absoluto. Si ya el año anterior el mundo estuvo a punto de caer en una tercera guerra mundial con la crisis de los misiles en Cuba, el 63 no terminó mucho mejor.

Ese año tal vez fuera el último en el que pasé el verano en Foz. Hay alguna foto en la que la fecha está con interrogación. De todas formas, la noticia del año - y probablemente del siglo- fue el asesinato de JFK en noviembre.

Hacía un mes que acababa de cumplir los siete años y recuerdo perfectamente el momento. Era de noche. Entrábamos en casa, aunque no recuerdo de dónde veníamos, imagino que, de casa de mis tíos, porque de la ópera seguro que no. Pusimos la radio – marca Telefunken – y escuchamos la noticia. Tanto mis padres como yo mismo nos quedamos estupefactos al escucharla. No podíamos dar crédito al hecho de que fueran capaces de asesinar al hombre, supuestamente, más poderoso del mundo. Luego, a medida que se iban produciendo los acontecimientos, fui recogiendo información como una esponja. Se me fueron almacenando los nombres de Lee Harvey Oswald, Dallas, Jackeline Kennedy, Lyndon B. Johnson, Jack Ruby (el posterior asesino de Oswald) y todos los rumores referentes a las preguntas que surgieron entorno al crimen que marcó a una generación y que hoy día siguen sin convencer a la mayoría.

Más tarde vendría la llamada “Comisión Warren” (también se me quedó el nombre) creada a instancias del ya presidente Johnson, con el supuesto fin de investigar y esclarecer las circunstancias del asesinato. Dicha comisión estuvo integrada por diversos políticos de ambos partidos. La Comisión tomaba su nombre de su presidente, Earl Warren, magistrado y presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos.

Con el transcurrir de los años y los datos que se han ido conociendo, existe un amplio consenso al tachar a dicha comisión como una burla a la verdad, una manera burda y grosera de acallar para siempre los rumores y maledicencias que pudieran surgir. Dicha comisión llegó a una serie de conclusiones que hoy en día nadie se cree, pero de entre todas ellas hay una en la que me gustaría hacer especial hincapié. Se trata de la llamada “bala mágica”. Según esta teoría, una bala de rifle de una pulgada de largo (3 cms) recubierta por una funda de cobre que es disparada desde el sexto piso del Texas School Book Depository, atravesó el cuello del Presidente, el pecho y la muñeca de Connally para terminar finalmente en el muslo de este último.


En aquel tiempo no estaba en condiciones de entender todo lo que sucedía, pero sí recuerdo vívidamente la mayúscula incredulidad de todos los que consideraban tener dos dedos de frente a las descabelladas conclusiones de la investigación oficial.

Sin duda alguna, el asesinato de JFK es uno de esos acontecimientos que han marcado mi vida, aunque el que la marcaría definitivamente, no tardaría mucho en llegar.

Creo que fue a raíz de lo de JFK que mi padre decidió comprar una TV. Recuerdo que la marca era Marconi. Aunque bien pronto comenzamos a tener serios problemas para poder verla.

Enfrente de nuestro edificio, al otro lado de la Ronda de Segovia, había un ambulatorio de la Seguridad Social. A partir de las cuatro de la tarde o así, los aparatos que allí se usaban creaban unas interferencias en la tele que hacían prácticamente imposible ver nada. Y lo malo es que hasta pasadas las seis o las siete, la cosa continuaba de igual manera.

Llamamos a un técnico y nos informó que el individuo que instaló nuestra antena, la había colocado justo al lado de una palometa de alta tensión, con lo que no había nadie dispuesto a quedarse frito por una descarga de miles de voltios. Nuestro gozo en un pozo.

Hasta entonces, el problema de ver la incipiente tv española lo solucionábamos yendo a casa de mi tío, el hermano mayor de mi padre, que vivía en la puerta de enfrente del rellano de la escalera.

