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viernes, enero 10, 2025

Galicia – Capítulo 7 – Foz (Lugo)

De igual forma que nuestro emperador Felipe II dijo aquello de “no he enviado mis naves a luchar contra la naturaleza”, nosotros nada pudimos hacer contra las fuerzas de las meigas en nuestro intento el día anterior de cubrir todos los objetivos que nos habíamos planteado. De ahí, que nuestra sensación no fuera de fracaso (“me encanta hacer planes para saber lo que NO va a ocurrir”), sino más bien de alivio, al salir airosos de tantas pruebas a las que fuimos sometidos.

Cuando llegamos – ya bien anochecido - al hotel Pensua Punta del este, en Carballo, debo decir que me sorprendió gratamente. Por alguna razón esperaba encontrarme algo más rústico, más pueblerino, y de repente me vi en un hotel situado en una verdadera encrucijada de caminos, moderno, con unas instalaciones muy cómodas y unas habitaciones estupendas. Eso sí, lo de la calefacción debía tener truco.

Con todo el ajetreo que llevábamos en el cuerpo no nos quedaban muchas ganas de hacer nada más que quedarnos en la habitación, ver la tele y ponernos a dormir. Debíamos reunir fuerzas para el día siguiente, que teníamos unas dos horas y media o tres de autopista hasta Foz, en Lugo.

La razón de ir a Foz, era la parte sentimental del viaje a Galicia. El objetivo era reencontrarme con un pasado muy lejano que me une, sobre todo, a algunas personas de mi niñez. Quería ver a Pilar. Y si quieres saber quién es Pilar pincha aquí y lo sabrás.

A la mañana siguiente, después de desayunar cambiamos los planes, una vez más, y en vez de ir directamente a Foz, decidimos ir a Malpica. Total, eran 20 minutos.

Yo había estado en Malpica hacía muchos años y tenía un grato recuerdo de aquella visita. El puerto parecía bullir de actividad. Los barcos de pesca se arremolinaban unos junto a otros, mientras en el suelo del muelle, unas mujeres se afanaban en remendar unas redes de pesca utilizando sus manos, mientras que con sus pies desnudos la tensaban. Pero en esta ocasión, no hubo nada de eso. Los barcos de pesca, escasos, estaban amarrados. No se apreciaba ningún tipo de actividad alrededor y por supuesto, de las rederas, no quedaba ni el recuerdo.

Teníamos que cumplir con nuestra cita en Foz y por eso la visita fue fugaz. Pero justo cuando abandonábamos el lugar, mi mujer sugirió que podríamos acercarnos hasta el faro de Punta Nariga. Era el último de nuestra lista de la Costa da Morte y no estaba demasiado lejos. Eso significaría un nuevo retraso con respecto a nuestro plan inicial, pero sólo eran 20 minutos de camino. Veinte de ida y otros tantos de vuelta. La cosa se estaba complicando, pero, aun así, nos dirigimos hacia el dichoso faro.

A medida que nos íbamos acercando al faro los accesos se hacían más y más dificultosos. Aunque el camino estaba asfaltado – más o menos – el trayecto era sinuoso, estrecho, con curvas muy cerradas y cuesta arriba. Parecía que se cumplía una ley no escrita de que acceder a estos lugares debía hacerse por senderos cuyo principal objetivo no era invitar, sino más bien, disuadir la presencia de extraños, todo lo cual, no pareció importarle al conductor del camión del butano con el que casi nos estampamos, porque el hombre debía estar acostumbrado a recorrer aquellas tierras sin encontrarse con nadie y circulaba como si en vez de un camión con bombonas de gas, llevara un coche preparado para rally de montaña, derrapando en las curvas.  

Por fin divisamos una señal que indicaba que el faro estaba a 1 km. Yo no hacía más que mirar el reloj y calcular que después tendría que volar por la A-6 hasta Foz, para no llegar escandalosamente tarde, pues nos esperaban. De repente, en mitad de lo que podríamos llamar carretera, nos encontramos una señal: “camino cortado por obras”.

Mientras daba media vuelta intenté no meter el coche en el campo totalmente enfangado a nuestro flanco izquierdo. Lo último que necesitábamos era quedarnos atrapados en una trampa de barro, en mitad de ninguna parte y probablemente, sin cobertura de móvil.

Mientras daba media vuelta empecé a jurar en arameo y a acordarme de todo el árbol genealógico de los responsables de aquello. ¿Costaba mucho esfuerzo anunciar al principio de aquel laberinto que el acceso al faro estaba cortado?

Meigas 4 – 0 turistas.

Afortunadamente, habíamos iniciado temprano nuestro viaje, así es que, aunque más tarde de lo esperado, llegaríamos a Foz a una hora prudente. Teníamos por delante dos horas y media. Confieso que siempre que podía, pisaba el acelerador. Tenía que recuperar parte del tiempo perdido. Pensé que ya no podíamos tener más fiascos y que los habíamos agotados todos. Me equivoqué. Otra vez.

Justo en la salida clave que debíamos tomar para ir más directos, nos encontramos con la sorpresa de que también la habían cerrado por obras de mejora.

Meigas 5 – 0 turistas.

Derrota por goleada. Y todavía quedaba alguna sorpresa reservada para más adelante.

El GPS ha hecho más replanificaciones que los del Apolo XIII.

Por fin, llegamos a Foz a eso de las 13.30. Todavía teníamos tiempo de charlar, recordar y comer.

Han pasado muchos años desde que aquel niño de apenas seis dejó de veranear en Foz. El niño hace muchos años que peina canas y lleva tiempo jubilado. Aquella Pilar, rubia, alta, de ojos azules y 18 años, se ha convertido en una señora de 83 y operada varias veces de hernias discales, lo que le ha ocasionado problemas de movilidad. Aunque a lo largo de todos estos años nos hemos visto de forma esporádica alguna vez, hay encuentros que ella ya no recuerda. El tiempo los ha cubierto con un suave velo y los ha entremezclado los de unos años con otros.

El aspecto exterior del barrio, conocido entonces como “el de las casas baratas”, no ha variado gran cosa. Las calles siguen siendo igual de estrechas que antaño y no se permite aparcar. La mayoría de los propietarios ha construido una planta superior, transformando por completo el aspecto de las casas.

