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jueves, mayo 22, 2025

El afilador y mi vecina de Carolina del Sur.

Tenemos unos vecinos nuevos desde hace cosa de unos seis meses o así. Vienen desde Carolina del Sur, aunque como dice ella misma: “tienen un marcadísimo acento de Nueva York”. O sea, que no pillo ni la décima parte de lo que a ritmo de ametralladora sale de sus labios. Pero aparte de eso, son buena gente.



Hace un par de días ella nos envió un guasap toda asombrada: no sabía lo que estaba pasando. Una extraña música acompañada de una grabación, parecía que anunciaban algo y ella no entendía nada.

El misterio era sencillo de entender, pero sólo para los que ya tenemos unas canas: se trataba de un afilador. Y cuando le explicamos de qué se trataba, se quedó maravillada y decía: “en mi país no tenemos eso”.

Qué sensación tan extraña, incluso para un aborigen como yo, escuchar en pleno siglo xxi la musiquita inconfundible del afilador; una figura que para muchos es desconocida.

Volver a escucharlo tantos años después, me ha transportado en un viaje relámpago a mi niñez cuando, incluso en una ciudad como Madrid, era habitual ver en ciertos barrios, a ciertos oficios hoy desaparecidos. El afilador era uno de ellos.

Anunciaba su presencia con una melodía inconfundible cuyos tonos salían de una flauta de pan o chiflo. El hombre usaba una bicicleta especialmente adaptada de tal forma que, llevaba montada en su parte trasera el esmeril mecánico con una piedra de afilar. Con un simple gesto de elevar la parte trasera ya estaba disponible para afilar, “tijeras, cuchillos, hachas…”. 

Se desplazaba a paso lento, algo cansino, sin prisas. Con ello y su cantinela daba tiempo a las amas de casa para arreglarse lo justo y bajar a la calle para aprovechar los servicios profesionales del hombre.

Antes de llegar a las grandes ciudades el oficio de afilador era de gran importancia y raigambre en el mundo rural, sobre todo en áreas tradicionalmente agrestes, montañosas y, por ende, mal comunicadas. Galicia era un claro ejemplo.

Trabajadores itinerantes, sin raíces conocidas en ninguna parte, establecieron rutas en las que las etapas variaban poco unas de otras, haciendo que su presencia en las aldeas y pueblos de la comarca, se asemejara a una especie de cometa con aparición periódica y casi predecible.

También resultó inevitable que esa mezcla de saber técnico y oficio itinerante de los afiladores – muchos de ellos gallegos- acuñara un lenguaje gremial propio: «o barallete», una auténtica joya antropológica.

El «barallete» es una lengua, una forma de entendimiento creada por los afiladores orensanos con el único fin de que nadie les entendiera y así poder hablar libremente en cualquier lugar y delante de cualquier persona tanto de temas referentes al oficio como a los acontecimientos o novedades con las que se encontraban diariamente.

Los americanos en la SGM utilizaron a indios navajos como transmisores y receptores de mensajes por radio; al tratarse de una lengua desconocida por todos era imposible descifrar las conversaciones. Quién sabe si no usaron también a algún afilador natural de Castro Caldelas.

Gallegos hay, ha habido y habrá en todas partes y hay testigos que afirman haber detectado este idioma en Argentina y en Uruguay.

Pero es fácil entender la sorpresa de una americana de Carolina del Sur, que no habla español y se da de bruces con un personaje que ha desaparecido de nuestros pueblos y ciudades, hace décadas.