En el salón de mi tío se acomodaban los mayores, entorno a la tv.  Yo tenía dos opciones. Una de ellas era sentarme en las rodillas de mi tío – que era el que tenía la posición más privilegiada - y ponerme cómodo, pero cuando ya estaba crecidito y pesaba, la otra alternativa fue tirarme al suelo y apoyar la cabeza en el perro de mis tíos, un foxterrier con una mala leche de impresión que por algún motivo decidió convertirse en mi protector y no consentía que nadie me riñera o me levantara la voz. Tal era el grado de autoconfianza que había cogido con semejante guardaespaldas que un día no se me ocurrió mejor idea que soplarle en la oreja mientras dormía. Reaccionó a la velocidad del rayo y casi me arranca una oreja a mí.

Aquella reunión familiar más que para ver la tele era todo un espectáculo en sí mismo repleto de bromas, comentarios y chascarrillos, en una especie de show organizado entre mi tío, mi padre y mi primo. Eran los años de Bonanza, Los Picapiedra, Hertha Frankel y sus marionetas, y Franz Johan, un austríaco que vino de gira con su compañía de variedades y se quedó a vivir en Barcelona. El hombre a pesar de llevar muchos años en España se hacía unos líos con el español tremendos, pero él supo sacar partido de eso y se reía de sí mismo y de su nula capacidad de hablar español correctamente. Formaba pareja con otro cómico que se llamaba Gustavo Re. Si aparecían las hermanas Kessler bailando, mi tía Pepa comentaba “¡hay que ver! qué piernas más largas tienen” y mi tío le respondía: “Pepa, yo no las quiero para echar carreras”.

Algunos recordarán 1964 porque la selección española de fútbol se proclamó Campeona de Europa de selecciones al vencer en la final a la todopoderosa URSS, en el Santiago Bernabéu, con aquel gol de Marcelino que pasó a la historia junto con su “escorzo”, tal y como lo definió Matías Prats padre.

Hablando de fútbol, el Real Madrid, tal y como era costumbre, ganaba una y otra vez la Copa de Europa con Di Stefano, Kopa, Puskas, Gento y el resto.

Como no podía ser de otra forma, yo le pedí a los Reyes Magos la camiseta de Di Stefano y me la trajeron, aunque años después, mi madre, en un acto sacrílego sin precedentes, decidió según sus propias palabras, romperla y destinarla a limpiar los suelos. 

Sin embargo, mis recuerdos están más relacionados con las sucesivas visitas a la clínica COVESA (desaparecida), donde con mucha más frecuencia de lo deseable, a mi padre le operaban una y otra vez. También recuerdo sus largos procesos de reposo en casa, en la cama, y tengo una vívida imagen de estar sentado todo el día, en una silla a los pies de su cama, mientras veíamos juntos la televisión. Evidentemente no era capaz de anticipar lo que se avecinaba.

domingo, abril 16, 2023

Sinatra y mis recuerdos (I)

De entre las docenas de canciones de su extenso repertorio, Sinatra tiene una que se llama “It was a very good year”.  En ella, en un tono algo triste y melancólico va recordando distintas etapas de su vida en un viaje cronológico y a grandes saltos. Y eso me dio la idea de hacer algo parecido, pero sin cantar, y tratando de huir de la tristeza, aunque no creo que sea capaz de desprenderme totalmente de la nostalgia.

Después de pensar en ello se me ocurrió que hay una parte importante de mi vida que hasta ahora siempre había dejado de lado. Es mi etapa educativa durante doce años en un colegio de curas. Siempre había creído que no tenía la más mínima relevancia para nadie, que sólo la tenía para mí, pero entonces recordé que no hace muchos años, estaba leyendo a mi amiga Paula, -  colega en esto de escribir-, algo relacionado con sus recuerdos en un colegio de monjas y pensé que había bastantes cosas en común en este sentido y eso me ha impulsado a pensar que sí, que tal vez, pudiera resultar, al menos curioso, conocer mi experiencia en el colegio de curas. Doce años son muchos años, pero si además es el período en el que se forma la personalidad, el carácter, de un ser humano, todavía tiene mayor trascendencia. Y también contrastar los comportamientos y los métodos de enseñanza de una época pasada con los actuales.