La casa que yo conocí de niño sólo mantiene las paredes iniciales. Toda la distribución interna de la vivienda nada tiene que ver con la actual y por supuesto, el mobiliario y la atmósfera en general, tampoco.

Del exterior nada ha sobrevivido al paso de los años. El corral donde Clotilde tenía a las gallinas, la cuadra donde estaba la mula, la cochiquera. Todo eso se lo llevó el tiempo y la prosperidad. El patio central, antaño un espacio vacío de tierra, se ha convertido en una casita, en la que, a su espalda, guarda un depósito de gasóleo para la calefacción. Ocupa el mismo espacio físico, pero todo es radicalmente distinto.

Paco y Pilar, nos invitaron a comer a un restaurante que conocen bien porque van casi a diario. Pedimos unas raciones para picar y yo me pedí después algo sencillo, un escalope milanés. Juro por Snoopy que jamás en mi vida había visto un escalope de ese tamaño. Literalmente, no cabía en el plato. Sobresalía por todas partes y si lo intentaba meter dentro lo que se salían eran las patatas fritas. Hice lo que pude, pero no fue suficiente. No fui capaz de comerme la media vaca que me habían puesto. A Pilar le pasó algo parecido. Pidió una chuleta, y lo que le trajeron parecía las costillas de un Brontosaurio de las que se comía Pedro Picapiedra. Al final de la comida, se la envolvieron para llevar a casa, algo a lo que, al parecer, estaban acostumbrados en ese restaurante.

Tras el ágape Paco nos dio un paseo en coche por el pueblo para que viéramos en qué se había convertido.

Lo que antaño fue un puerto pesquero en efervescencia, ahora estaba abarrotado de embarcaciones de recreo. El muelle donde antes se descargaban las toneladas de pescado para llevarlas a la lonja, ahora servía como espacio para las fiestas y verbenas populares, con atracciones, puestos de comida y orquestas.

Hasta la playa, como tal, también sufrió modificaciones. La Rapadoira la hicieron más grande prolongando el espigón del faro y – de paso- eliminaron unas rocas enormes que robaban espacio al arenal, que era, por cierto, donde solíamos ponernos nosotros. El paseo marítimo, los bares y restaurantes frente a la playa, los bloques de pisos en primera línea, los aparcamientos para los vehículos. Nada de eso existía. Y lo que en su momento era sólo un promontorio, un terreno salvaje a la izquierda de la playa conocido como el “Prado de Ramos”, ahora contiene una serie de urbanizaciones con unas envidiables vistas al mar, incluido un hotel SPA de 4 estrellas. 

Foz hace ya mucho tiempo que – afortunadamente – dejó de ser aquel pueblito de pescadores para convertirse en un polo de atracción vacacional en verano, que, a decir de los lugareños, transforma la apacible vida de sus habitantes en un sinvivir, porque no se puede circular con el coche y si uno quiere comer o cenar en un restaurante, debe reservar con días de antelación. La masificación ha traído la bonanza económica. Todo tiene un precio.

Nuestra visita tocaba a su fin. Sin embargo, aún tuvimos tiempo de tomarnos un último café, situado entre el espigón y el puerto, mientras a través de los cristales veíamos esconderse los últimos rayos de sol. Tocaba regresar a nuestro coche y dirigirnos al Parador Nacional de Santo Estevo. Otras dos horas y media o tres de camino por carretera y de noche.

El único recuerdo que guardo de esta entrañable visita es una foto tomada en el restaurante donde comimos los cuatro. El resto de las imágenes son las que perviven en mi memoria.

miércoles, enero 08, 2025

Mis recuerdos de Foz (Lugo)

Era una casa de una sola planta, situada al final de una calle que, - como todas las de esa barriada - era de tierra y tan estrecha que, si aparcabas el coche, no había espacio para que pasara otro en ninguna dirección, por lo que no había más alternativa que subirlo a la acera.

Al entrar en la casa había un largo pasillo con el suelo de cemento, sin solar. A ambos lados del mismo, se distribuían los dormitorios y al final estaba el comedor. La primera habitación a la derecha era la de mis padres; a la izquierda había otra que ocupaba mi tía y junto a la de mis padres, la mía que compartía con mi hermano. Junto al comedor, al final del pasillo a la derecha, estaba la cocina, que era de leña y cuya amplia ventana daba a un patio interior.

Había un corral con algún conejo, un gallo, unas gallinas y sus polluelos. A continuación, estaba la cochiquera, una inmundicia a la que Clotilde, me tenía prohibido entrar, aunque fuera usando los zuecos que ella usaba para echar de comer a los cerdos. Más a la izquierda, estaba el establo de la burra, que solía utilizar para llegarse hasta un terrenito que estaba un poco más arriba, - en dirección contraria a la playa y dejando a la derecha el campo de fútbol, - donde cultivaban patatas, berzas y algunas verduras. Cuando acompañaba a Clotilde a recoger las “patacas” o las berzas para dar de comer a los animales, me subía a lomos de la burra y me agarraba con fuerza a una anilla de hierro que llevaba en la montura, porque aquella mula se movía más de lo que pensaba. 

Clotilde era una mujer de pelo canoso, vestida siempre con colores oscuros, lista para la faena diaria, trabajadora incansable a pesar de los problemas de espalda que tenía. Usaba unas gafas grandes y bastante graduadas. Creo que yo pasaba más tiempo con Clotilde y con Pilar que con mi madre. Me daban mucho cariño y a mí me encantaba estar con ellas. Siempre me trataban con dulzura y se reían con las ocurrencias de un enano de pocos años, que estaba en un mundo nuevo y desconocido.

Lucio era un hombre enjuto y no muy alto, de voz aguardentosa y profunda, tal vez, como consecuencia del tabaco que él mismo solía liarse antes de fumárselo. De tez muy morena y piel curtida, con unas manos grandes y encallecidas por su trabajo de “mariñeiro” en los barcos de pesca del puerto. Una vez trajo de uno de sus viajes un atún enorme. Yo nunca había visto un pez más grande en toda mi vida.

