Seguro que a muchos de vosotros os ha pasado eso de pedir todos los años el mismo juguete, algo que en un principio era un deseo, después una obsesión y terminó por convertirse en un reto. A mí me pasó con el Scalextric. Jamás tuve uno. Era demasiado caro. Más tarde, cuando ya estaba a mi alcance, me lo quitaron de la cabeza con argumentos tan sesudos como “si lo instalas ahí, no voy a poder barrer, se va a manchar de polvo, no voy a poder andar…” etc. Y más adelante, ocurrió lo que tenía que ocurrir: la empresa desapareció.
Pero, sin embargo, una vez, hace
muchos años, el destino me regaló algo que no había pedido. Bueno, tampoco fue
un regalo, porque no me lo quedé. De hecho, ni siquiera fue en Reyes. Aquello
fue más bien, un préstamo, un usufructo temporal.
Como era mi costumbre desde hacía
unos cuantos años, ese verano también pasé mis vacaciones en Mallorca. En aquel
entonces la zona donde recalé comenzaba a ser tristemente popular entre los
británicos, aunque todavía, ni eran mayoría absoluta ni se había instaurado la
incomprensible costumbre de morir aplastado contra el suelo por hacer
balconing. Compartía el apartamento con mi hijo que por entonces tenía unos
tres años.
Nuestra rutina era bastante
simple por no decir monótona. La playa quedaba algo retirada y el nivel de
masificación era importante. Además, por alguna extraña razón, a él le gustaba
más la piscina del complejo que el mar. Manías de la gente que, como él, vivía
a orillas de uno. Así es que después de levantarnos a una hora prudencial y
desayunar, bajábamos a la piscina, cogíamos sitio y nos disponíamos a pasar
allí, el resto de la mañana.
Después de intentar durante horas
que la raqueta de mi hijo devolviera dos pelotas seguidas en el agua, dar
patadas a una pelota o ejercer de guardameta, las fuerzas comenzaban a decaer,
momento en el cual, mi hijo buscaba a cualquier individuo cercano, de los
muchos que observaban, para involucrarle en el juego. Daba igual si el
individuo era alemán (mayoría), inglés o no hablaba español (ninguno). De
repente, el guiri estaba jugando con un niño español que, por supuesto, le
hablaba en español.
Así transcurrían nuestras
vacaciones cuando un día, de improviso, se acerca a nosotros un “relaciones
públicas” del complejo. El chico – era joven – no sabía muy bien en qué idioma
debía dirigirse a mí. Cuando le dije que era un aborigen de España, la charla
continuó en inglés.
El chico me contó que había un
equipo de grabación de un vídeo promocional de un yate que estaba amarrado en
el puerto deportivo de Palma. El equipo estaba buscando a una pareja, hombre y
mujer, que aparecerían en el vídeo simulando ser los propietarios del yate. Que
el yate era una maravilla, valorado en 20 millones de pesetas. Que
en el caso de que accediera debía tener en cuenta que no me iban a pagar como
si fuera un modelo profesional, pero que me darían algo por las molestias.
Habida cuenta de lo que suponía para mí romper con la bendita monotonía de mis vacaciones, a mí me daba exactamente igual que me pagaran o no. La cuestión que me planteé fue ¿cuántas oportunidades vas a tener en tu vida de subirte a un bicho valorado en 20 millones de pesetas? Acepté, pero con una condición: evidentemente mi hijo venía conmigo, por supuesto. Después de aceptar me preguntaron si estaba solo o tenía pareja. Le respondí que solo. Entonces me dijo que habían encontrado a una posible candidata a ejercer de “pareja-propietaria”, pero que teníamos que vernos a las 15.00 en uno de los restaurantes de la piscina. Y allí que nos llegamos el enano y yo a las 3 en punto.
El equipo del RP fue puntual y al
cabo de unos minutos llegó la candidata a coprotagonista del vídeo. La
susodicha era de Madrid como yo, también divorciada – como yo – y con una hija
adolescente. Era una chica alta, rubia de bote, escaso pecho y largas piernas.