Por eso, para abordar ese largo período de tiempo he pensado en hacer un viaje a través de los años. Cada curso un año, como en la canción de Sinatra. Por eso, a esta serie de capítulos la he bautizado como “Sinatra y mis recuerdos” y aunque la mayor parte de esos relatos se basan en las experiencias en el colegio, también debo añadir alguna ajena.

La canción de Sinatra comienza hablando de cuando tenía 17 años, pero yo empezaré mucho antes y como sucede a veces con ciertos artistas, que una y otra vez abordan el mismo tema de una manera recurrente, casi compulsiva, yo haré lo mismo. Yo, en esta ocasión, hablaré de Foz.

Es absolutamente imposible borrar de mis recuerdos los que tengo de mi más lejana infancia en Foz. La inocencia y la candidez ayudaron a convertirlos en los únicos y más felices años de toda mi vida.

Corrían los años de finales de los 50 comienzo de los 60. En esa España franquista en la que sólo trabajaba el hombre para mantener a toda la familia, la gente tenía una vivienda, se compraba frigoríficos, lavadoras, televisiones, y en verano, se iban de vacaciones.

Doy por hecho que a cualquier niño pequeño le gusta jugar en la playa, así es que, en eso yo no me diferenciaba mucho de ningún otro. La única diferencia que podría haber era que yo, para disfrutar de la playa, tenía que recorrer más de 600 kilómetros en un Seat 600 desde Madrid hasta Foz, provincia de Lugo. Y tal vez, la otra gran diferencia era que yo estaba dos meses allí y no sólo unos pocos días. Por eso, Foz y sus gentes, entraron pronto en mi vida y no han salido jamás.

El pueblo, aunque empezaba a despertar a la industria del turismo, vivía en gran medida de la pesca. En su puerto pesquero amarraban diversos barcos con distintos objetivos de captura. También había una importante empresa conservera, lo que hacía que, mientras muchos hombres se embarcaban en la pesca del bonito, sus mujeres, después, los metían en latas.

Pasaré por alto en esta ocasión – ya he hablado de ello en otros momentos - los pormenores de la organización del viaje, con sus baúles y maletas, la tortilla de patatas para la comida, el gato y su cesta de transporte, el itinerario largo, sin radio, ni casetes, ni aire acondicionado, ni autopistas y con alguna avería que otra o un simple calentamiento del motor que, como los caballos de las películas de vaqueros, de vez en cuando necesitaba descansar y refrescarse. Todo eso también forma parte de los recuerdos, pero, sobre todo, siempre tengo muy presentes a Lucio y Clotilde.

Ellos eran los propietarios de la casa que, como la mayoría de sus vecinos, alquilaban a los veraneantes, gentes que llegaban de Lugo capital, de Ponferrada, y de sitios más lejanos como Madrid, por ejemplo. Lugares donde el mar constituía un deseo y a veces, una necesidad.

Al entrar en la casa había un largo pasillo cuyo suelo era de cemento en crudo, sin solar, exactamente igual que el aspecto externo de la casa. A ambos lados del mismo se distribuían los dormitorios y al final, estaba el comedor. La primera habitación a la derecha era la de mis padres, enfrente había otra que ocupaba una tía y junto a la de mis padres, la mía que compartía con mi hermano. Junto al comedor, al final a la derecha, estaba la cocina, que era de leña y cuya amplia ventana daba a una zona interior de la parcela.