Frente por frente de la casa, al otro lado de la calle, vivía Concha, con su único hijo Antonio.

Ella trabajaba en la empresa conservera y como todos los de esa barriada, ofrecía su casa a los veraneantes para sacarse un dinerito y así hacer que las penalidades fueran menos. Yo, en uno de esos veranos, me hice muy amigo de una niña rubia que veraneaba en casa de Concha. Jugábamos juntos en la playa, nos bañábamos juntos y un día, nada más despertarme, decidí sin decir nada a nadie, cruzar la calle en pijama y descalzo y plantarme en casa de Concha para ver a mi amiga que la llamaban “Tati”. Cuando mi madre fue a mi cuarto y vio que el niño había desaparecido, casi llama a la Guardia Civil, pero Concha la tranquilizó y le dijo que estaba allí, aunque la propia Concha tampoco sabía que el independiente niño, se había plantado en su casa sin avisar.

La casa de Clotilde hacía esquina con otra calle más ancha, que, si girabas a tu derecha, llevaba directamente a la playa de la Rapadoira. Justo al otro lado de esa calle, estaba la tapia que delimitaba el campo de fútbol. Una tapia en la que estaban pintados los nombres y logotipos - bastante desdibujados por el paso del tiempo - de las empresas principales del pueblo que, es de suponer, contribuían al mantenimiento del modesto equipo y de sus instalaciones. Un campo de tierra al que le habían salido diferentes brotes salvajes de verde en algunas partes del terreno de juego, que estaba perimetrado por una simple valla de hierro y del que salían despedidos los balones por encima de la tapia, en cuanto algún jugador se lo proponía. Como yo conocía esta circunstancia, - la de que los balones salían por encima de la tapia - cada vez que había partido me colocaba en un lugar estratégico de la calle, que generalmente consistía en el justo medio, y estaba atento, cual defensa de cierre, a devolver de una volea la pelota al campo. Imaginaba la sorpresa de los parroquianos asistentes a los partidos, al comprobar que el balón salía en dirección a las casas que rodeaban el campo y sistemáticamente, volvían de inmediato. Estaba claro que había alguien atento al otro lado de la tapia del campo, pero seguro que nadie imaginó a un niño de cuatro o cinco años, haciendo ese trabajo sucio, con un balón de cuero que pesaba lo suyo.

Por las mañanas, después de desayunar en el comedor, bajábamos andando a la playa, a pasar la mañana, para regresar a la hora de la comida y después de comer, echarnos la siesta. Al regresar de la playa, se llenaba de agua caliente un barreño metálico. El agua se extraía de la cocina de leña abriendo un grifo que tenía al efecto, y era allí, en mitad de la cocina y sin salpicar demasiada agua al suelo, donde me quitaba la arena de la playa.

Lo mejor que tenía la playa era que podía estar todo el día jugando al fútbol. Yo me dedicaba a centrar balones para que otro los rematara, o bien, disparando directamente a la portería cuyos postes eran un par de zapatillas o dos toallas. Un amigo de esos que se hacen entre los veraneantes, resultó ser el entrenador del Lugo (1963/64: Luis López Guitian) y el hombre, estaba encantado viendo y analizando cómo pegaba a la pelota un enano de cinco años como yo. Incluso él mismo, se ponía a rematar los balones que yo le centraba. A veces, algunos de los que estaban en la playa se colocaban alrededor como si se tratara de una exhibición. Luego, cuando la marea estaba baja, había un gran espacio en el que se podían jugar auténticos partidos con la tierra húmeda y apelmazada, pero sin arena. En esos partidos no participaba yo, porque todos eran mucho más mayores, pero cuando estaba mi padre en agosto, los amigos de mi hermano, le invitaban a que jugara y por supuesto que se apuntaba. En uno de esos partidos, sufrió un tirón en el muslo y tuvo que retirarse. Y ese preciso instante fue el inicio de un final que, en ese momento, nadie podía imaginar, pero que años más tarde, terminó en una tragedia.

Una o dos veces a la semana pasaban por la casa algunas mujeres con sus mulas y unos cestos a modo de alforjas que portaban sobre sus cabezas y en los que llevaban y vendían parte de los productos que ellas mismas cultivaban en sus huertecillos: ciruelas claudias, melocotones, y toda clase de frutas, verduras y hortalizas. Directamente del productor al consumidor, sin intermediarios y de una calidad, extraordinaria. Y a un precio ridículo. Todo el mundo salía ganando.

Yo pasaba mucho tiempo con Clotilde, dando de comer a las gallinas, o a la burra o viendo cómo los cerdos se movían en la cochiquera que, la verdad, daba bastante asquito. A las gallinas y a los pollos, Clotilde les daba granos de maíz para que engordaran. A mí me encantaba darles de comer a través de la verja y sentir que apenas me picoteaban la mano y comían. Pero el maíz era caro y Clotilde no les daba siempre eso. Otras veces les daba patata cocida y huevo duro aplastado con la mano, haciendo una masa con ello, que la verdad, no sé cómo se podían tragar sin beberse un litro de agua. A la burra lo que le gustaba era comer las berzas que había amontonadas a la puerta de su cuadra, pero en cuanto Clotilde veía que me ponía a dar de comer a los animales, venía a controlarme para que no les supusiera una ruina para sus bolsillos.

Claro que lo peor de los animalitos, era que los tenían para vender o comérselos y para eso, previamente había que matarlos. Clotilde se empeñaba en que me acostumbrase a ver cómo lo hacía, pero lo cierto es que después de verlo por primera vez, no me pilló más. Cogió a un pollo por el cuello, después de que dentro del gallinero se montara un buen lío, como era lógico. Le tocó a uno. Lo cogió, le dobló el cuello entre sus dedos de la mano izquierda y con la otra mano, le cortó el pescuezo, le degolló, dejando que se desangrara, en un lugar del patio donde las huellas del crimen no tuvieran demasiada importancia. Aquello para mí fue una auténtica experiencia traumática y ella debió pensar que efectivamente había una gran diferencia entre un niño lugareño y un “veraneante” como yo, que así era como nos llamaban los del lugar a los que íbamos a pasar el verano. Pero si lo del pollo fue un trauma, lo de matar al cerdo fue peor que la matanza de Texas.

