Era una buena oportunidad para reencontrarse con sus antiguos compañeros de trabajo, aunque lo que menos le atraía de la fiesta era que se trataba de una despedida de soltero; aunque fuera la primera vez que asistiría a una.
Nunca había sido partidario de tener que cumplir con ciertos protocolos preestablecidos en determinadas fechas, precisamente, por ser esa fecha. Así, por ejemplo, estaba bien lo de celebrar la Nochevieja con los amigos, pero nunca entendió que fuera obligatorio hacerlo durante toda la noche o emborracharse hasta no saber dónde estabas. Uno podía, perfectamente, pasarlo genial hasta las tres o las cuatro, o la hora que fuere, y después marcharse a casa contento, alegre, pero sobrio. Y con la idea de la despedida de soltero pensaba lo mismo: era una buena manera de encontrarse con amigos, pasarlo bien y poco más, pero no pasaba por su cabeza imitar a esos personajes de películas, que se corrían una juerga indecente en Las Vegas y que después sacralizaban esa famosa frase: “lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas”.
Además, cuando supo la dirección
del lugar en donde sería la fiesta, lo primero que se le pasó por la cabeza fue
que sería un antro de mala muerte; algo lúgubre y sórdido, en el que las
meretrices pulularían alrededor de los hombres como un oso entorno a un panal
de miel. La idea, desde luego, no era muy sugerente, pero acudió de todas
formas; siempre le quedaba la opción de marcharse si aquello adquiría un tono
que no encajaba con sus gustos.
Cuando llegó al lugar indicado le
sorprendió el aspecto: en lo alto de unas escaleras de tamaño considerable,
unos focos iluminaban la entrada como si se tratara de dar la bienvenida a
alguna estrella de Hollywood. Desde luego, si alguien acudía a ese lugar en
busca de privacidad, no era aconsejable que accediera por la puerta principal.
Tras subir las escaleras se
encaminó hacia la entrada principal, donde el portero le franqueó el paso al
tiempo que le daba las buenas noches. Nada más traspasar el umbral se escuchaba
música que provenía del interior del local, al otro lado de unas cortinas
enormes de terciopelo rojo.
Le pareció que se encontraba en el
hall de uno de esos cines donde antiguamente la gente acudía a ver películas,
antes de que se inventaran los multicines, los centros comerciales, los
videoclubs y Netflix, en una sucesión interminable de novedades cuyo único
objetivo común parecía la de erradicar el glamour y la liturgia de acudir a las
salas de cine tradicionales.
A su espalda había dejado la
entrada principal. A su derecha un mostrador largo y con un grueso cristal
protegía a las personas que estaban detrás del mismo y que suponía que eran las
encargadas de cobrar las entradas de los clientes. Delante de él, las cortinas de
terciopelo eran tan gruesas y pesadas que conseguían amortiguar la música que
había al otro lado. Allí, al pie de esas pesadas cortinas, había otro hombre,
que le recordó a la figura del acomodador de antaño.
Mientras el moderno acomodador le
informó del importe que debía satisfacer si quería pasar al interior, él le
respondió que había quedado con unos amigos para una despedida de soltero, al
tiempo que buscaba el dinero solicitado en su cartera.
- En ese caso, pase, por favor – dijo el hombre al
tiempo que con su mano izquierda apartaba la pesada cortina.
Al otro lado de las cortinas le
sorprendió un espacio inmenso, semi en penumbra y con forma de tubo, que
finalizaba en un escenario profusamente iluminado y con una barra en mitad del
mismo que iba desde el suelo al techo.
Mientras intentaba averiguar
dónde podrían estar sus amigos, uno de ellos se adelantó a saludarlo. Estaban
justo a su izquierda, en la barra del bar. Era el último que había llegado y
enseguida se dio cuenta de que sus amigos llevaban más de una ronda y le
esperaban con cierta ansiedad.
Desde allí, desde la barra, pudo
ver que todo el espacio hasta el escenario, estaba ocupado por mesas dispuestas
para cenar – en primer término-, así como otras – las más cercanas al propio
escenario – para tomarse una copa mientras se disfrutaba del espectáculo.
Tras unos minutos de animada
charla abandonaron la barra y se sentaron a cenar en una de las mesas
adyacentes.
La música los acompañó desde que
entraron en el local y continuó mientras cenaban; todo lo cual no impedía que
sus amigos pudieran comunicarse y continuar la charla durante la cena.
Llevaba más de una hora hablando
con un colega con el que, además, compartía su pasión por el fútbol y habían jugado
juntos. En ese momento, otro del grupo les llamó la atención sobre lo que
estaba sucediendo en el escenario, al fondo del local.
Por un instante, aparcaron su
conversación e intentaron prestar atención a ver qué era eso tan impactante que
sucedía sobre el proscenio. Agudizaron la vista y fue solo entonces cuando se
percataron de que había una chica bailando y haciendo piruetas agarrada a la
barra del escenario. Y unos segundos más tarde, comprobaron, no sin cierto
agrado a la vez que, con cierta sorpresa, que la chica en cuestión realizaba
sus ejercicios en topless.
