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sábado, abril 12, 2025

El Grande de España

El dúplex era un piso normal, en una urbanización normal, situado en una localidad normal del noroeste de Madrid. A simple vista, nadie podría imaginar que, en una de esas viviendas vivía un Grande de España, que pertenecía a una familia de las llamadas de rancio abolengo y con pariente, reina, nada menos. Pero así son las cosas. O, mejor dicho, eran. Caprichos del destino.

Por azares y circunstancias quiso el mismo destino que las relaciones de simple vecindad con la familia del Grande, se fueran convirtiendo en otra de amistad. Estar invitado a comer todos los fines de semana, era más un gesto de caridad y de cariño, que de simple vecino. A ello contribuyó en gran medida la actitud de la esposa, la más inteligente y sensata de los dos, Isabel.

Lucas Álvarez del Retortillo y Benjumea, era el portador del título nobiliario. Y nada más. La clase de verdad, la inteligencia, el saber estar, el sentido común y probablemente la pasta, corrían a cargo de su esposa, Isabel, con la carrera de Psicología en Salamanca debajo del brazo.

El bueno de Lucas se dedicaba a las labores propias de su título nobiliario: o sea, nada. Bueno sí, hacía de amo de casa, mientras Isabel, aun a costa de ser severamente criticada por su familia y por su círculo de amistades y conocidos más cercano, trabajaba en un negocio de camisería a medida que había abierto junto con una amiga, en el exquisito barrio de Salamanca, en Madrid. Eso de las camisas, la verdad es que era un chollo, porque en más de una ocasión, caía de rebote alguna, con iniciales personalizadas y todo, lo cual, daba aun mayor caché a la prenda y a su portador.

Esa independencia y libertad de Isabel era el origen y la causa de más de un roce en el matrimonio, no tanto por la imagen tan mundana de que la esposa de un Grande de España tuviera que trabajar,

sino por la imagen que se proyectaba del propio Lucas, que se quedaba en su casa mientras su esposa bajaba por sus propios medios a Madrid, a trabajar como una obrera, y en transporte público.

Eso de que un noble trabajara era algo que por estos lares siempre se había considerado una auténtica deshonra, como bien atestigua nuestra historia. Recordemos que fue en tiempos de Carlos III cuando el Rey, permitió de manera opcional, que los nobles españoles dejaran de ser tan menesterosos como hasta entonces, y si lo consideraban oportuno, se dedicaran a trabajar un poquito

Esta situación, tan común y normal para tantos millones de hogares, en el mundo paralelo de la nobleza estaba sólo un peldaño por encima del escándalo.

Dada la incomodidad que le suponía esta situación, Lucas, intentaba justificar su presencia en tan plebeyo lugar y la vida tan populachera que se veía obligado a llevar. Lo hacía, como si a los demás, les importara algo esa justificación. Pero claro, hay que entender que en los círculos donde habita esta casta, todo tiene que ser justificado, bendecido y aceptado por el resto. A pesar de que nadie le había pedido explicaciones, digo, él intentó convencer a todos de que la razón última, había sido un serio revés financiero que había sufrido por culpa de un socio desleal, que había huido con toda la pasta hacia un lugar desconocido. La verdad, es que tiempo después, se sospechó que el que había huido con la pasta era él y esa era la razón de “esconderse” en un lugar donde nadie pudiera sospechar que viviría un Grande España.

De cualquier forma, las comidas de los sábados y domingos, eran amenas, divertidas y distendidas. Frecuentaban la casa una pareja, amigos del matrimonio, y fijos como el telediario. Lucas era el encargado de preparar la comida y de bendecir la mesa, donde, además, se sentaban los dos hijos adolescentes del matrimonio.

Después de la comida, venía el café, las pastitas, las copas, el brandy y la pareja de recién casados que vivía en el piso de abajo. Él, era hijo de un alto directivo del At. de Madrid y ella, abogada, acérrima seguidora del R. Madrid. Y cuando ya estaban todos, era cuando se empezaba a jugar al mus. Por turnos, claro, porque como había más gente que en el camarote de los hermanos Marx, no había más remedio que establecer un estricto orden. El que perdía, se levantaba y entraba la siguiente pareja.

En el momento de la despedida, sin hora predeterminada, era Isabel la que sistemáticamente invitaba a repetir el siguiente fin de semana. Así una vez tras otra y un mes detrás de otro.

Semejante generosidad tenía que verse recompensada de alguna forma, y en alguna ocasión se ofreció gustoso a evitar el traslado en transporte público de Isabel, desde la gran ciudad hasta su domicilio. De paso, se hacían todos un favor, porque al tardar menos, comenzaban a comer antes.

De cualquier forma, se antojaba escaso ese gesto y con motivo de un hecho especialmente señalado, consideró que estaba moralmente obligado a, por lo menos, invitar al matrimonio a cenar en un restaurante. Y así lo hizo. Eligió el restaurante que estaba más de moda por aquel entonces por la zona y reservó mesa, incluyendo a unos amigos de Madrid, que no se conocían entre ellos.

Tanto los amigos como él, llegaron puntuales a la cita y se dispusimos a esperar la llegada del matrimonio objeto del pequeño homenaje. Estuvieron esperando y esperando, mientras el maître, insistía una y otra vez en saber si iban a venir o no, porque era tal la demanda, que necesitaba una de las mesas que estaban asignadas. Una vez transcurrido un tiempo más que prudencial, comenzaron a cenar, con la remota esperanza de que tardaran poco en llegar.

El Grande de España se presentó una hora y media más tarde de lo acordado, junto con Isabel y la pareja de amigos de siempre, los cuales, por cierto, no estaban invitados, pues con ellos, no había ninguna deuda de ninguna clase.

Si bien en el restaurante no se exigía etiqueta, lo cierto es que la indumentaria con la que se presentó Lucas, contrastaba con la mayoría. Unos vaqueros sucios, los zapatos blancos de polvo, una camisa de leñador remangada, con más de medio faldón fuera del pantalón y unos ojos enrojecidos por la ingesta de alcohol desde hacía varias horas, era una imagen como para llamar la atención.

Exigió entonces el Grande de España, con voz profunda y alcoholizada, sentarse y comenzar a cenar, cuando los demás, estábamos ya en el postre. Le dijo que esas no eran horas de llegar y que su mesa, había tenido que ser utilizada para otras personas. El restaurante, estaba a reventar. No cabía un alma más. Levantó algo el tono de voz protestando por lo que consideraba un desplante, molestando sobremanera a Isabel y le respondió que la hora de la cita estaba perfectamente clara y que era inadmisible presentarse una hora y media tarde, sin ninguna razón justificada. Y además, en ese estado tan deplorable.

Se marchó protestando, mientras Isabel, en su sitio, como la auténtica dama que era, masculló una leve disculpa. 

Y así fue como desde ese día, nunca más supo de Lucas, un Grande España, con aspiraciones de príncipe.