El patio tenía dos salidas con sus puertas, por sendas esquinas. Una de ellas estaba pegada al muro de la casa en su fachada principal y la otra, en diagonal en la esquina opuesta, que salía a la calle perpendicular, la que daba al campo de fútbol y llegaba hacia la playa. Una vez cerradas ambas puertas, allí no había escapatoria.

En medio de aquel improvisado coso cochiquero - valga la expresión - pusieron una mesa cuya finalidad yo no entendí hasta poco después. Sacaron a uno de los gorrinos de la cochiquera y el cerdo tardó bastante poco en darse cuenta de que aquello no tenía buena pinta. Inmediatamente, intentaron agarrarle entre varios fornidos lugareños y colocarle sobre la mesa que iba a ejercer a modo de altar de sacrificios. El gorrino empezó a correr por todo el patio, fintando a todos los que le salían al paso, como si de Amancio se tratara, buscando la manera de escapar de todos ellos y emitiendo unos sonidos que me impresionaron y afectaron mucho. Finalmente, consiguieron atrapar al pobre cerdo y subirle a la mesa de operaciones, donde una vez colocado con las patas hacia arriba y el cuello sobresaliendo por un extremo de la mesa, le clavaron un cuchillo en la garganta del tamaño del que se usa en las películas de terror, mientras el animal no dejaba de gritar y de moverse. Al final terminó como el pollo: muerto y desangrado, aunque en este caso, la sangre se iba recogiendo en unos barreños al uso, lo cual dio a toda la escena un aspecto gore, horripilante, tétrico, torturador. Pero lo peor vino después, cuando le abrieron en canal y comenzaron a sacar sus tripas. Ahí fue cuando cambié de escenario y me hui al otro lado de la casa.

Lucio, cuando no salía a pescar pasaba algún tiempo en la casa, aunque sería razonable suponer que pasaba más tiempo en el puerto, con los amigos o con los compañeros, faenando en el barco o simplemente charlando de sus cosas. A veces, le veía remendar las redes de pesca y yo me sentaba a su lado a ver cómo lo hacía. Siempre me pareció dificilísimo, pero Lucio lo hacía a una gran velocidad. También me enseñaba nudos marineros, siempre con su media sonrisa, -como si disfrutara de mi compañía - y su sempiterno cigarrillo en la comisura de los labios, que casi siempre le arrancaba una tos seca, que venía de las cavernas de sus pulmones. Sus enormes manos, encallecidas, se movían con destreza haciendo toda clase de nudos y él, después de enseñármelos, hacía que lo imitara y yo los hacía. Al menos los más sencillos, claro, y me sentía todo un viejo lobo de mar. Una vez le pedí que hiciera un nudo corredizo para algo, y aunque era una cosa muy sencilla, el hombre quiso esmerarse y se puso a construir la madre de todos los nudos marineros. Tardaba lo indecible. Yo - que ya desde pequeñito daba señales de ser un niño impaciente - le empecé a meter prisas. Pero, eso a Lucio, le traía sin cuidado. Él todo lo hacía despacio, a su ritmo y en el fondo se reía cuando ese niño le decía que por qué estaba haciendo algo tan complicado. Y él me contestó con su sencillez de siempre y su profundo acento gallego: “Porque hay que hacerlo así”, como la cosa más natural del mundo.

Muchas veces me invitaban a que me quedara con ellos a comer, pidiendo permiso a mis padres, primero. Pasaba tiempo con Clotilde, y a Pilar, le gustaban los niños. Me llenaban de cariño y yo era feliz con ellos.

En agosto, como en muchos pueblos de España, se celebraban las fiestas. Todo Foz se llenaba de propios y extraños. Ese día, también me invitaron a comer con ellos porque de postre tenían brazo de gitano. A mí, cuando me dijeron que tenían brazo de gitano y después de las experiencias que había tenido con los pollos y el cerdo, de pronto empecé a preocuparme. Tal sería la cara que puse que enseguida y entre risas de los tres - Clotilde, Pilar y Lucio - me explicaron que era un pastel que se llamaba así. Entonces, me quedé más tranquilo, comí con ellos y probé el pastel.

Luego, por la tarde, como era frecuente, acompañaba a mis padres y salíamos a dar una vuelta por el pueblo y a tomar un aperitivo. A veces visitábamos el puerto de pescadores, donde los barcos estaban pintados con vivos colores. Todo olía diferente. Olía a mar, a pescado, se sentía la sal y el yodo y el graznido de las gaviotas que revoloteaban por allí, a ver si pillaban algo. Se veían las redes por remendar y los aparejos de los barcos.

Pero aquel día lo que vimos no tenía nada de bucólico. Vimos a mucha gente vomitando, algunos, incapaces de contener los esfínteres y mi padre se dio cuenta enseguida de lo que estaba pasando. Todo el pueblo estaba intoxicado por algo que habían comido. Y en ese momento, yo mismo tenía unas ganas tremendas de ir al baño y mis padres me dijeron que no me preocupara, que me lo hiciera allí mismo. Y así fue, pero no me encontré mejor. Regresamos a casa todo lo aprisa que pudimos, y en el camino, volví a vomitar varias veces. Rápidamente, el médico que mi padre llevaba dentro (cuatro años de medicina en la Universidad) se puso a trabajar y enseguida llegó a la conclusión de que el motivo de la intoxicación fue el brazo de gitano. De hecho, enseguida se corrió la voz por todo el pueblo y se supo que, el pastelero, ante la avalancha de visitantes que se preveía para esos días, había preparado los postres con antelación y era más que probable, que, debido al calor, a una mala refrigeración o vaya usted a saber qué, el caso es que, sin pretenderlo, envenenó a todo el pueblo. Como suele ocurrir en estos casos, algunos fueron a su casa a pedirle explicaciones, pero pronto descubrieron que el pastelero había ido a visitar a unos parientes que tenía en Siberia y a los que hacía tiempo no veía.

