Digamos que se llamaba Miguel. Aunque no tengo la certeza más absoluta de ello, todo parecía indicar que se trataba de lo que los italianos han definido tal dulcemente como un gigoló, o lo que en vulgo castellano, más prosaico y más brutal se ha conocido toda la vida como puto.
Todas las especies animales, tienen unas determinadas zonas o áreas en donde su presencia se considera normal y hasta obligada. Así, a nadie se le ocurriría pensar que en Cádiz hay osos polares, en Siberia toros de lidia ni en la Pampa, búfalos. Pues con los gigoló, sucede lo mismo. Parece que ese tipo de actividad, es más proclive a encontrarse alrededor de cierto tipo de profesiones, actividades o entornos, y desde luego, jamás se me habría ocurrido pensar que la Informática, pudiera ser una de ellas.
Según las malas lenguas, las de doble filo y las otras también, Miguel había aterrizado en esa empresa por haberse convertido en el capricho de la jefa. Al parecer y según fuentes bien informadas, la jefa (alias "la gorda") solía hacer uso con relativa frecuencia de los servicios de acompañantes masculinos, lo cual, dicho de paso, no constituye en sí mismo, ningún motivo de reproche. Según parece, la opinión de "la gorda" era que el precio en España por tales servicios eran bastante más elevado que en otros países, afirmación esta que dejó un tanto estupefactas a las empleadas femeninas que estaban en la conversación y que para más señas eran subordinadas de "la gorda". En su descargo debo decir que hay ciertos temas que en España, todavía se siguen llevando en la intimidad, por mucho que los programas de más audiencia televisiva ayuden a pensar lo contrario.
Miguel, llevaba una vida plácida. No era comparable a la del resto de comerciales de la compañía. Los demás, tenían que vender los productos de la empresa para mantener su puesto de trabajo, mientras que Miguel, se limitaba a visitar el gimnasio por las mañanas y pasarse por los rayos uva por las tardes. Con el beneplácito de "la gorda", claro.
De todas formas, Miguel era un tipo majo. Algo callado, más bien reservado, pero de trato amable y buen compañero. Por eso, no dudó ni un segundo en apuntarse a un partido de fútbol que se iba a celebrar entre los compañeros de la empresa.
Quiso la mala fortuna o tal vez, la propia decisión de Miguel, que al poco de iniciarse la pachanga entre compañeros, se torciera un tobillo y tuviera que abandonar el partido. Abandonar el partido sí, pero el hombre se quedó en la banda, como Iker Casillas, lesionado y apoyando a sus colegas hasta el final. Como es menester en estos magnos acontecimientos, lo más importante de un partido de fútbol, son las cervezas que vienen después, de igual forma que lo más importante de una partida de golf, se juega en el hoyo 19.
Llegamos al bar y Miguel ya había llegado. Se había adelantado unos minutos para poder coger sitio y ponerse cómodo con la pierna en alto para que el tobillo no se hinchara más. Empezamos a pedir cervezas y raciones y más cervezas y más raciones. La camarera que nos atendía, era menudita, bastante morena, casi mulata y con claros rasgos y acento que delataban su procedencia desde el otro lado del Atlántico. Era mona sin ser espectacular, pero la verdad es que nos atendía bien, rápido y sin equivocarse.
En un momento dado, Miguel decidió que se iba a pasar por el médico ya que el tobillo se estaba poniendo peor. Se levantó y otro compañero le llevó en su coche. Nosotros, como ya era un poco tarde, nos apuramos la última cerveza y pedimos la cuenta a la camarera.
Al acudir a nuestra llamada, de pronto empezó a buscar a Miguel y viendo que no estaba, preguntó directamente por él.
Se ha tenido que marchar al médico, le respondí. Y al ver que ponía cara triste, le pregunté, más en broma que en serio: ¿Querías quedar con él? La respuesta de la camarera, confieso que me dejó con cara de tonto. Sí, dijo simple y llanamente. Recuperado del pequeño shock, volví a insistir: ¿Quieres su teléfono? y su respuesta, lógicamente, fue otra vez "sí". Le dejé el teléfono en el reverso del ticket.
A Miguel, no recuerdo que le volviéramos a ver, aunque sí le pregunté si le había llamado la camarera y me dijo que sí, que le llamó.
De "la gorda", se cuenta que se casó con el vigilante jurado del parking que solía utilizar, pero que el matrimonio le duró poco, porque descubrió a su marido en la cama... con otro hombre.
Algunos rumores apuntan a que actualmente dirige una asociación de ayuda a los afectados por el 11-S en EEUU.