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martes, septiembre 26, 2023

Historia de una salamandra. Capítulo final.

Creo que fue el viernes a eso de la una del mediodía. La señoritinga salió de su escondrijo, seguramente para ver qué era todo ese ruido que le importunaba su sueño. Pero al regresar a casa, ya no la volvimos a ver. Hasta pasadas las ocho de la tarde. Al parecer ese era su horario. Como el de las pilinguis, que viven de noche. Como era su costumbre recorrió el techo y las paredes en todas direcciones, hasta que, en un momento dado, debió retirarse a descansar.

El sábado estuvimos a punto de cogerla, pero fue más rápida que mi mujer, quien, por otra parte, intentaba establecer un nivel superior de comunicación dirigiéndose a ella con cariño y dulzura, invitándola a que se entregara, como un negociador de la policía, pero sin éxito. Yo, lo achaco al hecho de que la salamandra no llevaba el pinganillo de traducción al salamandrés. Ese día fue el que estuvimos más cerca de atraparla. Abandonó las altitudes del salón y se aventuró hasta casi tocar el zócalo, pero el cuadro de 2x2 colgado en la pared, estaba demasiado cerca como para adelantarse a ella. Eso fue el sábado.

Ese fue el último día que la hemos visto. El domingo no dio señales de vida, ni ayer lunes tampoco.

Es de suponer que la inanición tiene un límite y aquí dentro de casa y por las zonas por las que se movía, no iba a pillar cacho ni de coña.

Imagino que el día que se nos ocurra mover el cuadro del tamaño de las Meninas, nos encontraremos con los restos momificados de un proyecto de salamandra que no cuajó.

jueves, septiembre 21, 2023

La salamandra.

No es la primera vez que se cuela alguna dentro de casa. Provienen de la terraza, que ahora mismo parece una extensión del Mato Grosso brasileño. Estoy convencido de que, en algún momento, se descubrirán ahí especies que se pensaba extinguidas. Cada vez que mi mujer sale a cuidar las plantas, o a regarlas, o se sienta a leer en el sofá, tengo miedo de que alguna de ellas la engulla.

Suelen estar apostadas en los pilares de madera que sostienen los toldos. Allí permanecen al acecho de sus posibles víctimas o de lo que quieran que pretendan hacer, porque, la verdad, parecen estatuas, pero desde luego, se las ve hermosas, o sea, que hambre no pasan. Luego, con el mismo sigilo con el que las puedes ver desde la puerta corredera, desaparecen sin dejar rastro. Aunque, sin duda alguna, las que están fuera tienen un tamaño curioso, las que de vez en cuando se adentran en el ignoto mundo de nuestra casa, fruto de algún despiste o de un afán desmedido de conocer nuevas experiencias, son mucho más pequeñas. Tal es el caso del último ejemplar.

Apareció por sorpresa hace unos días. Es minúscula y funambulista, porque sólo viaja por el techo y la mayor parte del tiempo boca abajo. No madruga, se inclina más bien, por lo que ahora está tan de moda y que lo llaman tardear. De repente, miras al techo por alguna razón y te la encuentras ahí, como si la que estuviera observando y controlando lo que ocurre fuera ella. Se mueve despacio y en breves espacios de tiempo, como si echara una carrerita y se detuviera para coger aliento. Supongo que será su modo de pretender pasar desapercibida.

Al parecer, se ha quedado prendada de nuestro salón, porque es el único sitio donde se la ve…cuando se la ve. No es que nuestro salón sea muy grande, pero el animalito se ha hecho más kilómetros entre las paredes que en la San Silvestre Vallecana. Anoche se me ocurrió que podría ser la nueva arma de Google para hacer mapas interiores de las viviendas y que, en realidad, no fuera una salamandra de verdad, sino un aparato electrónico, una especie de dron, manejado a distancia y haciendo fotos y cartografiando el salón. Estaré atento a los anuncios de nuevos productos de la multinacional, por si acaso.

Suele esconderse entre las sombras que proyectan en el techo las cortinas. O detrás de un cuadro de tamaño 2x2.

En casos anteriores, si la montañera de turno prefirió pisar terreno firme y la detectamos en el suelo, la atrapamos con un vaso y la depositamos de nuevo en el Mato Grosso de la terraza, de donde vino. Pero, perseguir a un bichejo pequeñito por los techos, no parece que sea una actividad recomendable. Hay bastantes posibilidades de terminar en el hospital con algo roto y al intentar explicar al traumatólogo que fue “persiguiendo salamandras por el techo”, una vez escayolado desde el cuello hasta la pelvis, me trasladen directamente al frenopático.

Por otra parte, nos estamos empezando a preguntar cómo aguanta tanto tiempo sin comer, porque, desde luego, comer no come nada, que nosotros sepamos. Anoche, en un alarde de ecologismo activo de mi mujer, le abrió la mosquitera de la puerta de la terraza para que si la detectaba pudiera salir. Yo le dije que dudaba mucho que, si la salamandra no se había ido por la puerta, no era porque hubiera detectado la barrera de la mosquitera, pero, aun así, lo intentamos.

Reconozco que lo primero que hago cada mañana al levantarme, es ver dónde está el bicho. Nada, ni rastro. Pero seguro que, al caer la tarde, justo antes de que empiece a anochecer, la volveremos a ver zascandilear por los techos, de un lado a otro del salón, buscando no se sabe si la salida o algún mosquito que llevarse a la boca.