Yo recordaba perfectamente tiempo después, cómo estaba hecho fosfatina en la cama, con cuarenta de fiebre, y veía la cara de preocupación y tristeza del pobre Lucio, en la puerta de mi habitación, casi al borde de las lágrimas, porque se sentía culpable, mucho más, porque ninguno de ellos estaba enfermo, mientras mi padre, le tranquilizaba al bueno de Lucio y le decía que eso era cuestión de buena suerte o de mala suerte. Mi padre, sin embargo, juraba y perjuraba que si se encontraba al pastelero lo mataba. El caso es que después de meterme penicilina en dosis industriales, poco a poco, me fui recuperando y al final salí de aquello. No hay constancia que el pastelero regresara al pueblo.

De vez en cuando recibíamos la visita de mi tío Carlos, el que vivía en Lugo, que era propietario de una tienda que se llamaba LABRA (Lacárcel Bravo) y pasaba con nosotros el día. Un día hasta me invitó a entrar a ver el partido de fútbol en el campo. Una de las veces que vino, se trajo un invento suyo que había sacado de no se sabía dónde. Se trataba de unos “walki talki” que había fabricado él mismo. Y ahí nos tenías, a mi tío y a mí, andando por la calle y siendo objeto de los curiosos del lugar, con un aparato enorme pegado a la oreja y una antena, hablando y escuchando lo que decía el otro, apretando el botón adecuado y diciendo “cambio” y “corto” hasta que la potencia del transmisor hacía inaudible al otro.

También solíamos ir a merendar a un sitio que se llamaba Palmira. Lo de merendar era un eufemismo, porque aquello era más un festín pantagruélico que comenzaba con una tortilla de patatas, para ir calentando motores y después continuaba con mejillones, gambas, sardinas o cualquier clase de marisco o pescado que se les antojara a los mayores. Y a la hora de pagar, el precio era realmente irrisorio, según decían ellos.

El final de cada verano, era para mí una especie de trauma. Después de pasar dos meses disfrutando de la playa, de los animales del corral, de mis paseos en burra con Clotilde, de jugar al fútbol y en definitiva de divertirme y pasarlo bien, volvía a la anodina, aburrida y monótona vida de Madrid. Y eso que todavía no había empezado a ir al colegio, que eso fue otro trauma.

Después de pasar tanto tiempo allí, con Lucio, Clotilde, Pilar, Concha y todos los demás, aparte de regresar negro como un conguito, hablaba con acento gallego y hasta usaba palabras que oía cada día en gallego, y eso les sorprendía mucho a los madrileños de las tiendas donde acompañaba a mi madre cuando me arrastraba de compras con ella.

Aquel tirón muscular que tuvo mi padre jugando al fútbol en la playa, se convirtió en un tumor y finalmente tuvo que pasar por el quirófano para que se lo extirparan. Fue operado en Madrid por el Dr. Tamames. El tumor pesó varios kilos, pero a pesar de perder gran masa muscular, el médico, consiguió salvar la pierna, aunque debía llevar una prótesis ortopédica y el coche hubo que adaptar el pedal del embrague. Desde entonces, mi padre bajaba a la playa, pero bajaba vestido y nunca se volvió a bañar, ni siquiera a quitarse la camisa.

Pero el mayor cambio de todos y el que tuvo las peores consecuencias, sobrevino de golpe, sin previo aviso. Un año, al poco de llegar, escuché por casualidad una conversación entre mis padres sin que ellos se percataran. Mi padre informó a mamá que se había notado unos bultos en las axilas y dado sus conocimientos de medicina, no auguraba nada bueno, aunque en ese momento lo único que le dijo a mi madre, para no alarmarla, es que debíamos regresar a Madrid inmediatamente.  Y así lo hicimos.

Posteriormente y durante los dos años siguientes, a mi padre le detectaron un cáncer linfático en estado de metástasis. Muy probablemente, él era consciente desde el primer día. En aquel entonces no había más tratamiento para el cáncer que extirpar el tumor. El problema es que cuando el cáncer está en fase de metástasis los tumores se multiplican por todo el cuerpo. Así fue como durante los últimos dieciocho meses de vida de mi padre, le operaron 9 veces. En ocasiones con un breve intervalo de tiempo de horas, entre una operación y la siguiente.

Al fallecer mi padre dejamos de ir a Foz. Pero yo, jamás he olvidado a Lucio, a Clotilde, a Pilar ni a Concha.

Han pasado más de sesenta años de todo eso y yo sigo siendo para ellos, Carlitos, el de Madrid. La última vez que fui siendo niño, debía tener cinco o seis años. Todos ellos entraron en mi vida siendo un niño y no saldrán jamás de mis recuerdos ni de mi corazón. Forman parte de los únicos recuerdos bellos que tengo de mi infancia. Porque en Foz, fue feliz, pero en Foz se terminó mi infancia.

sábado, mayo 06, 2023

Sinatra y mis recuerdos (III y IV)

Sin duda el año 1963 no fue bueno para nada. En absoluto. Si ya el año anterior el mundo estuvo a punto de caer en una tercera guerra mundial con la crisis de los misiles en Cuba, el 63 no terminó mucho mejor.

Ese año tal vez fuera el último en el que pasé el verano en Foz. Hay alguna foto en la que la fecha está con interrogación. De todas formas, la noticia del año - y probablemente del siglo- fue el asesinato de JFK en noviembre.

Hacía un mes que acababa de cumplir los siete años y recuerdo perfectamente el momento. Era de noche. Entrábamos en casa, aunque no recuerdo de dónde veníamos, imagino que, de casa de mis tíos, porque de la ópera seguro que no. Pusimos la radio – marca Telefunken – y escuchamos la noticia. Tanto mis padres como yo mismo nos quedamos estupefactos al escucharla. No podíamos dar crédito al hecho de que fueran capaces de asesinar al hombre, supuestamente, más poderoso del mundo. Luego, a medida que se iban produciendo los acontecimientos, fui recogiendo información como una esponja. Se me fueron almacenando los nombres de Lee Harvey Oswald, Dallas, Jackeline Kennedy, Lyndon B. Johnson, Jack Ruby (el posterior asesino de Oswald) y todos los rumores referentes a las preguntas que surgieron entorno al crimen que marcó a una generación y que hoy día siguen sin convencer a la mayoría.