La propiedad disponía, además, de un corral con algún conejo, gallinas y sus polluelos. A continuación, estaba la cochiquera, una inmundicia a la que Clotilde, la dueña de todo aquello, me tenía prohibido entrar, aunque fuera usando los zuecos que ella usaba para echar de comer a los cerdos. Más a la izquierda estaba el establo de la burra, que solía utilizar para llegarse hasta un terrenito que estaba un poco más arriba, - caminando por una calle más ancha -, en el que cultivaban patatas, berzas y algunas verduras. Cuando iba a acompañar a Clotilde a recoger las “patacas” o las berzas para dar de comer a los animales, me subía a lomos de la burra y me agarraba con fuerza a una anilla de hierro que llevaba en la montura, porque aquella mula se movía más de lo que pensaba. Después del establo para la burra, había lo que podría llamarse una covacha, una especie de agujero negro, en el que Clotilde y su marido, Lucio, compartían con su hija, Pilar, que por entonces era una belleza de dieciocho años, de pelo rubio y de ojos azules.

Clotilde era una mujer de pelo canoso, vestida siempre con colores oscuros, lista para la faena diaria, trabajadora incansable a pesar de los problemas de espalda que tenía que la obligaban a andar como un marinero recién desembarcado, de lado a lado, entrada en carnes, con unas gafas grandes y bastante graduadas y que hablaba siempre muy alto. Clotilde me trató siempre con un inmenso cariño.

Yo pasaba mucho tiempo con Clotilde, dando de comer a las gallinas, o a la burra o viendo cómo los cerdos se movían en la cochiquera que, la verdad, daba bastante asquito. A las gallinas y a los pollos, para que engordaran, Clotilde les daba granos de maíz. Me encantaba darles de comer a través de la verja y comprobar que apenas me picoteaban la mano y comían. Pero el maíz era caro y Clotilde no les daba siempre eso. Otras veces les daba patata cocida y huevo duro aplastado con la mano, haciendo una masa con ello, que la verdad, no sé cómo se podían tragar sin beberse un litro de agua. A la burra lo que le gustaba era comer las berzas que había amontonadas a la puerta de su cuadra, pero en cuanto Clotilde me veía que me ponía a dar de comer a los animales, venía a controlarme para que no les supusiera una ruina para sus bolsillos.

Lucio, por el contrario, era un hombre enjuto y no muy alto, de voz aguardentosa y profunda, como consecuencia del tabaco que él mismo solía liarse antes de fumárselo y de los orujos que se bebía. De tez muy morena y piel curtida como el cuero, con unas manos grandes y encallecidas, todo ello por su trabajo de marinero en los barcos de pesca del puerto. Una vez, trajo de uno de sus viajes, un atún enorme. Yo nunca había visto un pez más grande en toda mi vida.

Lucio pasaba la mayor parte del tiempo embarcado, pero cuando estaba en casa me gustaba mucho estar con él y escuchar las historias que me contaba, con esa voz tan profunda, esa carraspera constante y ese acento tan marcado, que al final, yo mismo adquiría y me lo llevaba a Madrid de vuelta conmigo. Hablaba despacio, pausado. La verdad es que todo lo hacía con calma. Se preparaba el cigarrillo que se iba a fumar con tranquilidad, esparciendo el tabaco de modo concienzudo para que no se perdiera ni una pizca. Luego, enrollaba sobre sí mismo el fino papel con sumo cuidado y para sellarlo, humedecía el borde y lo pegaba.

Recuerdo que una vez le pedí que me hiciera un nudo. Supongo que sería uno corredizo, algo sencillo, pero que para un niño era tarea imposible. Él se puso a la tarea con tanta parsimonia que le metí prisa y le dije que por qué tardaba tanto si no parecía tan complicado. Él me sonrió con su cigarrillo explota pechos en los labios, y continuó trabajando en la madre de todos los nudos como si el comentario y mis prisas no fueran con él.

Muchas veces, Clotilde y Lucio, me invitaban a comer con ellos y con su hija Pilar. Siempre pedían permiso a mis padres y yo estaba encantado. Todo lo que fuera romper la monotonía y estar con personas cariñosas era bien recibido.

