miércoles, febrero 05, 2014

San Valentin está cerca



Ahora que ya se han acallado un poco los ecos del affaire de Monsieur Hollande con sus amantes, me ha venido a la memoria el tema - tantas veces escabroso y suculento a partes iguales – de los escarceos lujuriosos de los hombres poderosos.

A lo largo de la historia, no han sido pocos aquellos reyes, señores feudales o financieros todopoderosos, que antes o después, les han pillado con el carrito del helado. O sea, en situaciones que educadamente, se llaman comprometidas. Ahora ha sido Hollande, pero antes fue Sarkozy. Y antes, Dominique Straus-Khan, el antiguo líder máximo del FMI y su acusación de violación a una camarera del hotel donde se alojaba. Sin olvidar a Clinton y su Lewinski.

La historia está repleta de ejemplos en los que, generalmente los señores, mantenían una relación formal con su esposa por cuestiones sucesorias, dinásticas, sociales, económicas al fin, mientras por otro lado, disfrutaban de los favores de sus amantes, muchas veces, archiconocidas e incluso más o menos aceptadas. 

Hitler y Eva Braun; Alfonso XIII y unas cuantas; Eduardo VIII de Inglaterra y las suyas; Luis XV y su Madame Pompadour; El Príncipe Carlos y su actual esposa y un largo etcétera.

En esto de los cuernos, parece que los señores ganan por mayoría absoluta a las damas, pero no hay que olvidarse de Catalina la Grande, Zarina de todas las Rusias, que debió pasarse por la piedra a varios regimientos. Aunque, tal vez, la más antigua y conocida de las mujeres infieles, sea Mesalina, la tercera esposa del emperador Claudio, que esa sí que se pasó por la entre pierna a legiones enteras, según cuentan las lenguas viperinas.

Pero a mí, lo que siempre me ha llamado la atención, no es tanto el comportamiento poco ético de ellos, sino más bien, qué es lo que hace que las mujeres se sientan atraídas por individuos que, en la mayoría de los casos, no eran especialmente agraciados. No entiendo que Hollande, por ejemplo, abandone a su pareja para liarse con una petarda de actriz. Hitler, no era ni atractivo ni tampoco especialmente activo sexualmente hablando.

Y sin embargo, ellas, afrontan ese incómodo papel de saberse públicamente rechazadas o cuestionadas, aunque luego, en la intimidad, ejercieran todo su poder y más. Tal vez sea el disfrutar de una posición económica que en principio está fuera de su alcance; tal vez, de los privilegios que tiene arrimarse a un señor poderoso.

En todo caso, parece que el poder, el poder absoluto, es algo que subyuga a las féminas y por encima de ello, el orgullo de saberse la elegida entre millones, de ser la única entre todas aquellas a las que el poderoso caballero – es un decir lo de caballero – habría podido optar.

¿O será que soy un machista?


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