Más tarde vendría la llamada “Comisión Warren” (también se me quedó el nombre) creada a instancias del ya presidente Johnson, con el supuesto fin de investigar y esclarecer las circunstancias del asesinato. Dicha comisión estuvo integrada por diversos políticos de ambos partidos. La Comisión tomaba su nombre de su presidente, Earl Warren, magistrado y presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos.

Con el transcurrir de los años y los datos que se han ido conociendo, existe un amplio consenso al tachar a dicha comisión como una burla a la verdad, una manera burda y grosera de acallar para siempre los rumores y maledicencias que pudieran surgir. Dicha comisión llegó a una serie de conclusiones que hoy en día nadie se cree, pero de entre todas ellas hay una en la que me gustaría hacer especial hincapié. Se trata de la llamada “bala mágica”. Según esta teoría, una bala de rifle de una pulgada de largo (3 cms) recubierta por una funda de cobre que es disparada desde el sexto piso del Texas School Book Depository, atravesó el cuello del Presidente, el pecho y la muñeca de Connally para terminar finalmente en el muslo de este último.


En aquel tiempo no estaba en condiciones de entender todo lo que sucedía, pero sí recuerdo vívidamente la mayúscula incredulidad de todos los que consideraban tener dos dedos de frente a las descabelladas conclusiones de la investigación oficial.

Sin duda alguna, el asesinato de JFK es uno de esos acontecimientos que han marcado mi vida, aunque el que la marcaría definitivamente, no tardaría mucho en llegar.

Creo que fue a raíz de lo de JFK que mi padre decidió comprar una TV. Recuerdo que la marca era Marconi. Aunque bien pronto comenzamos a tener serios problemas para poder verla.

Enfrente de nuestro edificio, al otro lado de la Ronda de Segovia, había un ambulatorio de la Seguridad Social. A partir de las cuatro de la tarde o así, los aparatos que allí se usaban creaban unas interferencias en la tele que hacían prácticamente imposible ver nada. Y lo malo es que hasta pasadas las seis o las siete, la cosa continuaba de igual manera.

Llamamos a un técnico y nos informó que el individuo que instaló nuestra antena, la había colocado justo al lado de una palometa de alta tensión, con lo que no había nadie dispuesto a quedarse frito por una descarga de miles de voltios. Nuestro gozo en un pozo.

Hasta entonces, el problema de ver la incipiente tv española lo solucionábamos yendo a casa de mi tío, el hermano mayor de mi padre, que vivía en la puerta de enfrente del rellano de la escalera.

En el salón de mi tío se acomodaban los mayores, entorno a la tv.  Yo tenía dos opciones. Una de ellas era sentarme en las rodillas de mi tío – que era el que tenía la posición más privilegiada - y ponerme cómodo, pero cuando ya estaba crecidito y pesaba, la otra alternativa fue tirarme al suelo y apoyar la cabeza en el perro de mis tíos, un foxterrier con una mala leche de impresión que por algún motivo decidió convertirse en mi protector y no consentía que nadie me riñera o me levantara la voz. Tal era el grado de autoconfianza que había cogido con semejante guardaespaldas que un día no se me ocurrió mejor idea que soplarle en la oreja mientras dormía. Reaccionó a la velocidad del rayo y casi me arranca una oreja a mí.

Aquella reunión familiar más que para ver la tele era todo un espectáculo en sí mismo repleto de bromas, comentarios y chascarrillos, en una especie de show organizado entre mi tío, mi padre y mi primo. Eran los años de Bonanza, Los Picapiedra, Hertha Frankel y sus marionetas, y Franz Johan, un austríaco que vino de gira con su compañía de variedades y se quedó a vivir en Barcelona. El hombre a pesar de llevar muchos años en España se hacía unos líos con el español tremendos, pero él supo sacar partido de eso y se reía de sí mismo y de su nula capacidad de hablar español correctamente. Formaba pareja con otro cómico que se llamaba Gustavo Re. Si aparecían las hermanas Kessler bailando, mi tía Pepa comentaba “¡hay que ver! qué piernas más largas tienen” y mi tío le respondía: “Pepa, yo no las quiero para echar carreras”.

Algunos recordarán 1964 porque la selección española de fútbol se proclamó Campeona de Europa de selecciones al vencer en la final a la todopoderosa URSS, en el Santiago Bernabéu, con aquel gol de Marcelino que pasó a la historia junto con su “escorzo”, tal y como lo definió Matías Prats padre.

Hablando de fútbol, el Real Madrid, tal y como era costumbre, ganaba una y otra vez la Copa de Europa con Di Stefano, Kopa, Puskas, Gento y el resto.

Como no podía ser de otra forma, yo le pedí a los Reyes Magos la camiseta de Di Stefano y me la trajeron, aunque años después, mi madre, en un acto sacrílego sin precedentes, decidió según sus propias palabras, romperla y destinarla a limpiar los suelos. 

Sin embargo, mis recuerdos están más relacionados con las sucesivas visitas a la clínica COVESA (desaparecida), donde con mucha más frecuencia de lo deseable, a mi padre le operaban una y otra vez. También recuerdo sus largos procesos de reposo en casa, en la cama, y tengo una vívida imagen de estar sentado todo el día, en una silla a los pies de su cama, mientras veíamos juntos la televisión. Evidentemente no era capaz de anticipar lo que se avecinaba.

domingo, abril 16, 2023

Sinatra y mis recuerdos (I)

De entre las docenas de canciones de su extenso repertorio, Sinatra tiene una que se llama “It was a very good year”.  En ella, en un tono algo triste y melancólico va recordando distintas etapas de su vida en un viaje cronológico y a grandes saltos. Y eso me dio la idea de hacer algo parecido, pero sin cantar, y tratando de huir de la tristeza, aunque no creo que sea capaz de desprenderme totalmente de la nostalgia.

