Tenemos unos vecinos nuevos desde hace cosa de unos seis meses o así. Vienen desde Carolina del Sur, aunque como dice ella misma: “tienen un marcadísimo acento de Nueva York”. O sea, que no pillo ni la décima parte de lo que a ritmo de ametralladora sale de sus labios. Pero aparte de eso, son buena gente.
Hace un par de días ella nos envió un guasap toda asombrada: no sabía lo que estaba pasando. Una extraña música acompañada de una grabación, parecía que anunciaban algo y ella no entendía nada.
El misterio era sencillo de
entender, pero sólo para los que ya tenemos unas canas: se trataba de un
afilador. Y cuando le explicamos de qué se trataba, se quedó maravillada y
decía: “en mi país no tenemos eso”.
Qué sensación tan extraña,
incluso para un aborigen como yo, escuchar en pleno siglo xxi la musiquita
inconfundible del afilador; una figura que para muchos es desconocida.
Volver a escucharlo tantos años
después, me ha transportado en un viaje relámpago a mi niñez cuando, incluso en
una ciudad como Madrid, era habitual ver en ciertos barrios, a ciertos oficios
hoy desaparecidos. El afilador era uno de ellos.
Anunciaba su presencia con una
melodía inconfundible cuyos tonos salían de una flauta de pan o chiflo. El
hombre usaba una bicicleta especialmente adaptada de tal forma que, llevaba
montada en su parte trasera el esmeril mecánico
con una piedra de afilar. Con un simple gesto de elevar
la parte trasera ya estaba disponible para afilar, “tijeras, cuchillos,
hachas…”.
Se desplazaba a paso lento, algo
cansino, sin prisas. Con ello y su cantinela daba tiempo a las amas de casa para
arreglarse lo justo y bajar a la calle para aprovechar los servicios
profesionales del hombre.
Antes de llegar a las grandes
ciudades el oficio de afilador era de gran importancia y raigambre en el mundo
rural, sobre todo en áreas tradicionalmente agrestes, montañosas y, por ende,
mal comunicadas. Galicia era un claro ejemplo.
Trabajadores itinerantes, sin
raíces conocidas en ninguna parte, establecieron rutas en las que las etapas
variaban poco unas de otras, haciendo que su presencia en las aldeas y pueblos
de la comarca, se asemejara a una especie de cometa con aparición periódica y
casi predecible.
También resultó inevitable que
esa mezcla de saber técnico y oficio itinerante de los afiladores – muchos de
ellos gallegos- acuñara un lenguaje gremial propio:
«o barallete», una auténtica joya antropológica.
El «barallete» es una lengua, una
forma de entendimiento creada por los afiladores orensanos con el único fin de
que nadie les entendiera y así poder hablar libremente en cualquier lugar y
delante de cualquier persona tanto de temas referentes al oficio como a los
acontecimientos o novedades con las que se encontraban diariamente.
Los americanos en la SGM
utilizaron a indios navajos como transmisores y receptores de mensajes por
radio; al tratarse de una lengua desconocida por todos era imposible descifrar
las conversaciones. Quién sabe si no usaron también a algún afilador natural de
Castro Caldelas.
Gallegos hay, ha habido y habrá
en todas partes y hay testigos que afirman haber detectado este idioma en
Argentina y en Uruguay.
Pero es fácil entender la
sorpresa de una americana de Carolina del Sur, que no habla español y se da de
bruces con un personaje que ha desaparecido de nuestros pueblos y ciudades,
hace décadas.