Ahora que ya se han acallado un poco los ecos
del affaire de Monsieur Hollande con sus amantes, me ha venido a la memoria el
tema - tantas veces escabroso y suculento a partes iguales – de los escarceos lujuriosos de los hombres poderosos.
A lo largo de la historia, no han sido pocos
aquellos reyes, señores feudales o financieros todopoderosos, que antes o
después, les han pillado con el carrito del helado. O sea, en situaciones que
educadamente, se llaman comprometidas. Ahora ha sido Hollande, pero antes fue
Sarkozy. Y antes, Dominique Straus-Khan, el antiguo líder máximo del FMI y su
acusación de violación a una camarera del hotel donde se alojaba. Sin olvidar a
Clinton y su Lewinski.
La historia está repleta de ejemplos en los
que, generalmente los señores, mantenían una relación formal con su esposa por
cuestiones sucesorias, dinásticas, sociales, económicas al fin, mientras por
otro lado, disfrutaban de los favores de sus amantes, muchas veces, archiconocidas
e incluso más o menos aceptadas.
Hitler y Eva Braun; Alfonso XIII y unas
cuantas; Eduardo VIII de Inglaterra y las suyas; Luis XV y su Madame Pompadour;
El Príncipe Carlos y su actual esposa y un largo etcétera.
En esto de los cuernos, parece que los
señores ganan por mayoría absoluta a las damas, pero no hay que olvidarse de
Catalina la Grande, Zarina de todas las Rusias, que debió pasarse por la piedra
a varios regimientos. Aunque, tal vez, la más antigua y conocida de las mujeres
infieles, sea Mesalina, la tercera esposa del emperador Claudio, que esa sí que
se pasó por la entre pierna a legiones enteras, según cuentan las lenguas
viperinas.
Pero a mí, lo que siempre me ha llamado la
atención, no es tanto el comportamiento poco ético de ellos, sino más bien, qué
es lo que hace que las mujeres se sientan atraídas por individuos que, en la
mayoría de los casos, no eran especialmente agraciados. No entiendo que
Hollande, por ejemplo, abandone a su pareja para liarse con una petarda de
actriz. Hitler, no era ni atractivo ni tampoco especialmente activo sexualmente
hablando.
Y sin embargo, ellas, afrontan ese incómodo
papel de saberse públicamente rechazadas o cuestionadas, aunque luego, en la
intimidad, ejercieran todo su poder y más. Tal vez sea el disfrutar de una
posición económica que en principio está fuera de su alcance; tal vez, de los
privilegios que tiene arrimarse a un señor poderoso.
En todo caso, parece que el poder, el poder
absoluto, es algo que subyuga a las féminas y por encima de ello, el orgullo de
saberse la elegida entre millones, de ser la única entre todas aquellas a las
que el poderoso caballero – es un decir lo de caballero – habría podido optar.
¿O será que soy un machista?