Después de pensar en ello se me ocurrió que hay una parte importante de mi vida que hasta ahora siempre había dejado de lado. Es mi etapa educativa durante doce años en un colegio de curas. Siempre había creído que no tenía la más mínima relevancia para nadie, que sólo la tenía para mí, pero entonces recordé que no hace muchos años, estaba leyendo a mi amiga Paula, -  colega en esto de escribir-, algo relacionado con sus recuerdos en un colegio de monjas y pensé que había bastantes cosas en común en este sentido y eso me ha impulsado a pensar que sí, que tal vez, pudiera resultar, al menos curioso, conocer mi experiencia en el colegio de curas. Doce años son muchos años, pero si además es el período en el que se forma la personalidad, el carácter, de un ser humano, todavía tiene mayor trascendencia. Y también contrastar los comportamientos y los métodos de enseñanza de una época pasada con los actuales.

Por eso, para abordar ese largo período de tiempo he pensado en hacer un viaje a través de los años. Cada curso un año, como en la canción de Sinatra. Por eso, a esta serie de capítulos la he bautizado como “Sinatra y mis recuerdos” y aunque la mayor parte de esos relatos se basan en las experiencias en el colegio, también debo añadir alguna ajena.

La canción de Sinatra comienza hablando de cuando tenía 17 años, pero yo empezaré mucho antes y como sucede a veces con ciertos artistas, que una y otra vez abordan el mismo tema de una manera recurrente, casi compulsiva, yo haré lo mismo. Yo, en esta ocasión, hablaré de Foz.

Es absolutamente imposible borrar de mis recuerdos los que tengo de mi más lejana infancia en Foz. La inocencia y la candidez ayudaron a convertirlos en los únicos y más felices años de toda mi vida.

Corrían los años de finales de los 50 comienzo de los 60. En esa España franquista en la que sólo trabajaba el hombre para mantener a toda la familia, la gente tenía una vivienda, se compraba frigoríficos, lavadoras, televisiones, y en verano, se iban de vacaciones.

Doy por hecho que a cualquier niño pequeño le gusta jugar en la playa, así es que, en eso yo no me diferenciaba mucho de ningún otro. La única diferencia que podría haber era que yo, para disfrutar de la playa, tenía que recorrer más de 600 kilómetros en un Seat 600 desde Madrid hasta Foz, provincia de Lugo. Y tal vez, la otra gran diferencia era que yo estaba dos meses allí y no sólo unos pocos días. Por eso, Foz y sus gentes, entraron pronto en mi vida y no han salido jamás.

El pueblo, aunque empezaba a despertar a la industria del turismo, vivía en gran medida de la pesca. En su puerto pesquero amarraban diversos barcos con distintos objetivos de captura. También había una importante empresa conservera, lo que hacía que, mientras muchos hombres se embarcaban en la pesca del bonito, sus mujeres, después, los metían en latas.

Pasaré por alto en esta ocasión – ya he hablado de ello en otros momentos - los pormenores de la organización del viaje, con sus baúles y maletas, la tortilla de patatas para la comida, el gato y su cesta de transporte, el itinerario largo, sin radio, ni casetes, ni aire acondicionado, ni autopistas y con alguna avería que otra o un simple calentamiento del motor que, como los caballos de las películas de vaqueros, de vez en cuando necesitaba descansar y refrescarse. Todo eso también forma parte de los recuerdos, pero, sobre todo, siempre tengo muy presentes a Lucio y Clotilde.

Ellos eran los propietarios de la casa que, como la mayoría de sus vecinos, alquilaban a los veraneantes, gentes que llegaban de Lugo capital, de Ponferrada, y de sitios más lejanos como Madrid, por ejemplo. Lugares donde el mar constituía un deseo y a veces, una necesidad.

Al entrar en la casa había un largo pasillo cuyo suelo era de cemento en crudo, sin solar, exactamente igual que el aspecto externo de la casa. A ambos lados del mismo se distribuían los dormitorios y al final, estaba el comedor. La primera habitación a la derecha era la de mis padres, enfrente había otra que ocupaba una tía y junto a la de mis padres, la mía que compartía con mi hermano. Junto al comedor, al final a la derecha, estaba la cocina, que era de leña y cuya amplia ventana daba a una zona interior de la parcela.

La propiedad disponía, además, de un corral con algún conejo, gallinas y sus polluelos. A continuación, estaba la cochiquera, una inmundicia a la que Clotilde, la dueña de todo aquello, me tenía prohibido entrar, aunque fuera usando los zuecos que ella usaba para echar de comer a los cerdos. Más a la izquierda estaba el establo de la burra, que solía utilizar para llegarse hasta un terrenito que estaba un poco más arriba, - caminando por una calle más ancha -, en el que cultivaban patatas, berzas y algunas verduras. Cuando iba a acompañar a Clotilde a recoger las “patacas” o las berzas para dar de comer a los animales, me subía a lomos de la burra y me agarraba con fuerza a una anilla de hierro que llevaba en la montura, porque aquella mula se movía más de lo que pensaba. Después del establo para la burra, había lo que podría llamarse una covacha, una especie de agujero negro, en el que Clotilde y su marido, Lucio, compartían con su hija, Pilar, que por entonces era una belleza de dieciocho años, de pelo rubio y de ojos azules.

Clotilde era una mujer de pelo canoso, vestida siempre con colores oscuros, lista para la faena diaria, trabajadora incansable a pesar de los problemas de espalda que tenía que la obligaban a andar como un marinero recién desembarcado, de lado a lado, entrada en carnes, con unas gafas grandes y bastante graduadas y que hablaba siempre muy alto. Clotilde me trató siempre con un inmenso cariño.

Yo pasaba mucho tiempo con Clotilde, dando de comer a las gallinas, o a la burra o viendo cómo los cerdos se movían en la cochiquera que, la verdad, daba bastante asquito. A las gallinas y a los pollos, para que engordaran, Clotilde les daba granos de maíz. Me encantaba darles de comer a través de la verja y comprobar que apenas me picoteaban la mano y comían. Pero el maíz era caro y Clotilde no les daba siempre eso. Otras veces les daba patata cocida y huevo duro aplastado con la mano, haciendo una masa con ello, que la verdad, no sé cómo se podían tragar sin beberse un litro de agua. A la burra lo que le gustaba era comer las berzas que había amontonadas a la puerta de su cuadra, pero en cuanto Clotilde me veía que me ponía a dar de comer a los animales, venía a controlarme para que no les supusiera una ruina para sus bolsillos.

