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domingo, mayo 18, 2025

La pérdida de nuestra mascota.

Los animales de compañía, - principalmente perros y gatos– en realidad se convierten en un miembro más de la familia y como tales, reciben casi las mismas atenciones que el resto de seres humanos; a veces, incluso demasiado. Como aquella familia que compraba falda de ternera para alimentar a su perra, “porque el animal no comía otra cosa”. Y lo peor de todo era que, además, lo confesaba al carnicero.

Imagen de Amaya Eguizábal en Pixabay

En algunos casos la complicidad e intensidad de las relaciones con los humanos, han dejado tal poso de lealtad, cariño, admiración y gratitud, que han merecido formar parte de la historia.

Me viene a la memoria el caso real del perro Hachikō, un perro japonés de raza akita, recordado por haber esperado a su amigo, el profesor Hidesaburō Ueno, en la estación de Shibuya. Aunque el profesor ya había muerto el perro estuvo cerca de nueve años acudiendo puntual a su cita en la estación. La historia la protagonizó en la gran pantalla Richard Gere.

Otro perro que ha pasado a la historia ha sido el de nombre “Indiana”. Este era el nombre del perro de George Lucas (un Alaska Malamute, un monstruo peludo), que, sirvió para bautizar al inolvidable Indiana Jones y también de inspiración para el personaje de Chewbacca de la Guerra de las Galaxias.

Y para finalizar con el tema perros, resulta inolvidable esa escena de la película “Mejor imposible”, en la que el personaje interpretado por Jack Nicholson, - un individuo que padece un Trastorno obsesivo-compulsivo de la personalidad, lo que lo convierte en un ser abyecto, intratable para el resto de la sociedad, los vecinos del edificio y de lo que, además, él se enorgullece – comienza a llorar porque tiene que desprenderse del perro de su vecino, al que ha estado mimando con bacon. Él mismo se escandaliza de su propia reacción, de llorar por un ser vivo, “por un maldito perro” son las palabras que pronuncia entre sollozos.

Hasta un perro puede modificar el comportamiento de un enfermo mental.

Por esa relación casi de dependencia emocional con el animal muchas veces no somos conscientes de que, por la propia ley de la naturaleza, lo más normal es que ellos mueran antes que nosotros; y entonces, cuando eso sucede, suele ocurrir algo contradictorio, como que consideramos vergonzoso o ridículo mostrar públicamente nuestro más profundo dolor por la muerte de alguien tan cercano, con el que tan bien nos habíamos compenetrado y que tanta compañía nos había hecho, ayudando a mitigar o eliminar la soledad y la abstinencia de cariño.

Y, sin embargo, el proceso de duelo por la muerte de un animal de compañía, es similar al de un ser humano, aunque ni todos pasaremos por el proceso de duelo de la misma manera, ni con la misma intensidad ni, por descontado, pasamos por esas etapas de manera secuencial. Se trata de un proceso doloroso y natural, en el que deberemos ir reajustando nuestra vida para adecuarla a una nueva en la que ese ser querido ha dejado de estar presente.

En casa no tuvimos perro. Tuvimos un gato. De hecho, el Soroyo, ya estaba en casa cuando yo nací.

En aquellos años era mi hermano – mucho mayor que yo - el que debía acudir a una vaquería del barrio con una cántara para traer la leche a casa. En el portal un día se encontró con un minino y le dio algo de leche. Y al día siguiente el minino dejó de ser un sin techo.

Al principio le bautizaron Soraya, por los ojos de la famosa emperatriz esposa del Sha de Persia, ahora llamado Irán. Más tarde, cuando descubrieron que era gato, lo tuvieron fácil: Soroyo. Posiblemente el primer gato – y único - transgénero de la historia.

Mi llegada a este mundo supuso un antes y un después para la existencia del Soroyo. Desde un principio, según contaba mi madre, mostró un inusitado interés por descubrir qué era lo que se escondía en esa cuna y que olía tan raro. Daba vueltas y vueltas alrededor. Mi madre tenía miedo de que, de un salto, se introdujera dentro de la cuna y ocurriera una desgracia. Así es que un día, cogió al gato en vilo y le enseñó lo que había dentro de la cuna: «¿Lo ves? Es un niño.» Según contaba mi madre, la explicación satisfizo la curiosidad del felino y ya nunca más volvió a rondar mi cuna.

Algunos años más tarde, nuestra relación – la del gato y yo - no fue todo lo idílica que cabría desear y aunque ahora se ha vuelto casi imperceptible, en mi mano izquierda guardo todavía un recuerdo de sus zarpas.

Nuestro Soroyo tuvo una vida de lujo y desenfreno. Comía todos los días, principalmente bofe, que compraba mi madre en una casquería del barrio. Dormía en un mullido cojín junto a la calefacción central de carbón en invierno. En verano, buscaba los rincones donde había corrientes de aire para estar fresco. O bien, simplemente se subía al alféizar de una ventana y se acomodaba a disfrutar de no hacer nada. Un día le falló su habilidad de funambulista y se cayó desde la ventana de la cocina en un cuarto piso, al patio interior. Salvó la vida porque fue rebotando por todas las cuerdas para tender la ropa que cruzaban el patio de lado a lado.

Nuestro gato, además, tenía vacaciones. Lo malo para el Soroyo era cuando se percataba de los preparativos; cuando notaba que había demasiado ajetreo con baúles que aparecían de la nada y montones de ropa que iban a parar dentro, - justo lo necesario para pasar los meses de julio y agosto en la playa, -, en esos casos, solía esconderse debajo de alguna cama como diciendo “sé lo que queréis hacer conmigo y no me gusta”.

De alguna manera, una vez superado su terror, sus bufidos, gruñidos, los zarpazos al aire amenazantes a todo el que intentara atraparlo y demás, mi madre conseguía cogerlo y meterlo en su cesta. Ya sólo quedaba meternos todos en el Seat 600, con las maletas en la baca, e intentar llegar a nuestro destino unas diez horas más tarde.

Encerrado en su cesta y sobre el regazo de mi madre, que iba de copiloto, el gato no dejaba de maullar. Cuando ya se tranquilizaba, mi madre abría con cuidado la tapa de la cesta de mimbre y entonces aparecía la cabeza del Soroyo como diciendo “¿dónde estoy?”. Después, una vez que ya se había ubicado, deambulaba por el interior del seiscientos, escogiendo la zona en que se tumbaba a relajarse.

En Galicia tenía libertad absoluta para establecer relaciones con las gatas locales. Lo malo es que alguna vez también tuvo que enfrentarse a los celosos machos del lugar y en cierta ocasión fueron varios al mismo tiempo. No salió indemne, pero sí salió vivo.

El Soroyo murió con catorce años. Mi madre sufrió mucho su pérdida. Tanto que cuando finalmente sucedió lo inevitable le encargó a mi hermano, - el mismo que lo había traído a casa - que llevara sus restos a la Casa de Campo y procediera a enterrarlo en un lugar digno. La verdad es que sólo le faltó añadir que se lanzaran tres salvas de honor y se cantara el Réquiem de Mozart.

Algún tiempo después mi hermano confesó que había dejado el cadáver del Soroyo en un contenedor de basuras, frente al mismo portal de donde lo recogió catorce años antes, entre otras cosas, porque no disponía de una pala para poder efectuar un entierro en condiciones en la Casa de Campo de Madrid. Sería algo así a intentarlo en Central Park, en NY.

Dicen que si quieres saber si alguien es una buena persona, sólo tienes que ver cómo trata a un animal.