En agosto, se celebraban las fiestas del pueblo, que se llenaba de propios y extraños, de gentes de pueblos vecinos, o de aldeas que rara vez veían a tanta gente junta. Uno de esos días, también me invitaron a comer con ellos porque de postre tenían brazo de gitano. Yo no sabía qué era eso y cuando me dijeron que tenían brazo de gitano y después de las experiencias sangrientas que había tenido con los pollos y el cerdo, de pronto me empecé a preocupar. Tal sería la cara que puse que enseguida y entre risas de los tres - Clotilde, Pilar y Lucio - me explicaron que era un pastel que se llamaba así. Entonces, me quedé más tranquilo, comí con ellos y probé el pastel.

Luego, por la tarde, como era costumbre, salía con mis padres a dar una vuelta por el pueblo y a tomar un aperitivo. A veces íbamos al puerto pesquero, donde los barcos estaban pintados con vivos colores. Todo olía diferente. Olía a mar, a pescado, se sentía la sal y el yodo y se escuchaba el estruendo de las gaviotas que revoloteaban por allí, a ver si comían algo. Se veían las redes por remendar y los aparejos de los barcos.

Pero aquel día lo que vimos no tenía nada de bucólico. Vimos a mucha gente vomitando, algunos, eran incapaces de contener los esfínteres y mi padre se dio cuenta enseguida de lo que estaba pasando. Todo el pueblo estaba intoxicado por algo que habían comido. Y en ese momento, yo mismo tenía unas ganas tremendas de ir al baño y mis padres me dijeron que no me preocupara, que lo hiciera allí mismo. Y así fue, pero no me encontré mejor.

Regresamos a casa a toda prisa y en el camino vomité varias veces. Rápidamente, el médico que mi padre llevaba dentro se puso a trabajar y enseguida llegó a la conclusión de que el motivo de la intoxicación fue el brazo de gitano. De hecho, enseguida se corrió la voz por todo el pueblo y se supo que, el pastelero, ante la avalancha de visitantes que se preveía para esos días, había preparado los postres con antelación y era más que probable, que, debido al calor, a una mala refrigeración o vaya usted a saber qué, el caso es que, sin pretenderlo, envenenó a todo el pueblo. Como suele ocurrir en estos casos, algunos fueron a su casa a pedirle explicaciones, pero pronto descubrieron que el pastelero había ido a visitar a unos parientes que tenía en Siberia y a los que hacía tiempo no veía.

Los siguientes días los pasé en cama con casi cuarenta de fiebre y con inyecciones de penicilina que me ponía mi padre. Recuerdo ver como entre sueños, en la puerta de mi habitación al pobre Lucio y a la pobre Clotilde, que se sentían culpables por mi intoxicación. Ellos también la sufrieron, pero con menor intensidad. Y también recuerdo escuchar a mi padre jurar en arameo y prometer que si volvía a ver al pastelero lo iba a abrir en canal para hacerle una autopsia en vivo.

Como cada año la despedida de Foz era un trauma para mí. Abandonar a Lucio, Clotilde, Pilar, dar de comer a las gallinas, montar en la burra, recoger patatas en la huerta y cambiar todo eso, de la noche a la mañana por vivir en la casa de Madrid, era demasiado duro. Pero todavía hubo algo peor.

Debió ser por 1962. Mi padre, que había estudiado cuatro años de medicina al estallar la guerra civil, se detectó unos bultos en las axilas. Llamó a mi madre a la habitación y cerraron la puerta para mantener el secreto, pero yo pude escuchar algo a través de la ventana que daba al patio de la entrada principal. A mi padre no le gustó nada lo de los bultitos en las axilas y sugería un regreso precipitado a Madrid. Qué lejos estuve en aquel momento de saber que ese sería mi último año en Foz. Y qué lejos estaba de saber que un par de años más tarde, aquellos bultitos en las axilas de mi padre, se convertirían en un linfoma en fase de metástasis.

Así es que, en contra de lo que dice el título de la canción de Sinatra, 1962 no fue un buen año. Fue mi último verano en Foz; en octubre empecé a ir al colegio y me encontré con cientos de niños que no conocía y a unos señores que llevaban unas sotanas negras. Y todavía quedaba por venir lo peor.

1962 no fue un buen año, como decía Sinatra.

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