Lucio, por el contrario, era un hombre enjuto y no muy alto, de voz aguardentosa y profunda, como consecuencia del tabaco que él mismo solía liarse antes de fumárselo y de los orujos que se bebía. De tez muy morena y piel curtida como el cuero, con unas manos grandes y encallecidas, todo ello por su trabajo de marinero en los barcos de pesca del puerto. Una vez, trajo de uno de sus viajes, un atún enorme. Yo nunca había visto un pez más grande en toda mi vida.

Lucio pasaba la mayor parte del tiempo embarcado, pero cuando estaba en casa me gustaba mucho estar con él y escuchar las historias que me contaba, con esa voz tan profunda, esa carraspera constante y ese acento tan marcado, que al final, yo mismo adquiría y me lo llevaba a Madrid de vuelta conmigo. Hablaba despacio, pausado. La verdad es que todo lo hacía con calma. Se preparaba el cigarrillo que se iba a fumar con tranquilidad, esparciendo el tabaco de modo concienzudo para que no se perdiera ni una pizca. Luego, enrollaba sobre sí mismo el fino papel con sumo cuidado y para sellarlo, humedecía el borde y lo pegaba.

Recuerdo que una vez le pedí que me hiciera un nudo. Supongo que sería uno corredizo, algo sencillo, pero que para un niño era tarea imposible. Él se puso a la tarea con tanta parsimonia que le metí prisa y le dije que por qué tardaba tanto si no parecía tan complicado. Él me sonrió con su cigarrillo explota pechos en los labios, y continuó trabajando en la madre de todos los nudos como si el comentario y mis prisas no fueran con él.

Muchas veces, Clotilde y Lucio, me invitaban a comer con ellos y con su hija Pilar. Siempre pedían permiso a mis padres y yo estaba encantado. Todo lo que fuera romper la monotonía y estar con personas cariñosas era bien recibido.

En agosto, se celebraban las fiestas del pueblo, que se llenaba de propios y extraños, de gentes de pueblos vecinos, o de aldeas que rara vez veían a tanta gente junta. Uno de esos días, también me invitaron a comer con ellos porque de postre tenían brazo de gitano. Yo no sabía qué era eso y cuando me dijeron que tenían brazo de gitano y después de las experiencias sangrientas que había tenido con los pollos y el cerdo, de pronto me empecé a preocupar. Tal sería la cara que puse que enseguida y entre risas de los tres - Clotilde, Pilar y Lucio - me explicaron que era un pastel que se llamaba así. Entonces, me quedé más tranquilo, comí con ellos y probé el pastel.

Luego, por la tarde, como era costumbre, salía con mis padres a dar una vuelta por el pueblo y a tomar un aperitivo. A veces íbamos al puerto pesquero, donde los barcos estaban pintados con vivos colores. Todo olía diferente. Olía a mar, a pescado, se sentía la sal y el yodo y se escuchaba el estruendo de las gaviotas que revoloteaban por allí, a ver si comían algo. Se veían las redes por remendar y los aparejos de los barcos.

Pero aquel día lo que vimos no tenía nada de bucólico. Vimos a mucha gente vomitando, algunos, eran incapaces de contener los esfínteres y mi padre se dio cuenta enseguida de lo que estaba pasando. Todo el pueblo estaba intoxicado por algo que habían comido. Y en ese momento, yo mismo tenía unas ganas tremendas de ir al baño y mis padres me dijeron que no me preocupara, que lo hiciera allí mismo. Y así fue, pero no me encontré mejor.

Regresamos a casa a toda prisa y en el camino vomité varias veces. Rápidamente, el médico que mi padre llevaba dentro se puso a trabajar y enseguida llegó a la conclusión de que el motivo de la intoxicación fue el brazo de gitano. De hecho, enseguida se corrió la voz por todo el pueblo y se supo que, el pastelero, ante la avalancha de visitantes que se preveía para esos días, había preparado los postres con antelación y era más que probable, que, debido al calor, a una mala refrigeración o vaya usted a saber qué, el caso es que, sin pretenderlo, envenenó a todo el pueblo. Como suele ocurrir en estos casos, algunos fueron a su casa a pedirle explicaciones, pero pronto descubrieron que el pastelero había ido a visitar a unos parientes que tenía en Siberia y a los que hacía tiempo no veía.

Los siguientes días los pasé en cama con casi cuarenta de fiebre y con inyecciones de penicilina que me ponía mi padre. Recuerdo ver como entre sueños, en la puerta de mi habitación al pobre Lucio y a la pobre Clotilde, que se sentían culpables por mi intoxicación. Ellos también la sufrieron, pero con menor intensidad. Y también recuerdo escuchar a mi padre jurar en arameo y prometer que si volvía a ver al pastelero lo iba a abrir en canal para hacerle una autopsia en vivo.

Como cada año la despedida de Foz era un trauma para mí. Abandonar a Lucio, Clotilde, Pilar, dar de comer a las gallinas, montar en la burra, recoger patatas en la huerta y cambiar todo eso, de la noche a la mañana por vivir en la casa de Madrid, era demasiado duro. Pero todavía hubo algo peor.

Debió ser por 1962. Mi padre, que había estudiado cuatro años de medicina al estallar la guerra civil, se detectó unos bultos en las axilas. Llamó a mi madre a la habitación y cerraron la puerta para mantener el secreto, pero yo pude escuchar algo a través de la ventana que daba al patio de la entrada principal. A mi padre no le gustó nada lo de los bultitos en las axilas y sugería un regreso precipitado a Madrid. Qué lejos estuve en aquel momento de saber que ese sería mi último año en Foz. Y qué lejos estaba de saber que un par de años más tarde, aquellos bultitos en las axilas de mi padre, se convertirían en un linfoma en fase de metástasis.

Así es que, en contra de lo que dice el título de la canción de Sinatra, 1962 no fue un buen año. Fue mi último verano en Foz; en octubre empecé a ir al colegio y me encontré con cientos de niños que no conocía y a unos señores que llevaban unas sotanas negras. Y todavía quedaba por venir lo peor.

1962 no fue un buen año, como decía Sinatra.