- Y nosotros, aquí, de palique, dale que te dale y
el espectáculo está allí – le dijo su compañero levantando la mandíbula y dirigiendo
su mirada al fondo de la sala, justo antes de abandonar la conversación y
centrarse en lo importante.
Tras la cena y el abono de la
cuenta, se acercaron al escenario para ocupar un par de las mesas que lo
rodeaban. Desde allí tenían una visión privilegiada del espectáculo que se
levantaba un par de metros sobre el suelo, y, por tanto, de las chicas que
saldrían a la palestra.
Una vez sentados en su nueva
ubicación y mientras esperaban las bebidas que habían pedido a la camarera,
echó un vistazo alrededor y pudo comprobar que, a su derecha, pegados a la
pared, había una serie de reservados, no demasiado espaciosos pero apartados
del resto de asistentes con unos velos semitransparentes, que, al mismo tiempo
permitían vislumbrar lo que sucedía, pero con una iluminación tan tenue que
invitaba a no prestar demasiada atención.
La mera contemplación de unos
cuerpos jóvenes, bien formados, en topless, contoneándose con movimientos
provocadores alrededor de la barra del escenario, hizo subir la temperatura en
algunos miembros del grupo; pero eso quedó en nada cuando las tres chicas que
realizaban el show, bajaron del escenario y se dirigieron al grupo de la
despedida de soltero.
Con total naturalidad se
mezclaron entre ellos realizando los movimientos más sensuales y provocativos
que una mente calenturienta y deseosa pudiera imaginar. La siguiente fase fue
que las tres chicas, que realmente eran hermosas, se sentaron a horcajadas
sobre algunos de los del grupo, - uno de ellos el novio - y prácticamente
metieron la cara de aquellos pobres diablos entre sus pechos. Los elegidos,
probablemente, lo fueron a juicio de esas experimentadas antropólogas y
psicólogas, que intuían quién podría crear problemas y quién no.
El instinto, el deseo, la
tentación, el alcohol, las hormonas y un montón de factores más, hizo
reaccionar al novio, el cual, tenía sus manos sobre los apoyabrazos de la silla
y los levantó levemente con la intención de acariciar los pechos de la
bailarina, que tenía sobre él. Afortunadamente para él, la chica estuvo rápida
de reflejos, acostumbrada a dar esa voz de alarma, y más que un consejo le dio
una orden que el novio comprendió a la primera:
- ¡No! Si me pones la mano encima, te van a sacar
a ostias de aquí.
El pobre se quedó paralizado,
frustrado y probablemente con una cierta molestia testicular. Teniendo tan
cerca un cuerpo como aquel, tan insinuante, con su cara metida casi entre sus
senos menudos, ni grandes ni pequeños, en una milésima de segundo tuvo que
renunciar a disfrutar del tacto de su piel y quién sabe si de algo más, a
cambio de conservar la vida y, sobre todo, la integridad física.
Las chicas fueron rotando en el
grupo, para que todos pudieran disfrutar del show. La chica que había tentado
al novio, después hizo lo mismo con él. En esta ocasión él se limitó a levantar
las manos como si un policía le hubiera ordenado que las pusiera a la vista y
aguantó estoicamente los movimientos de sus caderas sobre su pelvis. Vio que la
piel de ella brillaba por las gotas de sudor que cubrían su cuerpo. También
sintió un perfume muy agradable, suave y fresco y soportó tener sus pezones
duros a escasos milímetros de su cara, a punto de ser devorados. Fue entonces
cuando levantó su mirada y se encontró con unos inmensos ojos verdes y una
sonrisa capaz de fundir el Polo Sur. A pesar de la peluca rubia que llevaba,
sus cejas eran de color negro, así es que, era morena. Ella, se acercó tanto
que él pensó que le besaría o que le rozaría la cara, pero al final, le dejó
allí sentado, con la respiración agitada, las manos en alto, el corazón a punto
de salir andando, una erección considerable y su perfume impregnando su ropa.
Al regresar las chicas sobre el
escenario dieron por concluida su actuación y se llevaron una ovación de los
asistentes desapareciendo entre bambalinas, mientras otra compañera las
sustituía en la tarea de alegrar a los parroquianos.
Al tiempo, uno de sus amigos
propuso ir a otro lugar en donde, al parecer, allí sí podrían satisfacer las
necesidades que les habían despertado, pero él dijo que se retiraba. Que vivía
lejos, y que, para él, era suficiente.
Al despedirse se prometieron
intentar volver a verse, ya fuera jugando al fútbol, o alrededor de una mesa. Nunca
más volvieron a coincidir. De hecho, tampoco fue invitado a la boda…si es que
tuvo lugar.
Se dirigió a donde había dejado
el coche aparcado. Metió la mano en el bolsillo derecho de su chaqueta para
coger la llave y se encontró con que además había algo: un papel. Extrañado, lo
cogió y lo leyó: Silvia y un teléfono.