Era una mujer llamativa, aunque no por sus facciones ni por su talle. Lo que
más llamaba la atención era el aspecto en general que lucía. Ponía un esmerado
cuidado en su aspecto personal y procuraba ir siempre, con atuendo bastante
ceñido y buscando la conjunción de todos los elementos de su vestuario. En el
fondo, podía llegar a resultar sin esforzarse mucho, un auténtico repollo. Sin
embargo, conseguía muy a menudo el objetivo de ser foco principal de atención,
sobre todo de los hombres.
En cuanto le dijeron que por su
colaboración no obtendría más que una palmadita en la espalda, un gracias y
como mucho 500 pesetas (3 euros de hoy en día), ella consideró que no merecía
la pena y se auto descartó de la película. Tenía otros y más interesantes
planes. Sin embargo, sí que alistó a su hija como voluntaria, lo cual era una
forma de quitársela de en medio en beneficio de sus otros planes.
Al día siguiente llegamos puntual
a la cita en el puerto deportivo de Palma. En el pantalán señalado, se veía un
impresionante yate de 40,35 metros de eslora, 8 metros de manga y más de 300 Tm
de desplazamiento. El yate era propiedad de un americano que, además, disponía
también de un avión privado con tres reactores, esposa y amante oficial.
El interior de la embarcación
rezumaba lujo.
Maderas nobles adornaban las
paredes de todos los camarotes, con una capacidad total de 8 personas. Una
moqueta impoluta de color hueso, abarcaba todo el inmenso salón principal,
haciendo que los pies descalzos se hundieran hasta los tobillos; la mesa del comedor,
estaba preparada para 10 comensales; la vajilla, fabricada expresamente en
Italia, con el anagrama del barco, igual que la cubertería y las copas, se
guardaba en una alacena de madera de roble que rodeaba en forma de L la mesa
del comedor. Los equipos de música de la firma Bang & Oluffsen, estaban por
doquier, con unos mandos a distancia digitales. En el camarote principal,
además de disponer de cuarto de baño propio con grifería de oro y vestidor, la
televisión salía de detrás de un mueble empotrado en la pared, justo enfrente
de la inmensa cama que ocupaba sólo una parte del espacio. En el suelo de la
cocina, se podían comer sopas. En la cubierta superior de barco, había un solárium,
recubierto todo él por lonas de plástico.
Al poco de llegar al puerto, la
tripulación comenzó las labores de desatraque para comenzar a navegar por la
costa. Ver las caras de los transeúntes en el puerto o de las otras
embarcaciones con las que nos cruzábamos, bien merecía el salario que no me iban
a pagar, porque no olvidemos, que ellos al verme apoyado en la barandilla,
pensaban que era el dueño.
Había dos equipos de filmación.
El primero estaba en el propio yate. El otro, fue ocupando posiciones
estratégicas a lo largo de la costa, en lugares remotos, escarpados y de
difícil acceso, para tomar unas imágenes únicas del barco navegando.
Al finalizar el día regresamos a
puerto y tanto los equipos de filmación, como la tripulación y los extras,
compartimos unos sándwiches y unas bebidas – refrescos para los menores,
champán para el resto - en la popa del barco, mientras los visitantes del
puerto deportivo nos miraban con cara de envidia.
El segundo día no salimos del
puerto, pero fue casi tan excitante o más que el día anterior. El propietario,
el americano, había informado a la tripulación que se dirigía a Mallorca con su
esposa. Ello originó una divertida escena que parecía extraída de una típica
comedia de Jack Lemmon o Toni Curtis. La tripulación comenzó a sacar de bolsas
de plástico los peines y cepillos de “la otra”, para colocar los que debían.
Igual que la ropa del armario del dormitorio principal. Con las fotos de los
cuadros, la cosa fue más divertida. Bastaba con extraer las fotos de los marcos,
darles la vuelta, y en el reverso estaba la foto que debía estar. Todo estaba
siendo ejecutado con precisión militar.
Y así fue como durante casi un
día entero fui el propietario de una mega yate. También tenía una copia de la
película, pero se me perdió en alguna mudanza.
Por si a alguien le pica la
curiosidad, podéis ver el yate pinchando AQUÍ